Por José Ignacio Lanzagorta García

Pocas transgresiones más perfectas que un pastelazo. Son probablemente más de 100 años de considerarlo una de las humillaciones más ridículas, más incómodas y a la vez más inocentes. Es simplemente merengue, pues. Y, bueno, es también el orgullo bien herido. Un cumpleaños es coronado con un esperado pastelazo al coro de: “¡mor, di, da, mor, di, da!” donde la sanción se la lleva el cumpleañero. Es como si el pastelazo fuera una invitación a reírse de un ridículo propio que, al final, ni es tan grave, pero tampoco tiene nada de placentero. El reto para un buen cumpleañero es que la agresión, por tan esperada que le resulte, no le arruine la fiesta, aunque ciertamente esto ocurre con frecuencia.  

El pastelazo es una irrupción violenta que dice: “eres un ridículo”. Corta la escena. Exige la total atención y posicionamiento de quienes testifican el incidente con la espera ansiosa de la reacción del agredido. ¿Se reirá, se enojará? ¿Se entristecerá? ¿Tendrá la capacidad de apropiarse del ridículo y revertirlo? ¿Qué hacemos cuando somos un ridículo tan sorpresivamente expuesto? Es algo parecido a dar un resbalón en público salvo por una cosa: mientras que esto suele ser un simple accidente, el pastelazo es una agresión: alguien decide ponerte en ridículo de manera irracional, terminante e indiscutible, te toma desprevenido.

Bill Gates recibió un pastelazo en 1998 por los devotos de Noel Godin, una figura pública belga que desde 1969 encabeza lo que algunos llaman la “Internacional Pastelera”, un performance político que busca precisamente eso: dar pastelazos. Siendo o no parte de este movimiento, actores y actrices, políticos, activistas de diferentes corrientes, líderes religiosos, columnistas y opinadores, académicos, presentadores de televisión y algunos empresarios han recibido pastelazos. En algunos casos la agresión ha quedado impune y en otros no. Dado el carácter físico de la agresión, el pastelazo navega -para muchos sin ambigüedad alguna y probablemente en algunos reglamentos tampoco-, entre el delito y una simple expresión de repudio. El delito del merengue no solicitado.

pastelazo
Foto: Getty Images

Es complicado hacerle una apología al pastelazo empezando porque no sólo no la merece –es una agresión que, sin duda, violenta a las personas y punto-, sino porque sería la peor forma de aniquilarle su sentido. Si el pastelazo fuera una legítima forma de repudio, primero las calles serían un cochinero y, después, el sentido del ridículo expuesto iría extinguiéndose. Tendríamos que inventar otra cosa así tan disruptiva. Pero tampoco sé si hacerle una enérgica e indignadísima condena puede sostenerse a la hora de relativizarla con otras agresiones. En fin, de ahí que insista en que, como una auténtica transgresión –es decir, que sí transgrede en serio, no como todas esas cosas a las que le regalamos con tanta ligereza el calificativo de “transgresor”-, el pastelazo tiene que ser de las mejores opciones.

Avelina Lésper recibió un pastelazo el pasado sábado. Luego de años de que, de todo lo que conforma el campo del arte, ella ha dictaminado qué sí es y qué no y, saliendo de un evento en el que sentenció frente a grafiteros que el grafiti no lo es, pues le dieron un pastelazo. La crítica de arte denunció también otras agresiones físicas –jalones- y verbales. El acto mismo del pastelazo se vio manchado con transgresiones que ya no comparten el arte de la ridiculización. Y, bueno, a juzgar por las entrevistas que dio después, no lo tomó nada bien… por ahora. Pero no dejará de capitalizar una gran legitimidad en él.

'La violencia física y verbal no me intimidará': Lésper sobre pastelazo
Foto: avelinalesper.com

Lesper tendría años lanzando pastelazos en pequeñas dosis a performanceros, grafiteros y a los exponentes del arte encontrado. Es conocido su encuentro en Zona Maco en 2013 donde expuso al ridículo a una chica que había colocado unas cubetas en el piso con agua y explicó que era una representación del entonces Distrito Federal y sus problemas de agua. Lesper ha usado el diálogo y la palabra, en la que es siempre elocuente, valiente y aguda, y ha expuesto ideas que irritan al campo de las artes y que, en cambio, tienen mucho sentido para buena parte de sus audiencias que tal vez no le han encontrado un interlocutor que la confronte si no es desde la indignación y un repudio casi histriónico. El pastelazo que recibió condensó en un segundo una respuesta menos inteligente, menos sofisticada, menos legítima que lo que ella ha hecho, pero en el mismo sentido: dejar en ridículo a la que ha ridiculizado. Algunos sugieren misoginia, eso yo no lo sé, pero no lo creo: fue ridiculizada en tanto sus ideas, no en tanto ser mujer y aunque en la lista de pastelazos famosos abundan las mujeres, también están los hombres e incluso aquellos que cuentan con toda la protección del Estado.

El pastelazo habla por sí mismo sobre las partes involucradas: el que decide lanzarlo y el que lo recibe. No es grave, pero no está bien. Nadie se lo merece, pero no deja de ser una interlocución que termina por dialogar sobre “merecidos” o no. En México no se acostumbra –supongo que afortunadamente- la práctica del pastelazo. Pero luego de este sexenio, hay muchas conversaciones que nos hubieran venido bien si algunas voces hubieran sido interrumpidas subrepticiamente con el ridículo del merengue. Hablaríamos sobre si defender por oficio al régimen es, por ejemplo, tan ridículo como la cara cubierta de pastel. Avelina Lésper fue puesta en un súbito ridículo. Hablemos de si su militante conservadurismo en el arte puede llegar a ser eso… ridículo.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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