Por José Ignacio Lanzagorta García
Eran las tres de la tarde. El sol estaba en su punto. El termómetro estaría arriba de los 30ºC. Mis primos y yo jugábamos en la alberca de una casa de descanso donde toda la familia tomaba vacaciones. Y entonces llegó mi abuelo, un hombre profundamente católico, con una gran expresión de gravedad e interrumpió la fiesta. Era la hora nona del Viernes Santo, es decir, el momento preciso en el que se conmemora la expiración de Jesús en la cruz. En ese minuto, 2000 años atrás, los evangelios dicen que el cielo se cubrió de tinieblas, que la tierra tembló y el velo de algún templo se rasgó. Yo miraba el cielo buscando nubes. Debíamos interrumpir la versión acuática de “las trais” para rezarle un Credo. Y era difícil seguirle el paso, pues en la grave solemnidad del momento su tradición marcaba enunciar una versión más antigua del Credo, una que no nos sabíamos bien los demás. Terminada la oración, mi abuelo se retiró de vuelta a la cocina, donde terminaba de preparar pescado y otra comida ceremonial del Viernes Santo. Él, mi abuela y algunos tíos habían ayunado. Seguir jugando se sentía inapropiado.
Muchos años después, tomaba unos días de descanso en la ciudad de Tlaxcala –que bien pudo haber sido cualquier otra ciudad-. Todavía no era la hora nona, pero era Viernes Santo. Desayunaba con mi pareja en las mesas de calle de un café del centro histórico. De pronto, se escuchaban gritos, latigazos y plegarias en canción. Una representación de la Pasión avanzaba por la misma calle del café, seguida de una muy nutrida procesión: pasaron alrededor nuestro, rodeándonos, como si no existiéramos. Se sentía inapropiado estar ahí. Se sentía inapropiado no estar ayunando, no asistir a los latigazos que le propinaban unos hombres disfrazados de romanos a otro semidesnudo que cargaba una cruz. Levantarnos de la mesa e ingresar al interior del café parecía más aparatoso que simplemente permanecer y esperar a que terminaran su paso.
Supongo que cada vez menos familias viven la Semana Santa con esta extraña y neurótica mezcla de la alegría vacacional con el ethos depresivo y culpígeno de la conmemoración cristiana. La vacación que celebra el calor primaveral y la gran extensión y belleza de las costas mexicanas, se entremezcla con procesiones, ayunos, misas maratónicas y esta antigua consigna de que alguien murió por nuestros pecados. Los más crueles dicen que “lo matamos”. Para mí siempre ha existido una cierta belleza en esa psicótica combinación. Durante años asistí y participé de la forma más entusiasta en los rituales católicos de la Semana Santa. Incluso confieso no sin alguna incomodidad que de adolescente fui “misionero”. Hoy me encuentro lejos de eso, pero no puedo evitar asistir al centro histórico más cercano un Jueves Santo por la tarde, o bien el Viernes y ver esa extraña mezcla de sociedad de consumo y sociedad religiosa que aún somos.
En Semana Santa, la ciudad de México cambia sus reglas. El metro se satura en diferentes horas y direcciones a las habituales. El tráfico de algunos núcleos laborales desaparece. Pero todos sabemos que la ciudad no está “vacía”, sino todo lo contrario, especialmente en la última década. Recibimos a miles de otros países, de otras partes de este país, más los que decimos “nos quedamos a disfrutar la ciudad”. Poco a poco se ha ido abandonando Acapulco como la peregrinación obligada del chilango en Semana Santa. En Coyoacán, en el centro histórico, en Xochimilco, en Chapultepec: ahí están, ahí estamos. Caminar por Madero la tarde del Viernes Santo no es muy distinto que transbordar en Pantitlán a las 8:00 am luego de que una inusual lluvia matinal, para colmo, afectó el servicio. Los bares se atascan, en los museos hay filas. Pagamos el precio de estar de vacaciones todos al mismo tiempo.
Pero incluso entre las masas, la Semana Santa se hace presente. Especialmente en los centros históricos, donde prevalece una gran concentración de templos católicos con viejas y nuevas devociones. Desafiando el paganismo, del templo de San Francisco sale un contingente a realizar alguna de las procesiones rituales. A diferencia de mi experiencia en Tlaxcala donde un par de turistas se vieron rodeados de devotos, en Madero son los feligreses los que se codean con un mar de turistas atónitos que les abren paso y los miran con respeto, con sorna, con indiferencia, con culpa o con lástima.
A los (muy) devotos de la fe cristiana les toca sortear la frivolidad vacacional. Siento que la batalla de infundir culpa en el disfrute del vacacionista la perdieron, para bien, hace ya mucho tiempo. No faltará donde aún tengan éxito en ello, tal vez empezando por sí mismos. Sin embargo, al vacacionista le sugiero no ignorar la Semana Santa. Por alguna no muy juarista razón, seguimos acomodando nuestro calendario civil a una fiesta religiosa. No hacemos como en otros países que la vacación primaveral la escalonan o la determinan de otras formas. La idea de darle tiempo a los fieles de asistir a sus liturgias sigue siendo el criterio para asignar el descanso.
A los no-creyentes, a los creyentes de otros cultos, a los indiferentes yo siempre sugeriré incorporar a su programa de museos y paseos, la visita a alguno de los templos, ceremonias, procesiones de penitentes o representaciones de la Pasión. No con el ánimo del consumo del espectáculo, sino con el de tratar de comprendernos un poco más. Las pistas de religiosidad popular, llena de idiosincrasias locales y ritos del catolicismo global que muchos quieren encontrar en una vieja retórica nacionalista de Estado y ahora mercantilista del Día de Muertos, sospecho, se revelan de una forma mucho más transparente en la Semana Mayor. Yo por mi parte, haré mañana la visita de las siete casas.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito