Por José Acévez
María de Jesús Patricio Martínez (mejor conocida como Marichuy) es una de las 45 aspirantes a candidata independiente para la Presidencia que no logró reunir las firmas que pide el Instituto Nacional Electoral. Sólo consiguió el 30% de lo requerido (280 mil firmas), pero su campaña dio una lección invaluable tanto para los tiempos electorales que corren como para la democracia mexicana y el futuro de país que queremos construir.
Su voz, la de una mujer indígena, sonó a estruendo en una sociedad deshecha por sus desigualdades, violencias e injusticias históricas. Y en el tiempo que duró la colecta de firmas, así como en las precampañas partidistas, su postura y declaraciones sirvieron para poner el dedo en la llaga de nuestras heridas estructurales. Pero, ¿por qué si el mensaje de Marichuy era tan claro y contundente, no se logró el objetivo? Vislumbro algunas razones.
La primera, y quizás la más profunda, es la indiferencia de buena parte del electorado hacia los problemas de las comunidades indígenas y al llamado de Marichuy por construir una sociedad que apuesta por la soberanía de los pueblos y de la tierra, así como combatir la explotación de personas y recursos a favor de millonarias ganancias (muchas veces transnacionales). Peor aún, están todos aquellos que consideran que la solución de la problemática de los indígenas es “modernizar” sus condiciones de vida “arcaicas” o “salvajes”.
En otros tenores ideológicos, muchos simpatizantes de izquierda identificaron en la posible candidatura de Marichuy un riesgo que podía restar votos a su candidato en los comicios de 2018. Éste es otro factor a considerar, ya que firmantes potenciales prefirieron no abonar a la posibilidad de un tercer fracaso de López Obrador.
Una segunda razón muchas veces señalada es la forma en la que el INE resolvió el proceso de registro de candidaturas independientes: juntar un número mucho mayor de firmas que las que se necesitan para crear un partido por medio de una aplicación para teléfonos móviles con acceso a internet. Como reflexionó Juan Villoro, esta democracia “celular” que excluyó a los pobres permitió establecer una regla de tres: “1) Marichuy se opone a la discriminación. 2) En respuesta, recibe un recurso discriminatorio. 3) La importancia de su lucha se confirma”.
El mismo árbitro electoral fue el encargado de reforzar la invisibilización y desigualdad que sufren las comunidades indígenas en México. Es como si El Bronco o Margarita hubieran tenido que recolectar firmas con una app programada en náhuatl o zapoteco y sólo pudieran validarlas en oficinas que se encuentran en lo alto de la sierra o en lo profundo de la selva. El proceso mismo era un síntoma de la enfermedad que señalaba la caravana de Marichuy y el Concejo Indígena de Gobierno.
Por otro lado, es una paradoja difícil de resolver que el INE establezca condiciones tan arduas para las candidaturas independientes; esto, por un lado, refuerza la partidocracia, pero también hay que considerar que si los requisitos son más laxos, la posibilidad de aparecer en la boleta puede funcionar para múltiples movimientos sociales y los costos de la elección podrían elevarse (tan simple como imaginar papeletas con miles de candidatos). Sin embargo, para una democracia tan incipiente como la mexicana, los requisitos para los independientes conducen a que la mayoría de éstos aprovechen la figura cuando hay algún conflicto con sus partidos y mantengan las prácticas clientelares que cargan de sus antiguas estructuras: los casos de El Bronco, Ríos Piter y Zavala confirman este punto (los tres que lograron la candidatura, con sospechosas irregularidades).
Así, el panorama para un movimiento político “realmente independiente” se vuelve densamente complicado y para resolver esto el INE tampoco pone mucho de su parte. Juntar firmas es un proceso altamente costoso en múltiples dimensiones. Lo primero, y como ya mencioné, aprender a utilizar una app que registra las rúbricas con infinitos procesos intermedios que complican a quienes tienen intención de firmar: tener un celular, bajar la aplicación, darse de alta ante el INE, recibir un código de confirmación, etcétera. Y una vez solucionado los requisitos de instalación, registrar la firma asumiendo que todos conocen los códigos electorales de la credencial: cuál es la clave de elector, el OCR o el número de emisión.
Y por más que las voluntades y solidaridades con Marichuy se multiplicaron durante el proceso, fue muy difícil conseguir más firmas sin una estructura de auxiliares capacitados que es tremendamente costosa. Y con los 860 pesos al día de gastos que reportaba la campaña, resulta aún más difícil imaginar una amplitud considerable de rúbricas. Los aspirantes que sí lograron recabar las firmas necesarias contaban con cuantiosos recursos humanos y, sobre todo, financieros, que hubieran sido imposibles en un movimiento indígena.
Cuando el 14 de febrero la caravana de Marichuy sufrió un accidente en el desolado desierto del Vizcaíno en Baja California en donde murió Eloísa Vega y la aspirante tuvo que cancelar la gira porque se fracturó un hueso, quedó más que claro que la democracia mexicana es para unos pocos, los de casi siempre, los que pueden pagarse choferes en camionetas blindadas con convoy. Y ésa es la lección que nos dejó Marichuy; aprovechar el proceso electoral, el de las grandes masas y las propuestas grandilocuentes para contrastar mostrándonos las profundas fracturas de desigualdad y exclusión que existen todavía en México. Y mientras unos prometen desarrollo, progreso, trenes balas y aeropuertos de primer mundo, otros, como Marichuy, dejan ver la simulación en la que se ha convertido nuestra política, que desplaza y olvida, que homologa y explota.
Con una caravana que recorrió desiertos alejados y sierras carcomidas por la violencia del narco, Marichuy se encontró con más de 60 comunidades indígenas. Escuchó y amplió redes, reforzó resistencias, señaló despojos, dio su voz a quienes les han robado la voz, reviró ese machismo profundo que relega a mujeres (sobre todo a las más desprotegidas), nos recordó que en este país todavía es fácil clasificar a ciudadanos de segunda, de tercera, de cuarta.
Como la misma aspirante señaló, los días para las firmas finalizaron, pero para seguir luchando por la vida en un país lleno de muerte, aún tenemos, afortunadamente, muchas vidas.
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José Acévez cursa la maestría en Comunicación de la Universidad de Guadalajara. Escribe para el blog del Huffington Post México y colabora con la edición web de la revista Artes de México.
Twitter: @joseantesyois