Por Roberto Bolaño

Ahora me muero, pero tengo muchas cosas que decir todavía. Estaba en paz conmigo mismo. Mudo y en paz. Pero de improviso surgieron las cosas. Ese joven envejecido es el culpable. Yo estaba en paz. Ahora no estoy en paz. Hay que aclarar algunos puntos. Así que me apoyaré en un codo y levantaré la cabeza, mi noble cabeza temblorosa, y rebuscaré en el rincón de los recuerdos aquellos actos que me justifican y que por lo tanto desdicen las infamias que el joven envejecido ha esparcido en mi descrédito en una sola noche relampagueante. Mi pretendido descrédito. Hay que ser responsable. Eso lo he dicho toda mi vida. Uno tiene la obligación moral de ser responsable de sus actos y también de sus palabras e incluso de sus silencios, sí, de sus silencios, porque también los silencios ascienden al cielo y los oye Dios y sólo Dios los comprende y los juzga, así que mucho cuidado con los silencios. Yo soy responsable de todo. Mis silencios son inmaculados. Que quede claro. Pero sobre todo que le quede claro a Dios. Lo demás es prescindible. Dios no. No sé de qué estoy hablando. A veces me sorprendo a mí mismo apoyado en un codo. Divago y sueño y procuro estar en paz conmigo mismo. Pero a veces hasta de mi propio nombre me olvido. Me llamo Sebastián Urrutia Lacroix. Soy chileno. Mis ancestros, por parte de padre, eran originarios de las Vascongadas o del País Vasco o de Euskadi, como se dice hoy. Por parte de madre provengo de las dulces tierras de Francia, de una aldea cuyo nombre en español significa Hombre en tierra u Hombre a pie, mi francés, en estas postreras horas, ya no es tan bueno como antes. Pero aún tengo fuerzas para recordar y para responder a los agravios de ese joven envejecido que de pronto ha llegado a la puerta de mi casa y sin mediar provocación y sin venir a cuento me ha insultado. Eso que quede claro. Yo no busco la confrontación, nunca la he buscado, yo busco la paz, la responsabilidad de los actos y de las palabras y de los silencios. Soy un hombre razonable. Siempre he sido un hombre razonable. A los trece años sentí la llamada de Dios y quise entrar en el seminario. Mi padre se opuso. No con excesiva determinación, pero se opuso. Aún recuerdo su sombra deslizándose por las habitaciones de nuestra casa, como si se tratara de la sombra de una comadreja o de una anguila. Y recuerdo, no sé cómo, pero lo cierto es que recuerdo mi sonrisa en medio de la oscuridad, la sonrisa del niño que fui. Y recuerdo un gobelino en donde se representaba una escena de caza. Y un plato de metal en donde se representaba una cena con todos los ornamentos que el caso requiere. Y mi sonrisa y mis temblores. Y un año después, a la edad de catorce, entré en el seminario, y cuando salí, al cabo de mucho tiempo, mi madre me besó la mano y me dijo padre o yo creí entender que me llamaba padre y ante mi asombro y mis protestas (no me llame padre, madre, yo soy su hijo, le dije, o tal vez no le dije su hijo sino el hijo) ella se puso a llorar o púsose a llorar y yo entonces pensé, o tal vez sólo lo pienso ahora, que la vida es una sucesión de equívocos que nos conducen a la verdad final, la única verdad. Y poco antes o poco después, es decir días antes de ser ordenado sacerdote o días después de tomar los santos votos, conocí a Farewell, al famoso Farewell, no recuerdo con exactitud dónde, probablemente en su casa, acudí a su casa, aunque también puede que peregrinara a su oficina en el diario o puede que lo viera por primera vez en el club del que era miembro, una tarde melancólica como muchas tardes de abril en Santiago, aunque en mi espíritu cantaban los pájaros y florecían los retoños, como dice el clásico, y allí estaba Farewell, alto, un metro ochenta aunque a mí me pareció de dos metros, vestido con un terno gris de buen paño inglés, zapatos hechos a mano, corbata de seda, camisa blanca impoluta como mi propia ilusión, mancuernas de oro, y un alfiler en donde distinguí unos signos que no quise interpretar pero cuyo significado no se me escapó en modo alguno, y Farewell me hizo sentarme a su lado, muy cerca de él, o tal vez antes me llevó a su biblioteca o a la biblioteca del club, y mientras mirábamos los lomos de los libros empezó a carraspear, y es posible que mientras carraspeaba me mirara de reojo aunque no lo puedo asegurar pues yo no quitaba la vista de los libros, y entonces dijo algo que no entendí o que mi memoria ya olvidó, y luego nos volvimos a sentar, él en un sillón, yo en una silla, y hablamos de los libros cuyos lomos acabá­bamos de ver y acariciar, mis dedos frescos de joven recién salido del seminario, los dedos de Farewell gruesos y ya algo deformes como correspondía a un anciano tan alto, y hablamos de los libros y de los autores de esos libros y la voz de Farewell era como la voz de una gran ave de presa que sobrevuela ríos y montañas y valles y desfiladeros, siempre con la expresión justa, la frase que se ceñía como un guante a su pensamiento, y cuando yo le dije, con la ingenuidad de un pajarillo, que deseaba ser crítico literario, que deseaba seguir la senda abierta por él, que nada había en la tierra que colmara más mis deseos que leer y expresar en voz alta, con buena prosa, el resultado de mis lecturas, ah, cuando le dije eso Farewell sonrió y me puso la mano en el hombro (una mano que pesaba tanto o más que si estuviera ornada por un guantelete de hierro) y buscó mis ojos y dijo que la senda no era fácil. En este país de bárbaros, dijo, ese camino no es de rosas. En este país de dueños de fundo, dijo, la literatura es una rareza y carece de mérito el saber leer. Y como yo, por timidez, nada le respondiera, me preguntó acercando su rostro al mío si algo me había molestado u ofendido. ¿No serán usted o su padre dueños de fundo? No, dije. Pues yo sí, dijo Farewell, tengo un fundo cerca de Chillán, con una pequeña viña que no da malos vinos. Acto seguido procedió a invitarme para el siguiente fin de semana a su fundo, que se llamaba como uno de los libros de Huysmans, ya no recuerdo cuál, puede que À rebours o Là-bas e incluso puede que se llamara L’oblat, mi memoria ya no es lo que era, creo que se llamaba Là-Bas, y su vino también se llamaba así, y después de invitarme Farewell se quedó callado aunque sus ojos azules permanecieron fijos en los míos, y yo también me quedé callado y no pude sostener la mirada escrutadora de Farewell, bajé los ojos humildemente, como un pa­jarillo herido, e imaginé ese fundo en donde la literatura sí que era un camino de rosas y en donde el saber leer no carecía de mérito y en donde el gusto primaba por encima de las necesidades y obligaciones prácticas, y luego levanté la mirada y mis ojos de seminarista se encontraron con los ojos de halcón de Farewell y asentí varias veces, dije que iría, que era un honor pasar un fin de semana en el fundo del mayor crítico literario de Chile. Y cuando llegó el día señalado todo en mi alma era confusión e incertidumbre, no sabía qué ropa ponerme, si la sotana o ropa de seglar, y si me decidía por la ropa de seglar no sabía cuál escoger, y si me decidía por la sotana me asaltaban dudas acerca de cómo iba a ser recibido. Tampoco sabía qué libros llevar para leer en el tren de ida y de vuelta, tal vez una Historia de Italia para el viaje de ida, tal vez la Antología de poesía chilena de Farewell para el viaje de vuelta. O tal vez al revés. Y tampoco sabía qué escritores (porque Farewell siempre tenía escritores invitados en su fundo) me iba a encontrar en Là-Bas, tal vez al poeta Uribarrena, autor de espléndidos sonetos de preocupación religiosa, tal vez a Montoya Eyzaguirre, fino estilista de prosas breves, tal vez a Baldomero Lizamendi Errázuriz, historiador consagrado y rotundo. Los tres eran amigos de Farewell. Pero en realidad Farewell tenía tantos amigos y enemigos que resultaba vano hacerse cábalas al respecto. Cuando llegó el día señalado partí de la estación con el alma compungida y al mismo tiempo dispuesto para cualquier trago amargo que Dios tuviera a bien infligirme. Como si fuera hoy (mejor que si fuera hoy) recuerdo el campo chileno y las vacas chilenas con sus manchas negras (o blancas, depende) pastando a lo largo de la vía férrea. Por momentos el traqueteo del tren conseguía adormecerme. Cerraba los ojos. Los cerraba tal como ahora los cierro. Pero de golpe los volvía a abrir y allí estaba el paisaje, variado, rico, por momentos enfervorizador y por momentos melancólico. Cuando el tren llegó a Chillán tomé un taxi que me dejó en una aldea llamada Querquén. En algo así como la plaza principal (no me atrevo a llamarla plaza de armas) de Querquén, vacía de todo atisbo de personas. Pagué al taxista, bajé con mi maleta, vi el panorama que me rodeaba y cuando ya me volvía otra vez con la intención de preguntarle algo al taxista o de volver a subir al taxi y emprender el retorno apresurado a Chillán y luego a Santiago, el auto se alejó de improviso, como si esa soledad que algo tenía de ominosa hubiera despertado en el conductor miedos atávicos. Por un momento yo también sentí miedo. Triste figura debí de componer parado en ese desamparo, con mi maleta del seminario y con la Antología de Farewell sujeta en la mano. De detrás de una arboleda volaron algunos pájaros. Parecían chillar el nombre de esa aldea perdida, Querquén, pero también parecían decir quién, quién, quién. Premuroso, recé una oración y me encaminé hacia un banco de madera, para componer una figura más acorde con lo que yo era o con lo que yo en aquel tiempo creía ser. Virgen María, no desampares a tu siervo, murmuré, mientras los pájaros negros de unos veinticinco centímetros de alzada decían quién, quién, quién, Virgen de Lourdes, no desampares a tu pobre clérigo, murmuré, mientras otros pájaros, marrones o más bien amarronados, con el pecho blanco, de unos diez centímetros de alzada, chillaban más bajito quién, quién, quién, Virgen de los Dolores, Virgen de la Lucidez, Virgen de la Poesía, no dejes a la intemperie a tu servidor, murmuré, mientras unos pájaros minúsculos, de colores magenta y negro y fucsia y amarillo y azul ululaban quién, quién, quién, al tiempo que un viento frío se levantaba de improviso helándome hasta los huesos. Entonces, por el fondo de la calle de tierra, vi una especie de tílburi o de cabriolet o de carroza tirada por dos caballos, uno bayo y el otro pinto, que venía hacia donde yo estaba, y que se recortaba contra el horizonte con una estampa que no puedo sino definir como demoledora, como si aquel carricoche fuera a buscar a alguien para llevarlo al infierno. Cuando estuvo a pocos metros de mí, el conductor, un campesino que pese al frío sólo llevaba una blusa y una chaquetilla sin mangas, me preguntó si yo era el señor Urrutia Lacroix. No sólo pronunció mal mi segundo apellido sino también el primero. Dije que sí, que yo era quien él buscaba. Entonces el campesino se bajó sin decir una palabra, puso mi maleta en la parte trasera del carruaje y me invitó a subir a su lado. Desconfiado, y aterido por el viento gélido que bajaba de los faldeos cordilleranos, le pregunté si venía del fundo del señor Farewell. De allí no vengo, dijo el campesino. ¿No viene de Là-Bas?, dije mientras me casta­ñeteaban los dientes. De allí sí vengo, pero a ese señor no lo conozco, respondió esa alma de Dios. Comprendí entonces lo que debía haber sido obvio. Farewell era el seudónimo de nuestro crítico. Intenté recordar su nombre. Sabía que su primer apellido era González pero no me acordaba del segundo y durante unos instantes me debatí entre decir que yo era un invitado del señor González, así sin mayores explicaciones, o callar. Opté por callar. Me apoyé en el pescante y cerré los ojos. El campesino me preguntó si me sentía mal. Oí su voz, no más alta que un susurro que el viento se llevó enseguida, y justo entonces pude recordar el segundo apellido de Farewell: Lamarca. Soy un invitado del señor González Lamarca, exhalé en un suspiro de alivio. El señor lo está esperando, dijo el campesino. Cuando dejamos atrás Querquén y sus pájaros lo sentí como un triunfo. En Là-Bas me esperaba Farewell junto a un joven poeta cuyo nombre me era desconocido. Ambos estaban en el living, aunque llamar living a aquella sala era un pecado, más bien se asemejaba a una biblioteca y a un pabellón de caza, con muchas estanterías llenas de enciclopedias y diccionarios y souvenirs que Farewell había comprado en sus viajes por Europa y el norte de África, amén de por lo menos una docena de cabezas disecadas, entre ellas la de una pareja de pumas que el padre de Farewell había cazado personalmente. Hablaban, como era de suponer, de poesía, y aunque cuando yo llegué suspendieron el diálogo, no tardaron, tras mi acomodo en una habitación del segundo piso, en retomarlo. Recuerdo que aunque tuve ganas de participar, tal como amablemente se me invitó a hacer, opté por el silencio. Además de interesarme por la crítica yo también escribía poemas e intuí que enfrascarme en la alegre y bulliciosa discusión de Farewell y el joven poeta sería como navegar en aguas procelosas. Recuerdo que bebimos coñac y recuerdo que en algún momento, mientras revisaba los mamotretos de la biblioteca de Farewell, me sentí profundamente desdichado. Cada cierto tiempo Farewell se reía con sonoridad excesiva. Cada vez que prorrumpía en una de esas risotadas yo lo miraba de reojo. Parecía el dios Pan, o Baco en su madriguera, o algún demente conquistador español enquistado en su fortín del sur. El joven bardo, por el contrario, tenía una risa delgada como el alambre y como el alambre nerviosa, y su risa siempre iba detrás de la gran risa de Farewell, como una libélula detrás de una culebra. En algún momento Farewell anunció que esperábamos invitados para la comida de esa noche. Yo incliné la cerviz y agucé el oído, pero nuestro anfitrión quiso reservarse la sorpresa. Más tarde salí a dar un paseo por los jardines del fundo. Creo que me perdí. Tenía frío…

Roberto Bolaño, Nocturno de Chile, México, Alfaguara, 2017 [2000].

El anterior es un fragmento de Nocturno de Chile, novela del escritor Roberto Bolaño recién publicada en México por Alfaguara. Nocturno de Chile relata una noche de agonía en la vida de Sebastián Urrutia, excusa para recorrer la historia de un país infernal «que no sabe muy bien si es un país o un paisaje».

Roberto Bolaño (1953-2003), narrador y poeta chileno, es autor de libros de cuentos (Llamadas telefónicas, Putas asesinas, El gaucho insufrible, Diario de bar y El secreto del mal), novelas (Consejos de un discípulo de Morrison a un fanático de Joyce, Monsieur Pain, La pista de hielo, La literatura nazi en América, Estrella distante, Los detectives salvajes, Amuleto, Nocturno de Chile, Amberes, Una novelita lumpen, 2666, El Tercer Reich, Los sinsabores del verdadero policía y El espíritu de la ciencia-ficción), poesía (Reinventar el amor, La universidad desconocida, Los perros románticos, El último salvaje Tres) y libros de no ficción (Entre paréntesis). Está considerado una de las figuras más importantes de la literatura contemporánea en español.

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