Por José Manuel Ruiz Ramírez
Ayer, 21 de febrero, se realizó un acto oficial en el que el Procurador General de la República, Raúl Cervantes Andrade, dirigió una disculpa pública y reconoció la inocencia de Alberta, Teresa y Jacinta, quienes fueron privadas de su libertad después de haber sido acusadas de secuestrar a seis miembros de la Agencia Federal de Investigación (AFI). Durante el evento, Estela Hernández –hija de Jacinta Francisco– pronunció un discurso contundente en el que logró expresar los motivos que nos deberían indignar de lo ocurrido a estas tres mujeres y a sus familias. De sus palabras retomo tres puntos.
Once años atrás
El 26 de marzo de 2006 –domingo de tianguis en Santiago Mexquititlán, Querétaro– seis agentes de la AFI intentaron decomisar a los comerciantes y compradores de sus mercancías, alegando que lo que ahí se vendían eran discos piratas. Las personas exigieron que las autoridades se identificaran y les mostraran una orden que respaldara sus acciones, sin que los agentes lo hicieran (aunque estuvieran obligados conforme a la ley). El conflicto entre comerciantes y policías escaló, por lo que el jefe regional de la AFI y el agente del Ministerio Público Federal en San Juan del Río acudieron para dialogar con la comunidad y acordaron entregar $600 por el daño causado a las mercancías de los comerciantes. Hasta ahí el altercado.
Cinco meses después, Jacinta, Alberta y Teresa fueron detenidas con engaños. No se les informó del delito que se les acusaba y no se les brindó la asistencia jurídica a la que tenían derecho. Al ser mujeres indígenas hñähñú, el Estado estaba obligado a garantizar que fueran asistidas por un abogado que conociera su lengua y costumbres, así como por un intérprete. Los seis agentes de la AFI las acusaban de haberlos secuestrado, golpeado –tres mujeres solas contra seis agentes entrenados, así de ridículo– y de cobrar un rescate de $70,000 que supuestamente lograron juntar sus compañeros con pura buena voluntad en tan sólo tres horas y sin informar a sus superiores. Ese apoyo sí se vio, pues.
Lo absurdo del caso no bastó para que la Procuraduría reconsiderara la acusación (o para revisar el entrenamiento de sus policías). Jacinta estuvo privada de su libertad durante tres años hasta que fue absuelta, pero sin que la Procuraduría reconociera sus errores. Alberta y Teresa tuvieron que esperar un año más, hasta que la Suprema Corte conoció de su caso y ordenó su inmediata liberación debido a lo inverosímil de la acusación en su contra.
Las tres mujeres no se quedaron calladas. Exigieron que se les reparara el daño causado por la actuación arbitraria de las autoridades y lo consiguieron. El Tribunal Federal de Justicia Administrativa ordenó que fueran indemnizadas y que la Procuraduría General de la República les ofreciera una disculpa pública y reconociera su inocencia (de paso no hubiera sobrado que reconociera la incompetencia de los funcionarios involucrados). Sólo tuvieron que esperar once años.
Ser pobre, mujer e indígena no es motivo de vergüenza
Los seis agentes de la AFI no sólo tuvieron un (mal) entrenamiento de su lado. En el proceso en contra de Jacinta, Teresa y Alberta las autoridades aprovecharon las condiciones de vulnerabilidad de las tres mujeres en su contra. La obligación de brindar asistencia legal a las personas indígenas en su lengua y con conocimiento de sus costumbres no es un capricho reconocido en la Constitución. Estos derechos tienen la finalidad de que las personas indígenas puedan conocer de qué son acusadas y puedan defenderse en un proceso judicial. Si cualquier persona la tiene difícil cuando se trata de enfrentar las acusaciones de policías y ministerios públicos, ahora considérese cuando se habla un idioma diferente y no se tienen los recursos para pagar una defensa técnica.
La reivindicación que hizo Estela Hernández de la identidad de las tres mujeres no fue aleatoria. Sus palabras llaman la atención a una realidad que no se puede seguir ignorando. Las condiciones de desigualdad que sufren diversas personas y comunidades condicionan el ejercicio de sus derechos. En este caso no se revisó la incapacidad del Estado de proveer un servicio, sino una obligación todavía más sencilla: la de no encarcelar a quien no ha cometido un delito. Esta falta no sólo tuvo el costo de la libertad de Teresa, Jacinta y Alberta, obligó a sus familias a destinar su tiempo y recursos para buscar ayuda de otros organismos públicos, de defensores de derechos humanos y de los medios de comunicación.
¿Qué pasa cuando los recursos se acaban y el Estado no enmienda sus actos? ¿Sólo quienes más puedan resistir serán quienes aseguren el respeto a sus derechos?
Se chingaron al Estado
Cuando Estela Hernández pronunció esta frase no sólo logró una catarsis para las víctimas, sino para todas las personas que se sensibilizaron con lo ocurrido. Cuando las historias de corrupción y de abuso de las autoridades se han normalizado en la cotidianidad, hacen falta este tipo de llamados para recordar que las cosas no tienen que ser así. Las instituciones son capaces de dañar a las personas, pero también tienen la capacidad de protegerlas. Este caso demuestra esta dicotomía, pues Alberta, Teresa y Jacinta utilizaron a una parte del Estado para hacer que su contraparte se responsabilizara por sus actos.
Homenaje a Jacinta Francisco, Teresa González y Alberta Alcántara, indígenas Hñáhñú agraviadas por el estado.
Para el @CentroProdh #Justicia pic.twitter.com/LRjBYc6m58— Cintia Bolio (@cintiabolio) 21 de febrero de 2017
Que prevalezca la versión del Estado que protege los derechos de las personas depende de varias cosas, pero Estela Hernández apuntó el camino con sus palabras: depende de que la dignidad se haga costumbre. La reparación del daño a las víctimas no sólo comprende una indemnización y que se ofrezcan disculpas, requiere que ese tipo de actos no se repitan. Antes de concluir el acto, el Procurador tuvo que interrumpir su discurso en reiteradas ocasiones porque la gente del público no dejó pasar la oportunidad para llamar su atención a otros casos que están pendientes de resolverse o para clamar por los desaparecidos, los asesinados y los torturados. Por desgracia, esos gritos siguen siendo la costumbre y no la dignidad.
***
José Manuel Ruiz Ramírez es abogado en @AlaIzqMx que intensea con derechos humanos, tribunales y temas LGBT.
Twitter: @Gellert_G