Por Miguel Cane
Lo que comenzó con una película interesante que servía como el relato de la génesis de una nueva era en el planeta tierra, en 2012, ahora se ha convertido, con el estallido de la guerra entre humanos y simios, en el cierre de una trilogía que demuestra que la industria del entretenimiento es eso mismo y, en su afán de captar verano a verano la atención —y la billetera— del público, no deja descansar los filmes icónicos y seguirá buscando reinventarlos para nuevas audiencias, en lugar de buscar restaurar los originales con el respeto que ameritan. Todo tiene que ser más nuevo, más grande, más vistoso y ruidoso y más carente de cualquier tipo de empatía, si bien no faltarán los bienintencionados espectadores jóvenes que crean que el producto que la factoría les lanza es “inteligente y redondo”, cuando en realidad es una pila de olorosa bullshit.
En el caso de El Planeta de los Simios, la trilogía que resucitó la saga original después del aborto infumable que se aventó Tim Burton en 2001, tuvo un buen inicio, luego una mitad ambiciosa pero fallida y cierra bien, a secas, con una película maniquea y manipuladora que depende en exceso de las referencias a otras cintas —las alusiones, por ejemplo, a Apocalypse Now, de Coppola, son tantas, que uno se pregunta si, de no contar con ellas, la película podría valerse por sí misma—.
El planeta de los simios: la guerra, aunque lo promete, no muestra la batalla entre hombres y monos por dominar un territorio como la lucha por la propia humanidad, cada vez más escasa en todos aquellos que intentan reivindicarla con violencia. El problema es que la cinta, aunque muy bien realizada — lo técnico es su mayor acierto—, tiene un guión mediocrete y apantalla-ingenuos que se queda básicamente en lo anecdótico, firmado parcialmente por Matt Reeves, el director que trata de hacer pasar por cinema de autor una película palomera más —; en el que plantea una trama que se queda muy corta para lo que dura la película —a veces se siente larga como la cuaresma—, y en bordar estereotipos donde debió haber caracterizaciones: tomemos, por ejemplo, la calculada crueldad del coronel McCullough (villano totalmente arquetípico interpretado por Woody Harrelson haciendo su mejor imitación de Marlon Brando con total abandono) y su malsana obsesión por construir un gran muro dibujan, con obvios y torpemente plasmados paralelismos con el Estados Unidos de Donald Trump, hablándonos de manera harto superficial de un conflicto ostensiblemente basado en la xenofobia y el racismo (o bien, léase “especiecismo”), en el miedo a los que por X, Y o Z razón son diferentes, y también en la venganza y la ira como peores enemigos del “hombre”, así, entre comillas.
Que estas secuencias deban también su existencia a cintas superiores como El puente sobre el río Kwai o La lista de Schindler, sólo sirve para recordarnos que éste es un pobre intento para darle a los espectadores menos discernientes, un barniz temático de algo que pudo ser mucho mejor si se hubiera decidido a ser lo que promete en su primera escena — una película bélica, en lugar de convertirse en un melodrama acerca de César (Andy Serkis, en CGI total, y despojado de los matices que las otras películas dieron a su personaje, de manera inexplicable) y el peso de sus decisiones como líder de su tribu… y su historia, que por el título pudo servir para retratar un conflicto mayor, quizá a escala mundial, se queda en poca cosa, con algún hilo suelto que quién sabe si valga la pena seguir (aunque poderoso caballero es don Dinero y si la película vende boletos, que lo hará, no dudarán en hacer OTRO reboot de la saga).
Ahora bien, aunque nadie niega que esta película es un prodigio visual, atreverse a calificarla de “el mayor logro técnico que ha alcanzado el cine en los últimos años”, como se ha dicho en redes, es una exageración absurda.
Básicamente, esto es, más allá de lo que parece en los trailers (que de un tiempo a esta parte, son mejores y más interesantes que las películas que anuncian) el sucedáneo de una película de guerra, sólo que protagonizada por monos creados por motion capture en computadora de actores con trajes de licra y marcadores faciales (el único realmente interesante es el chimpancé “Bad Ape”, interpretado por Steve Zahn, y sale más bien poco) que pretende ser un serio e intenso relato capaz de contentar tanto a los cinéfilos exigentes como a los espectadores que no desean más que ver changos con ametralladoras y empanzonarse de palomitas y refrescos… pero la cosa no es tan democrática. La manipulación de Reeves y su equipo llega a un punto donde irrita y el espectador que sea más avieso para observar, detectará los agujeros en el argumento y la pereza del guión: “¿Y ahora qué hacemos? ¿Cómo resolverlo? ¡Ah, idea, dejemos que sea la naturaleza la que decida!”.
Así que, como espectáculo visual está bien, pero no se dejen arrastrar por el hype (o bien, el “mame”) que trata de vender este producto como una obra maestra de la cinematografía. No, señor. Esta cosa está más cerca de la pirotecnia técnica en efectos de la sobrevalorada Avatar, que de una verdadera obra maestra icónica y memorable, cosa que la cinta original, estrenada en 1968, con tantos momentos inolvidables —aun si hoy se siente un poco naïve con sus efectos de maquillaje ya muy rupestres en comparación con lo que se consigue en este siglo— todavía hoy y pese a todo, es.
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Miguel Cane es narrador, periodista cinematográfico, crítico y dramaturgo –desde hace 20 años vive de escribir y no se explica todavía cómo le hace. Es autor de las novelas Todas las fiestas de mañana y Corazón caníbal y las obras Somos eternos, Laura Dieste y Almas perdidas. También del inclasificable Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs. Tiene un gato llamado Llewyn y su película favorita es El bebé de Rosemary (Polanski, 1968).
Twitter: @aliascane