En la mañana de un martes, en la oficina, resbala una manga de seda o de algodón por el hombro de una trabajadora. El café en las manos de un supervisor, que la ve a la distancia, humea. Y el día continúa. Por la noche, una mujer va a su casa cargando sus compras del supermercado: resbala una manga de seda o de algodón por su hombro. La parrilla de un trabajador, que la ve a la distancia, humea. Y el día continúa. Qué fácil y hermoso sería pensar en que los días continúan, llenos de belleza, vapor y mangas que resbalan, pero en nuestra realidad, las manos del supervisor no suelen quedarse en su taza, la mirada del trabajador no suele ser desde la distancia y el humo para lo único que sirve es para cubrir las ofensas, amenazas y violencia perpetradas por personas (y no nos engañemos, casi siempre hombres) en nombre del placer. Ah, pero… ¿el placer de quién?
¿Por qué cuando las feministas hablamos de mujeres* y erotismo en los espacios públicos, domésticos, románticos y laborales, no podemos deshacernos de ese endemoniado impulso de volver lo bello de la seducción y el placer en algo tan feo; de hablar de poder y justicia cuando podríamos enfocarnos simplemente en lo efímero del erotismo que supuestamente escapa al horror? Después de décadas, si no siglos, de protestas, conversaciones, juicios, manifiestos, silencios expuestos, creeríamos que la pregunta es obsoleta. Desgraciadamente, aún no lo es.
Las discusiones y disensos causados por campañas como #MiPrimerAcoso, #MeToo y #BalanceTonPorc nos regresan a una de las muchas preguntas que las feministas jamás han dejado de hacerse: ¿cómo están relacionados el placer y la estructura de dominación patriarcal? Podemos hablar de acoso en términos de crimen y de castigo, de sus implicaciones económicas y sociales para quienes lo sufren así como de aquellos a los que beneficia. Podemos discutir sobre miedo, incomodidad e incluso sobre aburrimiento, pero aun así la cuestión del placer y su relación con el poder flota y regresa. “¡Esto no es placer!”, dicen las mujeres*. Algunos responden con preocupación: no se atrevan a vivir y compartir sus experiencias, a probar, pensar, a cuestionar y ante todo a denunciar y demandar. ¿Cómo se atreven, mujeres ingratas (o quizá insensatas), a exigir un entendimiento distinto del placer, uno que las favorezca más? No es lo mismo una mala cita, dirán, que ser sexualmente mutiladas entre campos de batalla en Iraq: no exageren. Se aterran con la idea de que las sutilezas entre el abuso horrífico y la explotación cotidiana se borren. Y ¿no es curioso este salto lógico, que exige con ahínco más matices en las experiencias de violencia, pero no los considera en las posibles respuestas y alternativas que ya entre mujeres* se discuten? Ante ellos, tanto los diagnósticos y denuncias como las ideas y soluciones que salen de bocas de las mujeres* son ilegibles—llanto y ruido.
Dicen que en México no hemos tenido un momento #metoo en el cual mujeres* se organizan y denuncian como fuerza colectiva a sus acosadores y violadores. ¿Qué lo impide? Pensamos en el Estado, en el juicio por el caso Atenco, y las valientes mujeres que denunciaron a sus atacantes con la mirada sostenida todo este tiempo. Pensamos en las 76 comediantes que se organizaron para firmar un #YaEstuvo en contra de los abusos de sus colegas hombres. Pensamos en las trabajadoras agrícolas, en gran medida migrantes latinoamericanas, que se organizaron en Florida para la cero tolerancia al acoso sexual en su trabajo. Pensamos en Andrea Noel y su perseverancia para hacer visible la agresión en el acoso callejero y no aceptarla como algo normal. Pensamos en campañas como #miprimeracoso y las protestas del #24A. Pero a diferencia del tan criticado y tan cotizado momento #metoo, en el caso de México, parecen todos incidentes aislados que no se ajustan a lo que Hollywood sufre. Tal vez una de las grandes diferencias es el entendimiento de la colectividad que estas acciones suponen. Aunque ha habido intentos, en México no tenemos, y hemos sido críticas de, la adjudicación personal de acciones masivas. La horizontalidad y democratización ha prevenido que haya “creadoras” o “lideres” que coopten nuestros testimonios, experiencias y emociones, a diferencia de Estados Unidos.
Algo estamos haciendo mal cuando la conversación e indignaciones que tenemos en México respecto del abuso y el acoso sexual requieren que hablemos sobre los casos que ocurren más lejos, entre personas con problemas similares, pero no exactamente iguales, que ciertamente no se ven como nosotras. Un primer paso sería empezar a tejer nuestras propias narrativas, a demandar periodismo de investigación de extraordinario nivel; autoeducarnos en lo que sucede en México y cómo se asimila y difiere de lo que pasa en Ecuador, en Ghana o en Francia.
Y si los independentistas, en una ola hemisférica, gritaron que muera el mal gobierno, y si los revolucionarios, en eco con otras revoluciones del siglo XX, aunaron a esa causa las demandas de tierra y libertad, las feministas, en todos sus desacuerdos, pueden formar parte de esta fuerza que se repite en distintos países. Las feministas hoy , como en todo momento, llamamos a pensar los cuerpos y las psiques, especial aunque no exclusivamente, de las mujeres*. Cuerpos que están a su vez atravesados por ese mal gobierno, por la clase, por la etnicidad, la lengua y múltiples otras transformaciones. Y si lo que tiene que morir es el placer, ese placer hegemónico, patriarcal, violento, objetificante, absolutamente individual que no da cuenta de los movimientos, gustos, miedos y peticiones de la otra parte, que muera. El placer que para satisfacer a unos cuantos no tiene problema sacrificando a las mujeres* no es un placer que queremos proteger. Si con las demandas de respeto muere el placer patriarcal, que muera: las feministas lo reinventamos.
***
Colectiva Justicia Sexual se dedica a fomentar la educación sexual con base en la justicia social. Colaboramos por una sociedad en la que se celebren los distintos tipos de cuerpo; en la que todas las mujeres* tengan control absoluto sobre sus decisiones reproductivas; y en donde se valore el sexo consensuado, la seguridad, y el placer mutuo.