Un hombre murió en un vagón del metro en pleno funcionamiento y nadie se dio cuenta. Un titular dice “Muere en el Metro… y sigue viajando”, como si esos tres puntos suspensivos guardaran el secreto de la vida después de la muerte. Es difícil precisar la hora del deceso pero se sospecha que su cuerpo permaneció en el vagón durante varios recorridos de la línea en la que viajaba. No fue hasta que, cerca de la media noche, cuando el transporte llegó a su destino final del día, los policías apostados en la estación Pantitlán se dieron cuenta de que alguien permanecía obstinadamente en su asiento del vagón.
La noticia causó cierto revuelo. La nota fue publicada por medios nacionales y hasta algunos extranjeros. La curiosidad por la muerte no tiene fronteras y hay que reconocer que ésta era una manera peculiar de morir. Por un tiempo breve la noticia apareció repetidamente en redes sociales. Era un suceso, sí, pero de esos pequeñitos, modestos, muy propio de esa suerte de fatalidad cotidiana que nos conmueve pero, al final, nos deja inalterados.
Hubo quienes se declararon entristecidos, otros anhelaban una muerte similar a ésta, que suponían fulminante e indolora. Morir durante el sueño, el deseo que más intensamente nos invade cada vez que algo nos recuerda que somos mortales. No importa lo que pase alrededor, terremoto, accidente o enfermedad, nos queremos morir sin darnos cuenta, sin sufrir, sin sentir el pavor y el coraje que debe dar no quererse morir, precisamente mientras te estás muriendo.
Vivir puede ser sólo eso, un permanente morirse sin querer, algo a lo que nos hemos resignado civilizadamente, siempre y cuando nada nos lo recuerde. Noticias como ésta tienen la dudosa virtud de ponernos al día, de situarnos en nuestra ineludible mortalidad. La muerte de un desconocido tiene la facultad de conmovernos como ninguna otra, precisamente porque ignoramos qué pasó y eso sólo potencia la arbitrariedad de la muerte. Podríamos ser nosotros.
Ese instante de proyección explica, creo, una tercera reacción. Además de la tristeza y el anhelo por una muerte dulce, el evento provocó cierta indignación por lo que algunos llamaron “la deshumanización” de las ciudades. ¿Cómo era posible que nadie se diera cuenta de que aquel hombre de un poco más de 70 años ya había hecho el transbordo entre el sueño profundo y la muerte? ¿Por qué nadie detuvo un momento su trajín, por lo menos para dudar si aquel hombre en realidad dormía? ¿Por qué nadie, en las múltiples ocasiones que el cuerpo llegó al final de cada trayecto, se acomidió a avisarle que el viaje había terminado, aunque fuese sólo para darse cuenta de que él ya lo sabía?
Pero, en un lugar como éste, ¿era posible darse cuenta fácilmente? La ciudad, este portento asombroso y complejo de ciudad, está hecha precisamente para desaparecer, para el anonimato más rotundo, para diluir la distinción entre ser persona y masa, individuo o colectivo. Por eso es tan difícil –y necesario- defender cuotas mínimas de privacidad y soberanía en sus espacios públicos, porque están hechos, voluntaria o involuntariamente, para despojar nuestra presencia de su singularidad y someterla a la uniformidad de un colectivo con cuerpo pero sin sustancia. Somos fantasmas que no necesitaron morir.
Los flujos extenuantes de esta megalópolis, además, nos tienen habituados a pensar en los medios de transporte como “espacios totales”, cápsulas donde no sólo nos transportamos sino donde hacemos vida cotidiana. La cantidad de tiempo que podemos pasar en el traslado de un lugar a otro nos ha obligado a desplazar algunas de las funciones propias del espacio íntimo o doméstico al público. Mientras nos desplazamos comemos, nos acicalamos y, sin duda, dormimos. Y esto no ocurre sólo en el transporte público. Los automovilistas también han encontrado la manera de hacer del auto una extensión de la vivienda y de sus cuerpos, y diseñan estrategias para hacer del carro un comedor, un tendedero, un baño, una alcoba, una sala de espera, un bar, un templo.
La correspondencia entre el espacio y ciertas funciones se ha trastocado. Ya no es tan fácil argumentar que hay cosas que sólo pueden hacerse afuera o adentro. Dormimos en el metro, sí, pero también llevamos trabajo a casa. Comemos en el carro y hacemos transacciones bancarias desde la cama, a través del celular.
Hemos cruzado los límites, alcanzamos el punto sin regreso. Las fronteras entre el cuerpo público y el cuerpo privado se han hecho porosas. Nuestras funciones vitales han transgredido el espacio público y no hay forma de sobrevivir en el mundo exterior si no es metiendo el cuerpo. Algo de él, de nuestra materia física y sensible, dejamos en nuestro constante fluir entre el interior y el exterior. No salimos completos de casa y tampoco volvemos enteros a ella. Siempre nos dejamos algo en otro lado.
La intención no es explicar que sea posible morir en un espacio público. Eso es obvio; la muerte no entiende de definiciones prosaicas de lo público y lo privado. Trato de pensar por qué es posible no notarlo, por qué la realización de un acto tan íntimo como morir al amparo del sueño pueda pasar desapercibido en un escenario como la ciudad, que se ha convertido en una sucesión de actos íntimos públicamente normales.
Pero hay algo más. La posibilidad de la muerte pública puede que nos entristezca pero no es lo que perturba. El desdibujamiento del propio cuerpo en la masa provoca vértigo, pero estamos habituados a esa negociación cotidiana. No es eso lo que nos preocupa. Lo que desconcierta más hondamente es nuestra propia invisibilidad, la soledad en la que esta noticia nos obliga a reconocernos.
El evento nos confronta con la posibilidad de que nadie nos note, de que nadie nos auxilie, de que nadie nos busque. La muerte nos parece una fatalidad soportable sólo porque comporta la promesa de que nuestra ausencia será notada y, aun entonces, alguien nos procurará de ese otro modo en que se cuida a los que ya no están.
No sabemos qué pasó después con aquel hombre, al menos no hasta el momento en que escribo esto. Nos queda esperar que efectivamente no haya sufrido, que tuviera una familia o alguien querido que lo estuviera esperando y que, al notar su prolongada ausencia, hubiese comenzado a buscarlo desesperadamente.
Porque qué miedo que nadie nos busque mientras estamos vivos, pero qué pavor que nadie lo haga cuando ya hemos muerto. Y sabemos que eso, en este país, ocurre más de lo que nos gusta pensar.
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Paloma Villagómez es socióloga y poblacionista. Actualmente estudia el doctorado en Ciencias Sociales de El Colegio de México.
Twitter: @MssFortune