Ayer murió Alexander “Sasha” Shulgin (1925-2014) a los 88 años. Quizá el nombre no te diga mucho, pero hay una palabra que seguro sí reconocerás: éxtasis. Así es, Sasha fue el dude que perfeccionó esta droga a finales de los 70, y el mundo (o mejor, la percepción del mundo), no ha sido la misma desde entonces.
El éxtasis, conocido científicamente bajo el nombre de la tacha MDMA, fue desarrollada por Shulgin a finales de los 70 y perfeccionada a principios de los 80, esos años oscuros y malditos en los que la revolución de las drogas de los 60 se transformó en el sinsentido y el descontrol, reflejado en un escenario musical que sacó lo más extraño de nuestra miserable alma [fin de drama]. Sin embargo, el éxtasis tiene un pasado escrito en las venas y neuronas de este hombre, mitad Frankenstein, mitad escritor beat (con unas buenas pizcas de jedi).
Para empezar, Sasha cumple el requisito de todo genio trascendente: haber servido a su país. A los 19 años, un poco harto de una carrera en química orgánica en Harvard que no parecía prometer mucho, el tipo se enlistó en la marina aunque la marina no es el ejército, está lleno de locos tipo Full Metal Jacket, ¿no?). Y fue justamente en la marina donde se interesó por la farmacología, un campo de investigación siempre importante dentro de una institución en la que la banda se la pasa con la piel abierta en los rincones más contaminados del planeta.
Tal vez Sasha nunca anduvo por ahí con pintura negra bajo los ojos y una AK-47 en los brazos. Era más bien de la clase de nerd que te gusta tener un laboratorio. Después de un tiempo de servicio, volvió a Berkeley, esta vez con un objetivo claro en mente: poner la bioquímica al servicio de la investigación de la mente. No tenía idea de lo que lograría…
En 1954 se doctoró y a finales de la década comenzó una dura investigación en el escabroso terreno de las relaciones entre farmacología y psiquiatría en la Universidad de San Francisco (en California siempre han sabido cómo divertirse). Después firmó con la Dow Chemical Company. Para entonces, Sasha ya exhibía una locura medio casual, pero locura al fin, que le llevó, de manera igualmente casual, a darse sus primeros pasones con distintos cócteles.
“Primero exploré la mescalina, a finales de los años 1950, 350-400 miligramos. Aprendí que había un gran potencial dentro de mí“.
Oh sí: el inicio de la más extraña fiesta del siglo XX, la de las drogas sintéticas, estaba por comenzar. Sasha experimentaba con sustancias de toda clase mientras tus abuelos experimentaban con rock’n roll. Aquella afirmación era el principio de un sin fin de anotaciones dignas de la envidia de cualquier metafísico loco. Más adelante escribiría que otra de sus experiencias:
“había sido provocada por una fracción de gramo de un sólido de color blanco, pero de ninguna manera podría argumentarse que estos recuerdos se habían contenido en aquel sólido blanco […] entendí que todo nuestro universo está contenido en la mente y el espíritu. Podemos optar por no acceder a él, incluso podemos negar su existencia, pero de hecho está ahí, dentro de nosotros, y hay sustancias químicas que pueden catalizar su disponibilidad“.
Aunque los intereses de Sasha eran de un carácter metafísico y profundo, los chicos de Dow Chemical Company se sentían incómodos teniendo en sus instalaciones al que debieron considerar el primer junkie de la historia. Consciente de que la libertad de meterse madre y media tiene un precio, desarrolló el Zectran, primer pesticida biodegradable del mercado, lo que hizo aun más ricos a todos en la compañía.
Aunque la libertad fue casi absoluta, no duró mucho. En 1965, Schulgin dejó Dow. Si entre los químicos no lo querían, la DEA lo recibió como a un profeta. El tipo daba más cursos a polis que a universitarios. Les presentaba sustancias, les explicaba los efectos, cómo desmantelar laboratorios y servía de testigo en juicios sobre drogas… y sí: le dieron un laboratorio para continuar con su cruzada filosófica.
El templo de Sasha se encontraba detrás de su casa. Ahí pasaba días y noches enteras trabajando de forma disciplinada entre sus químicos, polvos y todo eso. A principios de los años 60, experimentó con toda clase de cocteles psicotrópicos, pero no fue sino hasta 1967 que fue introducido a un versión primitiva del MDMA por Merrie Kleinman. La sustancia había sido patentada en 1912 por la compañía Merk, pero fue desechada por no encontrarle utilidad alguna.
Pronto Sasha se concentró en el MDMA, experimentando con mil nuevas formas de sintetizarlo, agudizando los efectos y simplificando el método. Tras casi 10 años de investigación (y de increíbles viajes), presentó la droga a Leo Zeff, un psicólogo de Okland. Zeff recetó tachas a sus pacientes, en pequeñas dosis, y todo pareció funcionar muy bien. Pronto, cientos de psicólogos y psiquiatras de todo el país entachaban a sus pacientes de lo lindo. Entre estos médicos figuraba Ann Shulg, quien sería luego su esposa.
Consolidado como científico, Sasha reclutó a un montón de psicólogos, amigos que sacrificadamente probaban todos los cocteles que él preparaba, en su mayoría mezclas de tacha, mescalina, DMT y psilocibina. Aunque estos tipos eran junkies, eran, con todo, junkies profesionales. Juntos desarrollaron un sistema de clasificación para los efectos de las drogas, llamado Escala Shulgin, hoy en desuso y que se vale de un extraordinario vocabulario para distinguir efectos sutiles a nivel sensorial. El resultado de estas científicas aunque bohemias tertulias fue un libro monumental llamado PiHKAL: A Chemical Love Story, la más extensa investigación sobre psicotrópicos que se haya publicado. El título es un acrónimo de la frase “Phenethylamines I Have Known and Loved”.
Como siempre, las publicaciones de Sasha fueron la causa de un nuevo problema. La DEA se sintió bastante incómoda con un libro como PiHKAL rolando por ahí. Lo consideraban un manual para hacer mil y una drogas ilegales en casa. En efecto, en el inventario de casi todos los laboratorios clandestinos desmantelados tras la publicación del libro, se reportaban siempre una o más copias.
En 1994, los de la DEA fueron a su casa, revisaron su laboratorio y lo acusaron de usar sustancias ilegales, lo que él hacía con su permiso, pero nunca con abierto reconocimiento por parte del gobierno. Fue condenado a pagar una multa de 25 mil dólares.
Durante los últimos 20 años de su vida, Sasha se retiró de la cocinada, al menos frente a la comunidad científica y frente a las autoridades. Sus intereses en la mística y la introyección nunca murieron. Al final de sus días, estuvo interesado en el budismo.
El día de ayer, en un estado de Facebook, su esposa comunicó la noticia de su muerte de la siguiente manera:
Queridos amigos:
Sasha murió hoy, exactamente a las 5 de la tarde. Estaba rodeado de familia, personajes y música para meditaciones budistas. Su partida fue agraciada, casi sin sufrimiento.
Gracias a todos por sus bendiciones
Ann Shulgin
Así termina la historia de uno de los genios más grandes del mundo de las drogas, aunque su legado, para bien o para mal, vivirá unos siglos más…
Por cierto, Sasha murió de cáncer de hígado.
Vía: BBC