Por David Foenkinos

1

El Museo de Orsay, en París, es una antigua estación. El pasado deposita así una huella insólita en el presente. Entre los Manet y los Monet, podemos dejarnos llevar e imaginar los trenes llegando en medio de los cuadros. Ahora los viajes son de otro tipo. Quizás algunos visitantes vieron a Antoine Duris aquel día, inmóvil en la plaza de la entrada. Parece caído del cielo, estupefacto de estar allí. Estupefacción, esa es la palabra que mejor puede caracterizar su sensación en ese instante.

2

Antoine había llegado muy temprano a su cita con la responsable de recursos humanos. Desde hacía varios días, su mente se concentraba por completo en la entrevista. Aquel museo era el lugar donde él quería estar. Se dirigió con paso tranquilo a la entrada de personal. Por teléfono, Mathilde Mattel le había precisado que no tomara el camino de los visitantes. Un vigilante lo detuvo:

—¿Tiene usted tarjeta de acceso?

—No, pero me esperan.

—¿Quién?

—…

—¿Quién lo espera?

—Perdone… Tengo cita con la señora Mattel.

—Muy bien. Pase usted por recepción.

—…

Escasos metros más tarde, repitió el motivo de su visita. Una joven examinó una agenda grande y negra:

—¿Es usted el señor Duris?

—Sí.

—¿Me permite un documento de identidad?

—…

Era absurdo. ¿Quién iba a hacerse pasar por él? Cumplió dócilmente, acompañando el gesto con una sonrisa comprensiva para enmascarar su malestar. La entrevista de trabajo parecía haber empezado ya con el vigilante y la telefonista. Había que ser eficaz desde el primer buenos días, ya no se toleraba ni un escueto gracias. Después de comprobar que efectivamente el hombre era Antoine Duris, la joven le indicó el camino a seguir. Tenía que enfilar un pasillo, al final del cual encontraría un ascensor.

—Es fácil, no tiene pérdida —añadió.

Antoine sospechó que, con semejante frase, se perdería con toda seguridad.

En medio del pasillo ya no sabía lo que tenía que hacer. Al otro lado de la cristalera distinguió un cuadro de Gustave Courbet. La belleza es siempre el mejor recurso contra la incertidumbre. Desde hacía semanas luchaba por no hundirse. Sentía que le fallaban las fuerzas, y los dos interrogatorios que ya se habían sucedido le habían exigido un esfuerzo considerable. Sin embargo, únicamente habían consistido en pronunciar unas cuantas palabras, responder a preguntas que no contenían la más mínima trampa. Había retrocedido a un estadio primario de la comprensión del mundo, dejándose invadir a menudo por miedos irracionales. Sentía cada día más las consecuencias de lo que había vivido. ¿Sería capaz de pasar la entrevista con la señora Mattel?

En el ascensor que lo llevaba a la segunda planta, lanzó una mirada furtiva al espejo y se encontró más flaco. Nada extraño, comía menos y a veces se olvidaba de cenar o almorzar. En su descargo, hay que decir que su estómago no se manifestaba. Podía saltarse comidas sin experimentar el menor rugido de tripas, como si su cuerpo ya solo estuviera compuesto de territorios anestesiados. Solo su mente lo empujaba a pensar: «Antoine, tienes que comer». Las personas que sufren se agrupan en dos bandos. Las que resisten mediante el cuerpo y las que resisten mediante la mente.

O una cosa o la otra; raras veces se dan las dos.

Nada más salir del ascensor lo recibió una mujer. Habitualmente, Mathilde Mattel esperaba a las personas citadas en su despacho, pero con Antoine Duris había decidido desplazarse. Debía de estar terriblemente ansiosa por saber más de sus motivaciones.

—¿Es usted Antoine Duris? —preguntó pese a todo, para asegurarse.

—Sí. ¿Quiere ver mi carnet de identidad?

—No, no, ¿por qué?

—Me lo han pedido abajo.

—El estado de emergencia. Así son las cosas.

—No se me ocurre quién podría instigar un atentado terrorista contra la directora de recursos humanos del Museo de Orsay.

—Nunca se sabe —respondió ella con una sonrisa.

Lo que podría haber pasado por una ocurrencia y hasta por sentido del humor era, no obstante, una fría constatación por parte de Antoine. Ella hizo un gesto con la mano para indicarle la dirección de su despacho. Se adentraron entonces en un pasillo largo y estrecho donde no se cruzaron con nadie. Sin dejar de seguirla, Antoine pensó que aquella mujer debía de aburrirse mucho en la vida para recibir a potenciales empleados a una hora en la que el resto del personal parecía no haber llegado. No había que buscar la mínima lógica dentro de la logística de los pensamientos de Antoine.

Una vez en el despacho, Mathilde propuso té, café, agua, lo que a él le apeteciera, pero Antoine prefirió decir no, gracias, no, gracias, no, gracias. Así pues, ella arrancó:

—Debo decirle que me ha sorprendido mucho recibir su currículum.

—¿Por qué?

—¿Que por qué? ¿Y usted me lo pregunta? Es usted profesor titular universitario…

—…

—Goza incluso de cierto renombre. Ya he leído algún artículo suyo, me parece. Y se presenta… al puesto de vigilante de sala.

—Sí.

—¿No le resulta extraño?

—No especialmente.

—Me he tomado la libertad de llamar a la ENSBA[1] —confesó Mathilde al cabo de un momento.

—…

—Me han confirmado que ha decidido usted dejar su trabajo. De la noche a la mañana, así, sin motivo alguno.

—…

—¿Estaba harto de dar clases?

—…

—¿Sufrió… una especie de depresión? Lo comprendo. Cada vez es más habitual que la gente se queme.

—No. No. Quise dejarlo. No hay más. Seguramente volveré dentro de un tiempo, pero…

—Pero ¿qué?

—Mire, señora Mattel, me he presentado a una vacante y me gustaría saber si tengo posibilidades.

—¿No se siente sobrecualificado?

—Me gusta el arte. Lo he estudiado, y lo he enseñado, de acuerdo, pero ahora lo que me apetece es sentarme en una sala en medio de los cuadros.

—No es un trabajo relajante. Le hacen preguntas constantemente. Y además aquí, en Orsay, hay muchos turistas. Siempre hay que andarse con ojo.

—Puedo estar un tiempo de prueba, si tiene dudas.

—Necesito personal, porque la semana que viene inauguramos una gran retrospectiva de Modigliani que atraerá a mucha gente. Es todo un acontecimiento.

—Qué apropiado.

—¿Por qué?

—Escribí mi tesis sobre él.

Mathilde no respondió. Antoine había pensado que la revelación jugaría a su favor. Por el contrario, esta parecía acentuar a ojos de la directora de recursos humanos la extrañeza de su proceder. ¿Qué pintaba allí un erudito como él? ¿Estaría diciendo la verdad? Era como una bestia atemorizada, y le parecía que solo la idea de refugiarse en un museo podría salvarlo.

3

En un solo día había rescindido todos sus contratos y entregado las llaves del piso. El propietario le había dicho: «Hay dos meses de preaviso, señor Duris… No puede uno irse por las buenas. No me parece correcto». El hombre había empalmado varias frases en un tono de excesiva desolación. Antoine interrumpió el monólogo: «No se preocupe. Le pagaré los dos meses». Había alquilado una furgoneta en la que había cargado todas sus cajas. Fundamentalmente cajas de libros. Había leído un artículo sobre los japoneses que abandonaban su vida así, de la noche a la mañana.

Los llamaban evaporados.

Tan magnífica palabra casi ocultaba la tragedia de la situación. A menudo se trataba de hombres que se habían quedado sin trabajo y no eran capaces de asumir su declive social en una sociedad basada en las apariencias. Mejor huir y convertirse en indigente que enfrentarse a la mirada de una esposa, de una familia, de los vecinos. Esto no tenía nada que ver con la situación de Antoine, que se encontraba en la cúspide de su carrera, como profesor de mucha experiencia y muy respetado. Todos los años, decenas de estudiantes soñaban con preparar la tesina con él. ¿Entonces? Estaba la ruptura con Louise, pero los meses habían cicatrizado ya esa herida sentimental. Además, todo el mundo sufría por amor. Uno no abandonaba su vida por eso.

Había guardado todas las cajas, y los escasos muebles que poseía, en un trastero en Lyon. Y había cogido el tren a París, sin más carga que una simple maleta. Las primeras noches había dormido en un hotel de dos estrellas cerca de la estación, hasta que encontró un estudio en alquiler en un barrio popular de la capital. No había puesto su nombre en el buzón, ni se había abonado a nada. El gas y la luz estaban a nombre del casero. Ya nadie podía dar con él. Lógicamente, sus más allegados se habían preocupado. Para tranquilizarlos, o más bien para que lo dejaran en paz, había enviado un mensaje colectivo:

Queridos todos:
Lamento profundamente las preocupaciones que haya podido causaros. Estos últimos días han sido tan movidos que no he tenido tiempo de responder a vuestros mensajes. Tranquilos, va todo bien. He decidido repentinamente emprender un largo viaje. Ya sabéis que hace mucho que sueño con escribir una novela, así que me tomo un año sabático y me largo. Sé que podría haber celebrado una fiesta de despedida, pero ha sido todo muy rápido. En aras del proyecto, voy a aislarme del mundo. Ya no tendré teléfono. Os enviaré emails de vez en cuando.
Os quiere,
Antoine

Recibió respuestas de admiración por parte de algunos; otros lo consideraron un poco loco. Pero, en el fondo, era un hombre soltero, sin hijos, tal vez había llegado el momento de que accediera a su sueño. Muchos de sus amigos acabaron por comprenderlo. Antoine leyó las respuestas, sin dar réplica. Su hermana fue la única que no se creyó el mensaje. Éléonore mantenía una relación demasiado estrecha con él como para aceptar que se marchara así, sin tan siquiera cenar con ella una última vez. Sin pasarse a darle un beso a su sobrina, con la que le encantaba jugar. Algo no resultaba lógico. Lo acribilló a mensajes: «Te lo suplico, dime dónde estás. Dime qué es lo que pasa. Soy tu hermana, estoy aquí, por favor, no me dejes así. No me dejes en el silencio…».

Fue inútil.

No obtuvo respuesta. Lo intentó todo, cambió de tono: «No puedes hacerme esto. Es repugnante. ¡No me creo nada del cuento de la novela!». Multiplicaba los mensajes. Antoine ya no encendía el teléfono. Una sola vez lo hizo y leyó las incontables protestas de su hermana. Solo tenía que escribirle unas palabras, al menos para tranquilizarla. Para decirle algo. ¿Por qué no lo conseguía? Se quedó bloqueado delante de la pantalla durante más de una hora. Era imposible. Empezó a invadirlo una suerte de vergüenza. Una vergüenza de las que te impiden actuar.

Por fin logró responderle: «Necesito un tiempo para mí. Pronto daré señales de vida, pero no estés preocupada. Dale muchos besos a Joséphine. Tu hermano, Antoine». Apagó inmediatamente el teléfono por miedo a que lo llamara nada más leer el mensaje. Como un criminal que teme ser localizado, decidió quitar la tarjeta SIM y guardarla en un cajón. Ya nadie tendría acceso a él.

Éléonore sintió alivio al leer el mensaje.

Comprendió al instante que todo era mentira, y que redactar aquel puñado de palabras corteses debía de haberle exigido un esfuerzo considerable. Pero eso no mitigaba su inquietud. Saltaba a la vista que la cosa iba mal. Le había sorprendido que firmara «Tu hermano, Antoine». Era la primera vez que empleaba esa fórmula, como si quisiera redefinir su vínculo para darle seguridad. Éléonore ignoraba lo que Antoine estaba viviendo, y por qué se comportaba así, pero sabía que no lo dejaría a su suerte. Lejos de calmarla, el mensaje la reafirmaba en la idea de que tenía que encontrarlo lo antes posible. Necesitaría tiempo y energía, pero lo conseguiría de una manera inesperada.

David Foenkinos, Hacia la belleza, Alfaguara, 2019.

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