Por Guillermo Núñez Jáuregui

En las columnas que el escritor uruguayo Mario Levrero tuvo a bien titular “Irrupciones” (que originalmente se publicaron entre 1996 y 2000 en la revista Posdata y que fueron reunidas en 2013 por Criatura Editora) se insiste en un tema: el ruido de la publicidad. En la irrupción número veintitrés, Levrero rescata esta conversación escuchada, presuntamente, en un bar:

Ya no se puede andar por la calle. La violencia aumenta, semana a semana. Ahora apareció una camioneta que encima lleva la propaganda de una salchicha, una cosa enorme, obscena, metida en un pancito. Te revuelve el estómago, pero vomitás y se te pasa. Lo realmente malo del caso, lo violento del caso, es el sonido, un corrido mexicano de hace cincuenta años a todo volumen, o un mambo de Pérez Prado de hace cuarenta y cinco. El sonido te rompe los tímpanos, y te mete el mambo en la cabeza; después te pasás horas tarareándolo mentalmente. Pero la gente no se da cuenta. Aguanta.

¿No recuerda todo esto a Séneca, quejándose del barullo de los mercados; a Schopenhauer, quejándose del ruido que hacen los látigos de los carruajes? Un poco. Pero hay algo más. Atención, que también está esto de la irrupción treinta y siete de Levrero:

No puedo creer que una sociedad entera se entregue así, se deje destruir así, de un momento a otro, sin ofrecer resistencia. Tal vez la gente no se ha dado cuenta del peligro, aunque tendría que darse cuenta de lo que hay en su mente; y lo que hay en su mente es ruido, es música machacona y trivial, es la musiquita de los avisos.

En la misma irrupción, Levrero se pregunta si el mundo se ha vuelto, como en Soy leyenda de Richard Matheson, en un lugar habitado por no vivos y en el que un hombre solitario (¿un loco?) ha permanecido inmune a la plaga vampírica. Pero no estás solo, Mario Levrero, yo también soy intolerante a la lechosa capa de publicidad que ha cubierto al mundo.

El problema con la publicidad no son sus mentiras, no solamente. Eso puede aguantarlo cualquiera: todo mundo sabe que beber un refresco no te va a refrescar realmente, que sólo te va a empalagar el alma y marear la razón; que las hamburguesas no son la comida más saludable del mundo. Uno va y se atraganta con esa carne sólo porque sí, no porque lo diga la publicidad. La cuestión, digo, no va por la verdad sino por la justicia: dejan poco espacio para respirar, los publicistas. No van tras nuestro dinero, no a primera instancia, van más bien por algo más nuestro e íntimo, nuestros deseos. Claro, Levrero vio esto: no sólo acusa al ruido, también advierte del tarareo mental, la lenta ocupación de nuestra psique por parte de la siniestra voz de las empresas.

Lo peor es que la publicidad ha cambiado incluso nuestra forma de hablar. A la gente le cuesta trabajo encontrar equivalentes en español de burdos términos anglosajones (“¿Cómo se dice punch en español?”, “No pues así”, “No, no, pero es que le falta algo, ¿no? Le falta como punch. Me temo que es intraducible”). Yo no soy un purista de la lengua, pero esa pereza mental que masca el inglés para escupirle al castellano es devastadora.

Hace un par de semanas, en un vuelo nacional, tuve un encuentro del tipo empresarial. “¿Son escritores?”, nos preguntó un jovencito a mi mujer y a mí. Llevábamos, cada quien, un libro en la mano. En los tiempos que corren leer te hace escritor, al parecer. Pero algo iba mal, evidentemente. Sospeché de inmediato que esta persona que ahora nos dirigía la palabra (sin conocernos) no estaba realmente interesado en saber si éramos escritores, sino que había leído en algún manual de liderazgo sobre la importancia de sacarle todo el provecho a los encuentros casuales. ¿Vas a comer solo en la cafetería? ¡Mejor pregúntale a alguien si pueden compartir mesa! Nunca sabes cuándo vas a estar sentado junto al próximo Jeff Bezos. “No”, le dijimos. Sonrientes, y todo. Somos humanos, finalmente. Pero la conversación no se acabó ahí. Muy pronto el mini-empresario se presentó y nos contó que él se dedicaba al networking (mis sospechas eran correctas). Un poco por curiosidad y un poco por joder le pregunté qué era eso, precisamente. Y no podría decírselos, ahora, aunque me lo explicaron.

¿Era mi imaginación? No lo sé, pero me pareció ver cómo, ante mi pregunta, el rostro del joven se iluminaba para de inmediato apagarse: un velo, el velo de la oportunidad, cubría su mirada. De inmediato caí en un torbellino neurótico de términos como productividad, plataformas, redes de trabajo, emprendurismo, liderazgo, conectividad, efectividad, eficiencia, eficacia… Se me habló sobre la importancia de tener actitud ganadora y también, sin que se lo pidiera, el jovencito me dijo que él ganaba entre 50 mil y 100 mil pesos al mes. “A veces va bien, a veces mal”, aclaró. Me dijo que como escritor (insistía) yo podría vender infoproductos, que era un negociazo, ¡que no tenía que darme por vencido! Detrás de su lengua, me pareció ver cómo una niebla oscura se materializaba en la acusmática Voz de las Empresas, que tiene adalides y tentáculos en todas las salas de espera y todos los vuelos nacionales del país. Era como estar ante una triste víctima de una versión de Los invasores de los ladrones de cuerpos, en la que no se busca la carne sino lo que queda de la mente.

Creo que le dije que todo eso era muy interesante, que era un gusto conocerlo. Cerré mi libro, apagué la luz de lectura, cerré los ojos e hice como que me dormía. Pero pensaba, más bien, en este subrayado de otra irrupción de Mario Levrero: “Cada uno de nosotros lleva en su interior, más o menos oculto, un niño imbécil. Es a ese niño que se dirige casi invariablemente la publicidad”.

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

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