Por Karen Villeda
«Pero Jesús dijo: “Dejar que los niños vengan
a mí y no se lo impidáis, porque el Reino de los Cielos
es para los que son como ellos”»
Mateo 19: 14
Tu amor es infinito, primera novela de la finlandesa María Peura, se publicó en 2001. Esta escritora tiene una carrera que se caracteriza por ser sumamente prolífica: lo mismo publica novela que ensayo y también escribe libros para niños y ensayos, sin hacer a un lado a la poesía. Su obra ha sido poco traducida al español por lo que la editorial Sexto Piso ha dado un importante paso para traernos este portento narrativo sobre la pedofilia y la pederastia, el cual fue bastante elogiado por la crítica. También fue nominado al Premio de Literatura de Finlandia y el jurado dijo de ella lo siguiente: “La impresionante paradoja de la obra de Peura es que la novela está llena de bondad y belleza, a pesar de tratar sobre la maldad y la fealdad”.
¿De qué se trata?
Ésta es la historia de Saara, una niña que tiene seis años de edad, que pasa el verano en casa de sus abuelos. Sus padres, quienes están en plena separación, no pueden ocuparse de ella por el momento. Lo que parece ser un lugar de reposo (“¡La gran pradera entera es mi campo de juegos! Me tumbo entre los tallos de hierba y observo el sol. Cuando abro los ojos, el mundo es amarillo. Me acaricio la cara y también es amarilla. Y el pelo. Y las manos. Y las piernas. Soy como el sol”) se convierte en un infierno de una magnitud inimaginable (¿cuál infierno no lo es?) para Saara. El abuelo la viola infinidad de veces: “El abuelito me sujeta contra el suelo y me agarra de la cabeza, me estruja entre las piernas. Me aferro con los dedos a la caña de sus botas. Las uñas se me rompen con dolor. Me trago al abuelito, ojalá la pintura salga disparada rápido”. La experiencia, que se repite una y otra vez, no deja de ser atroz. Al contrario, el trauma es lo que construye a Saara y su indefensión es transmitida magistralmente: “Saara tiene una gran boca abierta en la que es fácil meter el pene de Abuelito (…) Yo grito que no importa. La tarea de Saara es consolar a Abuelito porque a Abuelito le duele todavía más. A Abuelito le duele el alma si Saara no lo consuela”. El debut de María Peura recupera las posibilidades de un lenguaje infantilizado que, sin abarcarlo todo, sugiere e incluso augura.
La prosa de Peura no nos da un respiro con sus pulcras pero rompedoras metáforas: “El abuelito grita que tengo que abrir la boca, que tengo que abrirla todavía más, y yo grito que no me atrevo porque están cayendo piedras. Soy una cueva con estalactitas y el abuelito tiene que deslizarse rápido hacia fuera antes de que las grandes piedras empiecen a moverse.” O: “Dentro de poco voy a ahogarme, pero no pasa nada. Me he vuelto pequeña otra vez. Aunque del pene del abuelito sale a chorros muchísima pintura, me vuelo pequeña, casi invisible. El dolor y el miedo se hacen menos densos, se convierten en un velo transparente. Soy parte del abuelito y la luz del sol se tamiza a través del velo tornándose de un color ceniciento”. Estos capítulos son intercalado con pasajes sobre los pensamientos del abusador que insiste en expiarlo por obra de magia: “Oh, Señor, apiádate de mí, apiádate. Apiádate de mí en esta oscuridad y este vacío. Apiádate de mí en este ambiente rancio y repugnante que reina a mi alrededor. Quiero envejecer feliz quiero morir feliz. Quiero entrar en tu seno, querido Dios, con la mente en paz. Perdóname. Dame una oportunidad.”
¿Por qué leerla?
Este testimonio de la injusticia (“Siempre entrar, desaparecer en el cuerpo de la cría, beber de los labios de la cría. Ya no tendría fuerzas para seguir mi propio cuerpo. Me abandona toda la fuerza. Me dejarás en paz, a un viejo”) es el fiel retrato del incesto filial. El constante abuso hace que Saara se traslade a un mundo interior que oscila entre la culpa y la ilusión: “El abuelito conoce las reglas, pero ahora no se acuerda de obedecerlas. Cruza la línea, entra en mi círculo. Grito que no tiene permiso para entrar, pero no me hace caso, no no, y entra de todos modos, camina sobre mí con las botas puestas, pisotea los girasoles amarillos hasta matarlos. Tras el abuelito sólo queda negrura. Sólo negrura”. El tema es espinoso, pero tiene que ser abordado. Es una realidad cruel de la que no podemos apartar la vista.
México ha ganado la medalla de oro en el abuso sexual infantil. Las cifras proporcionadas por la Organización para la Cooperación y Desarrollo Económicos (OCDE) son escalofriantes: a nivel mundial tenemos el primer lugar en abuso sexual, violencia física y homicidio de menores de 14 años. El Fondo de las Naciones Unidas para la Infancia (UNICEF), en su publicación Abuso sexual contra niños, niñas y adolescentes: Una guía para tomar acciones y proteger sus derechos de noviembre de 2016, señala que “no suele haber lesiones físicas que funcionen como indicios para determinar quién fue el agresor ni hay una conducta específica o prototípica que los niños víctimas presenten. Tampoco suele haber testigos, ya que quien comete un abuso sexual suele hacerlo a escondidas. Todos estos factores, sumados a mitos enraizados y prejuicios culturales que operan en detrimento de los niños cuando toman la palabra para develar sus padeceres, hacen que el diagnóstico y posterior denuncia sean una tarea compleja. También opera una premisa falsa que sostiene que “si no hay lesión, no hubo abuso”. Esto agrava la situación porque sin detección los niños no reciben tratamiento, ni protección ni justicia”.
El caso de Saara hace honor (y horror) a estas afirmaciones. El atacante se aprovecha de la carencia afectiva de Saara: “Él da patadas y se ríe, cruza la línea muchas veces, cava con la punta de las botas, es malo, es malo demasiado tiempo. Menos no le basta. No se marcha. Nunca se marcha.” En tanto que la víctima se aferra a la posibilidad de una vida, no se cuestiona si podrá ser feliz (da por sentado que está condenada a esta repetición del acto violatorio). Este lenguaje del que hablamos unas líneas arriba es también un refugio para Saara: “Dibujo un círculo en la arena, entro y me pongo de pie en el centro. Hay una línea que al abuelito no le está permitido cruzar. Ahora vamos a jugar según mis reglas. El abuelito no tiene permiso para entrar en el círculo, en mi círculo. Dentro sólo puedo estar yo.” Si bien la autora evita plantear (con una prudente distancia) la disyuntiva entre el mal puro y el trastorno mental, la lectura de esta novela nos confronta con nuestras ideas sobre la maldad (por ejemplo, la sobada dicotomía que sugiere que la maldad es ignorancia). De una manufactura impecable, Tu amor es infinito es una obra narrativa que se sustenta en la sensibilidad. Es un libro que duele y su lirismo perdura en la memoria.
María Peura, Tu amor es infinito, Sexto Piso, 2016.
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Karen Villeda es escritora. Ha publicado un par de libros para niños, uno de ensayos y cuatro poemarios. En 2015 participó en el Programa Internacional de Escritura de la Universidad de Iowa. En POETronicA (www.poetronica.net) explora la relación entre poesía y multimedia. (Ah, y tiene un gato llamado León Tolstói.)
Twitter: @KarenVilleda
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