Por José Ignacio Lanzagorta García

Al menos una vez al año en alguna sobremesa o reunión en este país saldrá el tema de los Niños Héroes. Se retarán entre los presentes a ver si pueden recordar los nombres de todos sin guglear. Esto, claro, tras primero ponerse de acuerdo sobre cuántos niños héroes eran. ¿6? ¿7? Los entendidos en la colonia Condesa de la Ciudad de México comenzarán a nombrar sus calles: Juan Escutia, Juan de la Barrera, Vicente Suárez… ¿Alfonso Reyes y Benjamín Hill también? Si alguien tiene muy ejercitado su santoral civil, el reto siguiente será nombrar correctamente al que se habría despeñado de Chapultepec envuelto en la bandera.

Y aquí, ante la discusión, lo mejor será ponerse rigurosos y cuestionarse “la verdad” entre hechos y mitología. Alguno se sabrá la historia “real”. Otro tendrá por real la fantástica narración que recuerda de la monografía de papelería (¡hola, mayores de 30!). Alguien ninguneará el relato: que ni eran niños, que ni eran héroes, que seguro el suicidado en realidad se tropezó con la bandera, que héroes para qué si la batalla la “perdimos”. Con suerte otro buscará un término medio y concluirá que al margen de lo verdadero y lo falso, la construcción del mito sirvió para impulsar una nación que venía de un siglo de… bueno, de no ser una nación. Y privará, muy probablemente, la ambivalencia típica de nuestro discurso nacionalista que navega siempre entre el orgullo y el desdén; un cinismo sobre nuestros mitos hasta el punto en el que, por alguna razón, a más de uno empieza a herirle desmontarlos.

Foto: Shutterstock

Para algo todavía nos sirve. La semana pasada muchos sacaron a orear las ya conocidas, trilladas –y no por eso menos justificadas y necesarias– críticas al nacionalismo. Y en particular al nuestro, con dogmas tan –digámosle– problemáticos como el de los Niños Héroes que hoy celebramos. Pero, como tuiteaba @refresco_ “a falta de otros relatos, [el nacionalismo] es lo que moviliza aún afectos y solidaridad”. Hoy, los centros de acopio del país funcionan para llevar alimentos, medicinas y productos higiénicos a los casi dos millones de personas que sufrieron con mayor severidad la destrucción que dejó el terremoto de la semana pasada. Una bandera de México izada sobre los escombros del palacio municipal de Juchitán fue la arenga. Pero todos sabemos que, sin ella, también nos hubiera movilizado la desgracia.

Nunca faltan los reproches a quien se conmueve por las tragedias que ocurren lejos, en particular cuando éstas son en Europa o Estados Unidos. Que nos preocupamos por lo que ocurre ahí, cuando no prestamos atención a nuestras desgracias o que si nos preocupamos por aquellas, debemos llevarlas a todos los confines de la experiencia humana en el planeta. Sin embargo, aunque allá fueron muchos nacidos en México a ayudar y a salvar vidas, no hicimos centros de acopio -o al menos no a esta escala- para los tejanos afectados hace un par de semanas. Habría que ver cuál sería nuestra movilización si los damnificados de este terremoto se concentraran más no “acá”, sino sólo un par de centenas de kilómetros más al sur, del otro lado del Suchiate.

Sin saber aún la magnitud de la destrucción y como parte del rescate de una persona, Ángel Sánchez Santiago, sabía que izar la bandera sobre los escombros enviaría un mensaje potente y claro. En entrevistas señala que la bandera no podía estar tirada, que sus hermanos debían ver que no podíamos estar de rodillas, sino con la frente en alto. Y ahí va el apoyo a nuestros hermanos. En redes sociales se desató la discusión sobre cómo garantizar el envío de dinero y bienes considerando la profunda desconfianza en nuestras instituciones. Después de ver al gobierno de Duarte dando agua destilada en vez de quimioterapias, podemos creerlo todo. En todo caso, vemos que el nacionalismo, como ideología de estado, trasciende a los gobiernos actuales o, incluso, a pesar de ellos. Se nos acerca otra noche del 15 de septiembre donde la celebración en la plaza mayor de la capital ya sólo está reservada para los acarread… invitados presidenciales. Si los gobiernos posrevolucionarios nos tutelaron una idea de nación, tal vez ahora nos hermana la orfandad en ese mismo proyecto.

Los senadores donarán dos días de su salario. Esto es, del salario a secas: sin el bono mensual y anual, sin las prestaciones cotidianas, sin los reembolsos semanales, sin las compensaciones, sin los vales, estímulos y las otras ordeñas. Al final quedan algo así como casi 8 mil pesos por senador. Es poco o es mucho, según se mire, son nomás dos días de dieta de un senador, o casi cuatro veces el salario mínimo mensual. En tanto, algunos en el gobierno federal esperan la llamada solidaria (sí, “solidaria”) de Trump (sí, de “Trump”). Por él –un absurdo, caprichoso y ensoberbecido bravucón que sistemáticamente los (¿nos?) desprecia–, nuestra cancillería decidió hostilizar a otro absurdo, caprichoso y ensoberbecido bravucón al que sistemáticamente le dábamos lo mismo… Sólo que el segundo, además, amenaza con usar su arsenal nuclear. Pero bueno, ojalá reciban esa llamadita. Es extraordinario que, con todo, el nacionalismo aún nos dé para algo más que cotorrear con los Niños Héroes devenidos en taqueros. Ojalá su última contribución a la Patria sea articularnos contra el mal gobierno.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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