El pasado domingo 15 de septiembre, día de la Independencia de México, varios estudiantes se solidarizaron con los maestros de la CNTE y realizaron con ellos una marcha de la Estela de Luz al monumento a la Revolución. El espíritu de la marcha era distinto al de otras ocasiones: se trataba de una manifestación de frustración, de enojo y de rencor, sentimientos engendrados por el violento desalojo del Zócalo capitalino que la Policía Federal hiciera tan sólo dos días antes para que Enrique Peña Nieto llevase a cabo el grito conmemorativo.
Algo particularmente llamó la atención: en los momentos en que la marcha pasó cerca de granaderos, fueron las voces de los estudiantes las que más resentimiento mostraron. Expresiones de varios de ellos incluyeron vociferaciones como “granadero, hermano del puerco y del marrano”, “policía consciente se da un tiro en la frente” y muchas otras que cada uno gritó como quiso. Hubo quienes no dudaron al escupir a los escudos. Cuando en algún momento un pequeño grupo expresó consignas como “policía consciente se une al contingente” sus integrantes fueron vistos con ojos que les acusaban de alta traición por parte de los coléricos compañeros. Aquellas consignas más ligeras, acaso tolerantes, parecían percibidas por la mayoría como regalados perdones ante crímenes inhumanos. Todo aquello provocó un severo malestar en un cierto grupo, en el que me encontraba.
Algunos compañeros nos adelantamos para ver si el ambiente era uniforme. Los estudiantes, en empatía con los maestros, se encontraban atrás; los propios profesores, adelante. El evento estaba definitivamente dividido. Por otro lado, los maestros, algunos cargando casas de campaña u otras pertenencias que pudieron apenas rescatar del terrible desalojo, permanecían formados, cansados pero serenos e invitaban, en general, a los granaderos a unirse a la marcha. “Policía, escucha, ésta es tu lucha”, decían algunos.
Todo aquello es digno de una urgente crítica. ¿Cuál es el terrible problema? Me parece más fácil comenzar explicando lo que NO me parece un problema grave, de suerte que pueda evitar importantes confusiones que mi posición podría causar si la expusiera en seco.
En primer lugar, el modo violento en que los maestros fueron expulsados de la Plaza de la Constitución me parece ciertamente injustificable, e incluso imperdonable. La manifestación tenía como motivo ético y estético mostrar abiertamente esta posición y en cierta medida lo logró. En segundo lugar, no me preocupa la conservación de una imagen respetuosa y respetable de la comunidad estudiantil. El respeto sumiso o reservado es en todo caso un valor superficial que tan sólo obstaculiza la aguda expresión de un sentido completo. El respeto debe ser una de las consecuencias de la crítica acertada e inteligente, no una premisa de etiqueta. Por último, en tercer lugar, no es la temeridad de la actitud estudiantil lo alarmante de la situación. Ciertamente, existe un límite entre valentía y temeridad, entre el riesgo con valor y la fetichización del riesgo. Nada de esto fue traspasado: el fuerte insulto es el pan de cada día para el granadero y el escucharlo, en la mayoría de los casos, lo mantiene inmutado si no tiene órdenes de someter a aquél que oponga “resistencia o desobediencia a la autoridad.” Aquellos insultos eran, en verdad, todo lo contrario a arriesgados.
Una vez expuesto lo anterior, quisiera explicar lo que me parece alarmante. En resumidas cuentas, pienso que cualquier protesta que considere a su adversario “inhumano” está destinada al fracaso, y lo que es más grave: pueden degenerar en una manifestación que abiertamente se nutra de su propio fracaso. Explicaré debidamente ambas cosas.
Es común concebir la idea de “humano” equiparándola a la idea de “bien.” A decir verdad, esto no depende de una idea particular de bien. Se trata de un error común en sociedades con muy variados esquemas de valores. Bajo esta identificación, ¿qué es el mal? Resulta claro por analogía: el mal es lo inhumano. De esta manera, aquél que se precie de ser humano excluye de inmediato la posibilidad de cometer actos malos. Por supuesto, puede cometer errores fuertes, pues “errar es de humanos”, según afirma. ¿Pero golpear brutalmente a alguien, seguir órdenes de forma inmediata y disciplinada? Eso jamás. Eso es propio del inhumano. El pensamiento de esta clase definitivamente contrae la siguiente conclusión: el mal es inconcebible, incomprensible y absolutamente impropio de la condición humana. El brutal golpeador no ha de ser humano, sino una degeneración terrible, en la que nunca caeré, mientras me mantenga “consciente”, “despierto”, “crítico” y “tolerante” , esto es: sano, humano.
Quisiera recordar tan sólo que ésta es exactamente la manera de proceder de los sistemas totalitarios e imperialistas. Si algo caracterizaba a la guerra fría era precisamente partir de la negación de la condición humana del adversario. Lo mismo pasa con nuestra noción de nazismo, el arquetipo del mal, asociado a la siempre incomprensible locura, condición irracional e inimaginable, enferma, a la que podemos conocer tan sólo por fuera, en sus terribles efectos en la humanidad, pero nunca por dentro, en su motivación, pues en absolutamente no humana.
En definitiva, esta idea de bien, para la que el mal es incomprensible, puede llevar, ya sea al totalitarismo cuando tiene el favor del poder, ya sea a la frustración y el odio del oprimido cuando no puede hacerse con ese poder. En efecto, no es sino impotencia lo que surge cuando se carece de una forma, cualquiera que sea, de comprender el mal: una ciega y muda impotencia, carente de palabra, carente de razón y de sentido, que a penas alcanza a vociferar, a escupir, a llamar cerdo, inhumano, incomprensible, degenerado: OTRO al otro.
La vía alternativa, la de la asunción del mal no como correlato inconcebible e impropio del bien, sino como posibilidad abierta del espíritu humano, parece conducir a la justificación y a la tolerancia del mal. Después de todo, siendo humano, ¿cómo habría de ser castigado?
Esto, sin embargo, se trata también de un error. El mal es ciertamente intolerable y la brutalidad imperdonable, pero esto NO es causado por su incomprensibilidad y menos aún por su inhumanidad. Lo intolerable DEBE poder ser comprendido: sólo así, sabiendo cuál es su justo lugar, puede ser evitable y denunciable.
¿Podemos los estudiantes caer en totalitarismo? Lo dudo fuertemente. Sin embargo, no dudo que el resentimiento sin concepto, sin poder caer en discurso, lleva tan sólo a expresiones rencorosas, propias del indignado, pero también del soberbio intolerante que se cree más ilustrado, más despierto que el otro. Y no hay nada más peligros que un indignado soberbio, hombre de un solo libro, de un solo dogma, al que ha de temerse más, mucho más, que a al que llama ignorante.
Por todo esto, pienso que es preferible la inclusión. No la inclusión del mal sino de lo humano, y de la posibilidad del mal en esa humanidad. Si a nosotros nos parece que el mal es incomprensible, debemos también tener en cuenta que nuestras formas de operación no le parecen incomprensibles al que, en el peor y más probable de los casos, es un intolerante estado, que tiene bastante bien conceptualizado nuestro actuar y lo caracteriza como “malvado” (o bien, como irracional, inmaduro e ilógico), que lo comprende y neutraliza puntual y científicamente, y al que entregamos en charola de plata nuestro ciego desprecio.
Ensayo por José Manuel de León Lara
Fotos por Óscar Palacios Bustamante