Por José Ignacio Lanzagorta García

Sabemos, por su propia boca, que lo que el Presidente busca son aplausos. Y nunca le ha importado si éstos no son sinceros. Por ejemplo, desde que llegó a la Presidencia, la noche del 15 de septiembre en el Zócalo se convirtió en la fiesta del acarreo mexiquense. O hay periódicos enteros cuya existencia depende de la lisonja cotidiana. La política es, para él, un ejercicio constante de producir eventos aplaudibles… pero incluyendo el aplauso en el presupuesto, por si acaso: desde su “boda real” hasta un “encuentro con los chavos” a manera de Informe de Gobierno. Y pues pasa lo que todos sabemos, de tanto esforzarse en la forma, acaba preocupando la ausencia de fondo. El mejor aplauso pagado es, como el maquillaje, al que no se le nota el dispendio. Y, en su caso, no ha habido vez que no parezca un payaso.  “Ya sé que no aplauden”, se convirtió en la más lastimera de su amplia colección de penosas expresiones presidenciales. La dijo justo cuando comenzó a ser evidente la brecha tan amplia entre el aplauso comprometido y sus niveles reales de aprobación.

“Lo bueno casi no se cuenta, pero cuenta mucho”, se convirtió en un mantra autorreflexivo, una resistencia del super-yo que, por qué no, también podía funcionar como el más pegajoso eslogan de gobierno. Del gobierno de los aplausos. “Los que no me aplauden son porque no se han enterado de lo mucho que han de aplaudir”. ¿Es eso lo que nos dicen? Disminuido, cabizbajo, resentido, incrédulo de haber alcanzado los niveles de aprobación más bajos registrados, el gobierno lleva meses buscando resaltarnos nuestra ingratitud ante victorias que, parece, no nos importan. El payaso abucheado en su número se voltea furibundo contra la audiencia para denostarla por su incapacidad de comprender las sutilezas de su arte. Así se siente. Los tontos somos nosotros.

Y, sin embargo, parece que existe cierta resignación. Tras tanta corrupción, tras tanta impunidad, tras tanta violencia, tras tanta ineficacia, está claro que la opinión pública “no está en condiciones” de aplaudir que se entregaron tales apoyos en tal estado o que se llevaron a cabo mejoras en tal infraestructura. Pero entonces se saca de onda cuando ocurre algo por lo que hasta él aplaudiría sin necesidad de bonos, inserciones pagadas, acarreos o circulación de favores y complicidades. ¡Atraparon a Yarrington! ¡Atraparon a Duarte! El ser más odiado del gigantesco panteón político mexicano parece -subráyese con esperanza el “parece”- que enfrentará la justicia. ¡Bravo! Pero hay escepticismos. Oh, qué caray.

“No hay chile que les embone”, dice Francisco Garfias que dijo Enrique Peña en un evento con el remanente corporativo priísta. Total que no aplaudimos ni cuando de veras hay que aplaudir. Que si hay tintes electorales, que si está pactado, que por qué no agarraron también a Karime Macías, que si AMLO ya dijo que es un chivo expiatorio, que ya todos sacaron el álbum de fotos de Duarte posando con todo el resto de la clase política. Parece que el Presidente se rinde: ¿para qué esforzarse en complacernos si ya nomás le guardamos rencor y no le queremos aplaudir nada? El aplauso debería ser, cree, más fácil, más agradecido, menos caprichoso. Sobre todo eso: para él lo más importante siguen siendo… los efímeros aplausos.

La tragedia del Presidente que invitó a Trump a Los Pinos a hacerlo lucir presidencial cuando apenas era un candidato; del Presidente que nombró a un amigo a que investigara sus propios conflictos de interés; del Presidente que hasta la fecha no ha podido dar una explicación satisfactoria sobre la desaparición de 43 estudiantes; del Presidente que es incapaz de responder preguntas en una conferencia de prensa libre; del Presidente de los aplausos, es que su audiencia ya no se conforma ni con lo que, a su juicio, le parece mucho. Peor: lo poco bueno que sí se cuenta y cuenta mucho, la hace desconfiar.

Nuestra tragedia es otra. Y es que al payaso indignado con el abucheo no se le ha ocurrido reformular su acto por completo. En la improvisación, nos da los mínimos de rutinas esperadas y pretende encontrar carcajadas histéricas. No parece estar dispuesto a reconstruir la confianza con paciencia, con consistencia, con eficacia… con estrategia y liderazgo. No parece pretender gobernar con un proyecto de fondo. Sigue instalado en un gobierno de inconexos y acartonados eventos aplaudibles… para los que incluye un aplauso pagado en el presupuesto, por si acaso. Para colmo, ha concentrado todas sus fuerzas en culpar de todo mal a otros presentadores.

Qué largo e infantil ha sido este número.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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