Por Christian Mendoza

Entre las ansiedades contemporáneas, las que podemos encontrar con mayor constancia son las que tienen que ver con la forma en la que gestionamos el tiempo y las afectaciones que ha tenido la tecnología en nuestra comunicación. Los análisis son diversos. En un reportaje titulado ¿Qué efectos tienen las 5 mayores redes sociales en la salud mental de los jóvenes?, hecho por la BBC Mundo y publicado en Animal Político, se puede leer:

Facebook, YouTube, Instagram, Twitter y Snapchat se han vuelto ‘indispensables’ en el día a día de la mayoría de adolescentes y son pocos los que renuncian a tener presencia en alguna de esas redes. Pero la actividad de estas plataformas les generan depresión, ansiedad, problemas de sueño e inseguridad, según lo que ellos mismos admiten en un estudio realizado en Reino Unido.

El consultor de marketing Russ Warner, en un artículo publicado en el HuffPost, revisa cómo las nuevas generaciones invierten sus horas en el entorno laboral.

Es cierto que todos pierden el tiempo en el trabajo. Esa es una verdad que se explica por sí misma. Este hecho está parcialmente relacionado con la dependencia 24×7 que se tiene a smartphones, tabletas y computadoras, además de las diferencias generacionales.

Más tarde, Warner habla de cómo la tecnología permite fugas: “Los empleados pasan un tercio de sus vidas en el trabajo pero con frecuencia escapan mentalmente porque es algo fácil. Las distracciones están a un clic de distancia”. Por su parte, Sherry Turkle, socióloga especializada en tecnología, señala en su libro Alone Together que la ansiedad es lo que domina en nuestras interacciones digitales.

La ansiedad es inherente a la nueva conectividad. Sin embargo, es uno de los términos que no se suelen mencionar cuando hablamos de la revolución en las comunicaciones móviles […] Los efectos de la lectura online, al menos en los estudiantes de secundaria y universidad que he estudiado, siempre te invita a leer otra cosa, como si de una ensoñación diurna se tratara.

Con esta revisión tan reducida de algunas críticas que se le han hecho a la tecnología, podemos decir que existen dos líneas de análisis: el tiempo se lee sólo como una vía para la productividad y la tecnología, como una oposición a la productividad –al transcurso del  tiempo como el principal generador de resultados y de bienes–, sólo provoca trastornos mentales. La narrativa que se ha construido sobre esta circunstancia actual no suele posicionarse en la primera persona de quien experimenta esta forma de transcurso del tiempo, que va de la nada al remordimiento por la falta de producción y de autorrealización laboral.

12 años antes de que apareciera esta afluencia de textos y preocupaciones –antes de que se acuñara el término “millennial”  para utilizarse como principal demostración de los efectos que ha tenido la tecnología sobre la productividad–, en 2005 se publicaba, póstumamente, La novela luminosa del uruguayo Mario Levrero, uno de los estilistas más particulares de la prosa latinoamericana.

El libro se divide en dos partes, “Diario de la beca” y “La novela luminosa”. La primera funciona como un desmesurado prólogo de 428 páginas a lo que es el texto principal, y se centra cuando Levrero recibe la beca Guggenheim para poder terminar un proyecto que tiene postergado, el proyecto de “La novela luminosa”. Pero, para poder llegar a la escritura de un libro –podríamos decir que para poder llegar a un resultado laboral–, el autor decide mantener un recuento de su día a día en un transcurso que va del año 2000 a 2001. “Diario de la beca” termina capturando el paso del tiempo a partir de la postergación infinita del trabajo y de las adicciones tecnológicas que Levrero mantiene como respuesta a su falta de trabajo real. “Diario de la beca” anula el argumento para narrar su propia ansiedad permanente, ese hueco no productivo que resulta tan incómodo para las perspectivas contemporáneas sobre el tiempo y la vida como instrumentos de trabajo.

Nos dice Levrero: “Hoy todavía es ayer. Quiero decir: todavía no terminó mi jornada que empezó el domingo, a pesar del cambio de fecha. No veo la manera de solucionar el trastorno de mis horarios de sueño”. En varias páginas, leemos que Levrero no duerme, invirtiendo sus horas en una adicción excesiva a la computadora:

Mis ocupaciones y preocupaciones en relación a la computadora me hicieron verme a mí mismo como esos tipos que me han generado cierto desprecio, o más bien, incomprensión: los que se compran un auto y se dedican a desarmarlo, volverlo a armar, cambiarle piezas, lavarlo con una manguera, lustrarlo con una franela, y desde luego, hablar del auto.

Pero el autor también nos habla de su remordimiento:

Ahora estoy embarcado en esta ofensiva contra mi adicción a la computadora. Mi teoría es que, si consigo irme deshabituando, iré recuperando algunas facultades y sobre todo tiempo de vigilia, quiero decir de vigilia útil, en horarios donde pueda compartirla con otra gente.

La computadora es el contenedor de otras adicciones de Levrero, como la pornografía, la descarga ilegal de programas y los videojuegos. Su aislamiento, ¿en verdad lo hace perder una convivencia sana y libre con los demás? Levrero describe sobre lo que está fuera de su aislamiento:

Hay algo que está  radicalmente equivocado y fuera de lugar, y no sé si soy yo o es todo ese mundillo ciudadano del nuevo milenio. Alguna relación hay entre esta mentalidad y el fin –o el principio– de siglo y milenio. Si no recuerdo mal, la fiebre por el ruido comenzó alrededor de 1995, con la publicidad y la música ordinaria en algunos supermercados.

Levrero narra cómo ese ruido fue creciendo hasta convertirse en una imposición no únicamente sonora sino de convivencia. En las calles y en los establecimientos siempre encuentra un altoparlante que obliga a todos a escuchar una sola cosa, y también a disfrutarla. “La Intendencia no sólo tolera, sino que además participa activamente de este ruido estupidizante; y me imagino lo que será el país dentro de algunos años… el reino de la guarangada y la patota y seguramente de un nuevo terrorismo de Estado”. Durante la única “gran madrugada” –Levrero escribe en sus insomnios– en la que se desarrolla el “Diario de la beca”, el proyecto de “La novela luminosa” se va haciendo cada vez más imposible, al tiempo que el entorno de Levrero comienza a decrepitarse. Escucha en su contestador los anuncios de las muertes de algunos de sus amigos, pierde relaciones afectivas con mujeres, alumnos suyos intentan suicidarse. Los intentos de Levrero por hacerse de horarios laborales y personales van acumulándose a un lado de los desperdicios de sus fracasos –“Diario  de le beca” es una larga bitácora sobre el fracaso productivo. Hacia el final, leemos un discurso culminante:

Puedo escribir lo que se me antoje; nadie me molesta, nadie me interrumpe, tengo todos los elementos y toda la comodidad que necesito, pero simplemente no tengo ganas, no quiero hacerlo. Y estoy cansado de representar ese papel. Estoy cansado de todo. La vida no es más que una carga idiota, innecesaria, dolorosa. No quiero sufrir más, ni llevar más esta miserable vida de rutinas y adicciones.

Foto: http://blogs.elconfidencial.com/

En conjunto, La novela luminosa pareciera un texto pesimista. Pero Levrero señala las consecuencias del fracaso de la productividad. Ante la putrefacción de las estructuras y del parasitismo tecnológico, Levrero comienza a desarrollar una percepción hacia la vida que se opone a la de su falta de autorrealización, percepción que es nombrada en el diario y que es totalmente desarrollada en “La novela luminosa”. Levrero puede ver a sus muertos, mantiene una vida onírica bastante activa, entiende el lenguaje de las rocas a la orilla de las playas, se conmueve ante el reflejo de los semáforos en las calles mojadas, mira en las escatologías de lo cotidiano ciertos destellos de tranquilidad. En los márgenes del trabajo y de la confusión que existe entre realizar un trabajo y sentirse bien consigo mismo, Levrero encuentra una forma de humanidad y una manera de experimentar el tiempo totalmente contraria a la que se dirige sobre el remordimiento por no estar “haciendo lo suficiente”. Tal vez ésa sea la lección de La novela luminosa para estos días en los que nuestra vida sólo se concibe en términos de cuánto rendimos, de lo que debemos esforzarnos para mantener nuestra vocación y nuestra economía, de cómo gestionamos el tiempo únicamente en los marcos de la productividad y del rendimiento de resultados. Levrero remata con una fina ironía:

El 30 de junio finalizó el año de la beca. Siete días más tarde la Fundación me envío el esperado pedido de un reporte acerca de mis actividades y de mis gastos. Traté de ser totalmente veraz […] A ellos, de todos modos, no les importa; sólo necesitan que me haga responsable de ese dinero que recibí, para mostrar a los donantes que no han tirado su dinero a la calle. Por mi parte, puedo afirmar rotundamente que no lo han tirado; por el contrario, creo que han hecho una estupenda inversión.

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Christian Mendoza ha trabajado y colaborado en distintos medios culturales, como La Tempestad y Arquine.

Twitter: @christianclumsy

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