Por Eduardo Sangarcía
I
Entraron y la encadenaron, sin mediar palabra, sin explicación. Estaba acuclillada junto al fogón removiendo la leña cuando dos hombres bajos y macizos como tejoneros echaron abajo la puerta de la choza y se lanzaron sobre Anna Thalberg, que cual gamo sorprendido por la batida se había puesto en pie de un salto y con ojos muy abiertos los miró acercarse, arrebatarle de las manos la barra lamiscada por la herrumbre con la que atizaba el fuego y esgrimir frente a su rostro amilanado la orden de arresto con el sello del obispo como si fuera un talismán, un amuleto capaz de brindarles protección contra sus malas artes y hacerles posible la faena de someterla, aherrojarle las manos a la espalda, cubrirle la cabeza con una vieja capucha y sacarla a rastras entre la muchedumbre de curiosos que ya se había reunido afuera de la choza para averiguar qué estaba sucediendo
para mirar cómo los hombres la arrastraban, la alzaban en vilo y la arrojaban a la carreta cual si fuera un fardo de heno o un saco de patatas como el que había en la cocina y del que Anna había sacado tres un poco antes, cuando dejó la rueca y se dispuso a preparar la cena para Klaus, a pelar patatas para el potaje que se quedó en la lumbre y que nadie se molestó en retirar, ni los hombres que se la llevaron sin decir agua va ni los vecinos que entraron a saquear el mísero menaje de la choza apenas la carreta se perdió de vista
que hervirá y se quemará mucho antes de que las ascuas se consuman, mucho antes de que Klaus regrese de labrar el campo y en el lar go trecho que separa las tierras comunales de su choza se vea asediado por las miradas de los aldeanos
miradas que se esfumarán como moscas cuan do él se las devuelva y que tornarán a posarse en su espalda apenas gire la cabeza, fisgando su vuelta a casa tal y como fisgaron el arresto de Anna, los gritos sofocados por la capucha, la indolente violencia de los hombres que la arrojaron a la carreta y más callados que una piedra subieron y emprendieron la marcha entre el rimero de mirones que presenciaban los hechos con distintas cotas de lástima, de escándalo, de sonriente satisfacción
porque al fin se la llevaron, al
fin se hizo justicia, al fin reci
birá el castigo que merece, aun
que este pobre hombre deba
sufrir en consecuencia
el pobre hombre que entrará a la choza, retirará el caldero del fogón y se preguntará qué diablos ha pasado, quién se ha llevado sus cosas, dónde carajos está Anna, por qué ha olvidado la cena en la lumbre, por qué, cuando vuelva a la calle a buscar respuestas entre los vecinos, todos le sacarán la vuelta, todos fingirán no verlo tal y como hicieron oídos sordos a los gritos de la joven que tumbada de bruces sobre la carreta suplicaba cle mencia o al menos una explicación
a dónde me llevan, quiénes son,
qué es todo esto
pero los hombres nada respondieron, sólo la arrojaron a la carreta, fustigaron a los caballos y emprendieron la marcha seguidos por los ojos de los vecinos, seguidos por los niños y por los perros que corriendo y jugueteando dieron vueltas en torno al coche que traqueteaba por la dura calle de terracería hacia el camino de Wurzburgo, ciudad a la que Gerda había andado la semana pasada bajo el acoso del sol estival para clamar justicia
porque no me callaré, andaré
las siete millas hasta Wurzbur
go y me echaré al suelo, besa
ré las botas de los examinadores
y les diré lo que he visto
lo que ha visto la gente de Eisingen
a la rufa, a la fuereña, la de ojos
amielados como de lobo, la de
piel jaspeada de pecas cual ser
piente ponzoñosa
lo que creyeron ver a la luz de la luna, a la sombra del bosque y a la vera del río
los rumores que salpicaban la charla junto al pilón mientras lavaban la ropa
ella, quién si no, la mujer que
Klaus trajo de Walldürn
lo que vieron las mujeres en los ojos de sus maridos apenas esa mujer llegó al pueblo, lo que la propia Gerda descubrió en los ojos de su hombre
aquello que la motivó a caminar hasta la ciudad, hasta la fuente de las cuatro bocas frente al edificio del ayuntamiento en cuyo brocal se sentó a beber agua y a mirar sin comprender la lenta revolución de las manecillas en el reloj de la torre, atenta a las personas que entraban y salían del edificio, a la muchedumbre de civiles y eclesiásticos entre los que reconoció la crasa figura del examinador Melchior Vogel, a cuyos pies se postró para lanzar la acusación
para culpar a su vecina de maldades tan va riadas como la muerte de los niños en sus brezos y la sequía que azotaba la región desde hacía un año, para convencerlo de que enviara a sus lacayos hasta Eisingen a investigar y reunir testimonios, a entrar por la fuerza en la choza de Anna y tumbarla sobre la tosca tabla que le servía de mesa para encadenarla, cubrirle la cabeza con la vieja capucha que olía a sudor y saliva rancios y sacarla a rastras frente a los vecinos que no movieron un músculo en su auxilio porque se habían acerca do sólo para ver, no para intervenir, no para im pedir que ella fuese lanzada a la carreta ni para retirar del fuego la cena para Klaus, que con el horcón al hombro y el sudor perlándole la frente mirará pasar aquella carreta desde los campos de labranza sin sospechar que en ella se llevan a su mujer y cuando vuelva a la aldea se encontrará su choza saqueada
la cena en el fuego
los vecinos reacios a contarle que vinieron de Wurzburgo y se la llevaron en una carreta a la que niños y perros siguieron hasta las puertas de la aldea donde el interés se les perdió y pasaron a otra cosa, a otro juego, abandonándola a la buena de Dios sin más consuelo que rezar duran te siete millas de miedo y confusión, de dolor y sofoco causados por la capucha y por la bota bien plantada sobre su espalda desde que partieron de la aldea hasta que cruzaron el puente de piedra sobre el Meno, adelgazado por la sequía
deteniéndose al fin frente a la torre de guardia a cuya puerta esperaba Vogel en persona, el examinador con el que Gerda había acusado a Anna días atrás mientras caminaban entre el ayunta miento y la plaza del mercado en dirección a la capilla de María, aunque Gerda fingirá ignorar lo que le sucedió a su vecina cuando Klaus llame a su puerta y le pregunte, dirá que no salió de casa en todo el día por culpa de la gota el pobre Klaus que vagará de choza en choza preguntando por su mujer sin obtener respuestas, sin conseguir más que evasivas y miradas de compasión, de burla, de venganza ahíta
porque yo la acusé
porque una tarde en la que Gerda volvía de la recova encontró a su marido apoyado en la cer ca, contemplando a esa intrusa con un brillo que jamás afloró en sus ojos cuando era a ella a quien miraban, ni siquiera cuando era más joven y me nos gruesa y tenía más dientes
yo la acusé, caminé hasta Wurz
burgo
hasta la torre en cuyas sombras internaron a la prisionera, arrastrándola a través de puertas y escaleras que ascendían en espiral hasta el calor de una prisión inmunda donde el aire era apenas respirable, una pequeña celda donde los hombres la arrojaron de bruces tras quitarle la capucha pero no las esposas, impidiéndole meter las manos para evitar el golpe seco contra la piedra desnuda, golpe que la liberó por un momento de sus plegarias y temores, del afán de comprender, de respirar, de la esperanza de abrir los ojos y hallarse de vuelta en casa
porque esto debe ser un sueño
la idea surgió de pronto en algún rincón de su cabeza como si tal pensamiento no le perteneciera, como si alguien se lo hubiera susurrado en el oído y tras sopesarlo brevemente acabara por aceptarlo como lo más plausible, sí, sólo era un sueño, seguía en casa y se quedó dormida, Klaus volverá en cualquier momento, le tocará el hombro y la reprenderá por dormirse sin preparar antes la cena, luego comerán unas gachas prepa radas con premura, se irán a la cama y ella inevitablemente se despeñará de vuelta en este sueño
estaré de nuevo en esta celda
sofocada y oscura, nunca más
podré dormir sin miedo, nunca
querré soñar de nuevo
y aquel nuevo pensamiento intruso la hizo reír, sin saber muy bien por qué no pudo con tener la risa y se carcajeó hasta doblarse de dolor, hasta hacer que sus captores perdieran la compostura, se miraran el uno al otro, se santiguaran con prisa y salieran corriendo de la cel da rumbo a la covachuela del examinador, aquel enorme ogro con el que Gerda se había entrevistado la semana pasada cuando fue a la ciudad con un deseo de venganza que encontrará solaz en las idas y venidas de Klaus por la aldea en bus ca de su mujer, en las puertas cerradas que no se abrirán a pesar de los fuertes golpes, a pesar de la angustia creciente del hombre que de improviso se hallará solo a la mitad de la noche y a la mi tad de la aldea retraída, arrinconada cual bestia temerosa para evitar todo contacto con él, ha ciéndole pensar que es víctima de un sortilegio, que todos en la aldea están muertos, que Anna también ha muerto o que el muerto es él y ha retornado
por eso me temen, por eso na
die quiere verme, nadie quiere
escucharme
y con esta sensación de pesadilla seguirá aporreando puertas, seguirá penando por las calles de Eisingen hasta que un mocetón lo saque de su angustia para sumirlo en el horror al reve larle que se la llevaron a Wurzburgo acusada de brujería.
El anterior es un fragmento de Anna Thalberg, novela de Eduardo Sangarcía, ganadora del Premio Mauricio Achar/Literatura Random House 2020.
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Eduardo Sangarcía (Guadalajara, 1985) es autor de El desconocido del Meno (Fondo Editorial Tierra Adentro), libro ganador del Premio Nacional de Cuento Joven Comala 2017. Es maestro en Estudios de Literatura Mexicana por la Universidad de Guadalajara; actualmente cursa el doctorado en Humanidades en la misma casa de estudios. Su obra ha sido distinguida con distintos premios como el Julio Verne de Ciencia Ficción por Ecce Homo (2005) y el Edmundo Valadés por El Elefante (2011). Fue becario del Fonca en el periodo 2013-2014.