Por Fernando Bustos Gorozpe
La Tortuga Roja (La tortue rouge, 2016) es la primera cinta perteneciente a Studio Ghibli que es dirigida por alguien no japonés. También es la primera coproducción de este prestigiado estudio que, de buena forma, indica que aún hay muchos temas por contar y miles de cintas animadas por crear, que den batalla a las mayoritarias películas creadas por Disney y Pixar, en busca de comunicarse con otro tipo de audiencia más reflexiva.
El director de esta cinta es Michaël Dudok de Wit, un holandés que sólo contaba con algunos cortometrajes, que afortunadamente llegaron a la vista de los miembros de Studio Ghibli, quienes detectaron en sus planteamientos cierta veta japonesa. Sin más, le propusieron un día filmar su primer largometraje, sin existir un guion ya escrito.
A partir de una idea bastante conocida y trabajada en el cine, como es la de Robinson Crusoe, Dudok decidió hacer una película sobre un náufrago que queda varado en una isla desierta. Sin embargo, decide trazar una línea argumental distinta al desdibujar la identidad de su personaje. El náufrago es un hombre cualquiera, sin nombre, no conocemos jamás cómo naufragó, en qué época se desarrolla la historia, de dónde es, ni qué idioma habla. Dudok lo desposee de todos estos atributos para hacer de este hombre cualquier otro hombre. Le deja sólo la sexualidad y el instinto por escapar de la isla. El hombre, habitado de cultura (la cultura es lo contrario a la naturaleza) ya no se halla en este espacio que ahora parece bárbaro. La humanidad ha cobrado tanta distancia de la naturaleza que incluso se habla de ésta en tercera persona, como si nosotros mismos no fuéramos eso mismo de lo que se habla.
Al principio nos encontramos con un hombre desesperado. Necesita escapar. Entonces construye una balsa muy básica que después de varios metros es golpeada, hasta deshacerse, por algo que se oculta debajo del agua. Luego de varios intentos, en los que siempre pasa lo mismo, el náufrago descubre que lo que ha golpeado una y otra vez, y deshecho todas sus esperanzas de escapar, es una gran tortuga roja que, a la primera oportunidad, la tunde a palos hasta matarla, para luego de varias horas y de arrepentimiento de por medio, ver cómo del interior de ese gran caparazón roto, sale una mujer. Punto de ensueño que, en aras de disfrutar la cinta, no vale la pena cuestionar con la lógica de la vigilia.
Es desde ahí que todo se vuelve calma. Aun sin lenguaje, sucede lo esperado. El hombre asume su destino y deja de querer huir. Se enamora de la mujer. Tienen un hijo. Aquí todo opera a nivel simbólico. La mujer, según Dudok, es la naturaleza; el hijo, una síntesis de ésta y del hombre “civilizado”. Y el resto de la película es la resignación del hombre frente a algo que no puede controlar y que escapa de sus manos. La adquisición de serenidad frente a esos panoramas que no se pueden cambiar, y un regreso al mundo, a la piel, al convivio con el resto de la naturaleza como naturaleza misma.
La película transcurre sin diálogos, con algunos sonidos que saben a onomatopeya, y con las elementales señas (a lo Kabuki) que sirven para entender lo que está sucediendo ahí. Y sí, quizá esto pueda aburrir a quienes van buscando acción o una mera película que se apegue al canon de Syd Field. Pero a quienes van en busca de un momento de reflexión y contemplación, quizá los pueda conmover. Jugando con el lenguaje, La tortuga roja es una película zen: mero acontecer de la vida y del tiempo. No hay un mensaje claro, no hay realmente una lección. Es un mero recordatorio de nuestra relación con la naturaleza, con la forma en que se le ha definido (insistentemente) desde lo new age como paz y armonía, pero que también nos recuerda que ésta puede ser extremadamente violenta.
La tortuga roja, creada casi en su totalidad con dibujos a mano, son 80 minutos de autorreflexión con la vista puesta en la pantalla. Es silencio que nos recuerda la importancia (o no) de la palabra y lo poco que podemos a veces hacer frente a situaciones que nos rebasan. Aunque, por otro lado, que escapa de las declaraciones del director, la cinta también funciona como reinvención del Mito de Sísifo. El hombre sin nombre es el héroe que, frente a lo absurdo de su condena (estar varado en esa isla hasta el día en que muera) decide crear sentido que le permita vivir. Como buena película zen, seguro cada quién le dará una lectura distinta.
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Fernando Bustos Gorozpe es filósofo y profesor de la Universidad Anáhuac Norte. Estudia el Doctorado en Filosofía de la UIA y es colaborador de la revista Nexos.
Twitter: @ferbustos