Por Graciela Manjarrez

Diciembre de 2006. En su papel de comandante supremo de las fuerzas armadas, el presidente Felipe Calderón Hinojosa encabezó el combate frontal, basado en una estrategia militar, contra el narcotráfico y la delincuencia organizada. Para respaldar esta resolución, el mandatario señaló tajante que tanto policías municipales como estatales eran incapaces de hacerle frente a esta grave problemática porque estaban coludidos con los “malos”.

Un año antes de su mandato, la tasa de homicidios en México era de 9,5 por cada 100.000 habitantes, sólo un año después de la toma de posesión la cifra se duplicó. En su momento, nueve de cada diez mexicanos celebraron la decisión del presidente de “fajarse los pantalones” y sacar a las fuerzas armadas a las calles para atrapar a los “rufianes”. Sin embargo, el hecho de que el ejército se encargara de las tareas de seguridad pública resultó una tragedia no sólo porque los militares son entrenados para aniquilar a sus enemigos, sino porque éstos ya no eran los sierreños con sombrero, botas y rifle perpetuados en las películas de los hermanos Almada; ahora contaban con un sofisticado armamento y con recursos que excedían al presupuesto anual de la Secretaría de la Defensa Nacional.

La fuerza utilizada por ambos bandos fue excesiva. Unos 90 mil soldados dejaron los cuarteles y se dedicaron a cazar al enemigo. 35 mil adolescentes, enrolados en sólo uno de los cárteles, repelieron la agresión. Los enfrentamientos, con armas de alto poder, se llevaron a cabo en zonas urbanas donde era difícil distinguir entre “buenos” y “malos”. En medio de esta lucha intestina, de este fuego cruzado, la violación o la tortura, la culpabilidad o la inocencia, la desaparición o la muerte de civiles (inocentes que nada tenían que ver con un bando o con el otro) se hicieron una constante.

En un principio, el presidente y su gabinete negaron rotundamente que hubiera bajas civiles; luego aceptaron que los muertos accidentales eran los menos (sólo un 10% de los finados); hacia mitad del sexenio en su jerga política utilizaba el término “bajas colaterales“ para justificar el alto número de víctimas de esta guerra inútil.

Junio de 2017. Diez de cada diez mexicanos somos susceptibles de ser “bajas colaterales”, de sumarnos a los 280.000 desplazados por la violencia, o a los 150.000 muertos enterrados en fosas clandestinas, o a los 50.000 huérfanos, o a los 28.000 desaparecidos de este país.

Pantalla en negros. Se escucha una voz femenina que narra, en momentos tranquila, en momentos desconcertada, la noche del 31 de agosto de 2010, noche en la que recuperó su libertad por falta de pruebas. Su nombre es Miriam Carbajal Yescas y es la guía en este viaje de Matamoros a Cancún, 2000 kilómetros sin límite de horror, en el documental Tempestad de Tatiana Huezo.

La voz de Miriam se superpone a imágenes de la vida cotidiana: el ajetreo en una central de autobuses; el hartazgo y sopor por las varias horas de camino recorrido, la sorpresa y el nerviosismo por retenes militares intimidantes y la numerosa presencia policíaca fuertemente armada. La voz de Miriam se detiene. Escuchamos el duro interrogatorio al que son sometidos los viajantes. Mexicanos, “extranjeros”, “sospechosos”, en su propia patria.

El camión se vuelve a poner en marcha. Las imágenes del barullo de las calles, de la soledad de los hoteles, de puertos pesqueros se mezclan con viñetas plácidas del paisaje mexicano que contrastan fuertemente con el horror de la narración. Llueve. Miriam trabajaba en el área migratoria del aeropuerto de Cancún. Miriam es trasladada a la Ciudad de México por “cuestiones de trabajo”, luego es presentada como miembro de una organización criminal que se dedica al tráfico de personas. Miriam es encarcelada en el penal de Matamoros sin juicio. Sopla el viento. El penal de Matamoros es una cárcel gobernada por los narcos sin presencia de la ley. Los que gobiernan el penal de Matamoros exigen a los reclusos una cuota o derecho de piso o lo que sea para que no los maten a tablazos.

Tatiana Huezo logra, a partir de la superposición de imágenes poderosas y una sutil voz, no sólo contar la atroz historia de Miriam Carbajal Yescas, sino también deja claro al espectador que estas bajas colaterales somos todos. Los que eran “buenos” para el gobierno pasaron a ser “malos”, los que eran “malos” fueron remplazados por otros más desalmados Si tendiéramos puentes, la narración de Miriam Carbajal Yescas en el documental Tempestad funcionaría como banda sonora compuesta expresamente para esta guerra.

Entran créditos. Una imagen de una mañana brumosa aparece en la pantalla. Expectativa. Luego una máscara color piel, de tela delgada, extraña, cubre el rostro de un jovencito. “Soy chacal con calavera”. Mira directamente a la cámara y confiesa que matar ya no le producía nada. Impotencia. Everardo González ha señalado que su documental La libertad del diablo es, ante todo, un ensayo sobre el horror, una manera de tratar de entender lo atroz que resultar vivir en un país sumido en la violencia.

A partir del testimonio de víctimas del narcotráfico, todos enmascarados, Everardo González apuntala cuestiones fundamentales, pero incómodas de esta guerra inútil. ¿Lo que vemos es lo que mueve nuestros juicios? ¿Hay empatía en medio de la furia? ¿Estaríamos dispuestos a una amnistía total en aras de la paz? ¿Revela más la mirada que un rostro? ¿Hay buenos y malos en este guerra o sólo seres humanos atrapados en el horror? González recupera la humanidad perdida a fuerza de los golpes y el horror, de la incertidumbre y el perdón, de la empatía y el desasosiego. Hace un retrato íntimo y conmovedor de ciudadanos que quedaron en medio del fuego cruzado como sicarios, como culpables prefabricados, como muertos y desaparecidos, como padres y madres buscando a sus familiares, como niños jugando al secuestro, como desertores del ejército, víctimas del horror y la impotencia, como buscadores de huesos en fosas clandestinas, o como simples espectadores (inertes) de esta cruel guerra.

A los documentalistas mexicanos contemporáneos les sienta bien lo que Ryszard Kapuscinsky decía para el periodismo:

La reacción a la palabra es más bien mediata. En el primer momento puede ser incluso indetectable. Necesita tiempo para llegar a la conciencia del receptor, necesita tiempo para formar o cambiar conciencias.

Ojalá que nosotros, daños colaterales, busquemos el tiempo para ver Tempestad y La libertad del diablo y empezar a cambiar el rumbo de este país.

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Graciela Manjarrez estudió Letras hispánicas. Es docente en un bonito colegio privado, donde se dedica a formar lectores. Escribe su largometraje de ficción para el Centro de Capacitación Cinematográfica.

Twitter: @gmanjar

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