Por Laura Lecuona

Es cierto: una joven que empieza a reconocerse como lesbiana la tiene más fácil que hace veinte, treinta o cuarenta años.

Si de representaciones mediáticas se trata, es indiscutible. Sí, es más deprimente Las amargas lágrimas de Petra von Kant que La vida de Adèle. En 1998 daba esperanza ver en Will y Grace a unos personajes gays bien tratados; por fin los televidentes podían enterarse de que los homosexuales no son esos pervertidos que había que mantener alejados de los niños. Y, ¡albricias!, seis años después llegó The L Word, con su grupo variopinto de lesbianas y bisexuales con las que, si omitíamos el detalle de su vida glamurosa primermundista, hasta nos podíamos identificar. Además, en ninguno de sus setenta episodios faltaron escenas sexuales, superiores a casi cualquier intento anterior de mostrar en la pantalla a dos mujeres haciendo el amor (casi, porque tampoco vamos a olvidar los momentos más estremecedores de Al caer la noche o Bound). Admirando a Bette o a Shane, qué lejana resultaba la cancelación de la serie Ellen a raíz de la salida del clóset de Ellen DeGeneres. Y díganme si no dan ganas de contarle a Patricia Highsmith que esa novela que publicó con seudónimo en 1952 fue llevada al cine en 2015. La invisibilización lésbica parece cosa del pasado, ¿a poco no?

En la sociedad del espectáculo, cómo representen los medios a un colectivo no es insignificante: era cierto que si dejaba de retratarse a las lesbianas como desgraciadas o degeneradas, eso podía incidir en cómo se las percibiera en la vida real. Quizá gracias a Bette Porter y compañía alguien se lo pensará dos veces antes de despedir del trabajo a una mujer en virtud de su orientación sexual, o una adolescente se sentirá menos sola en su recién descubierto lesbianismo.

Sí: hoy ya se levantan menos cejas cuando van por la calle de la mano mujer contra mujer. Ya nunca el barman de un antro de la Zona Rosa manoteará la barra para que dos chavas dejen de besarse. No sé si dos enamoradas en una cena romántica volverán a padecer al personal masculino del restaurante desfilando uno por uno para verlas como si fueran bichos raros. Seguro que ahora menos parejas lésbicas tienen que inventarle al futuro casero que son roommates porque, si les niega el departamento, pueden denunciarlo a la Conapred. Con el matrimonio igualitario, adiós a esos temores de que si una estaba hospitalizada la otra no tuviera ni permiso de visita. Ya no más pesadillas con que si una muere los familiares consanguíneos de la otra la sacan a patadas del hogar que formaron juntas. Ahora la tendría más difícil un hombre que quisiera quitarle la custodia de los hijos a su ex esposa por estar en una relación lésbica.

Imagen: Tom Hatchman

Son logros importantísimos; hay que reivindicarlos y defenderlos. Si las mayores nos allanaron el camino, ahora nos toca allanarlo para las que vienen. Pero no sólo hay que seguir en pie de lucha para impedir que nos arrebaten lo conseguido: también debemos estar alertas a las nuevas formas de invisibilización y silenciamiento… Pienso especialmente en unas que vienen de dentro.

Ya en 1993 Sheila Jeffreys, en La herejía lesbiana (libro de relectura obligada), nos advertía sobre lo que estaba ocurriendo por el hecho de que muchas lesbianas prefirieran hacer equipo con los hombres gay que con las feministas. Sin duda nuestra discriminación tiene semejanzas con la suya, y algunas luchas (por el derecho a la adopción, contra el estigma social…) tenemos que darlas todavía hombro con hombro. Sin embargo, así como las mujeres son consideradas personas de segunda en el mundo en general, en el ambiente LGBT no es la excepción: en ese microcosmos se reproducen las mismas rancias dinámicas patriarcales que imperan en otras partes.

Unos ejemplos que dicen mucho. El gobierno de la CDMX sacó unos carteles para explicarle al público las siglas LGBTTTI. El de L de lesbiana acota: “algunas prefieren el término gay. Es cierto: muchas no usan la palabrita. Les suena fea, peyorativa, qué sé yo. Algo tiene de lesbofobia internalizada ese desagrado… y mucho tiene de misoginia la lesbofobia. Ese mismo odio de siempre hacia sí mismas ha provocado que, en preparatorias y universidades de Estados Unidos y Canadá, mujeres jóvenes se identifiquen antes como hombres transgénero que como lesbianas, y en México no tarda. Me pregunto si este día del orgullo LGBT+ podremos ir a celebrar a algún bar sólo entre nosotras, con eso de que los lugares exclusivos para mujeres ahora se consideran tránsfobos. A veces la cultura de la violación se envuelve en la bandera arcoíris: los hombres que siguen sin entender que no es no han descubierto una nueva manera de presión y chantaje; se llama cotton ceiling (techo de algodón): la idea de que si una lesbiana no quiere acostarse con una mujer transgénero (hombres que “se sienten mujeres”, pero no sufren ese rechazo al propio cuerpo característico de los transexuales) no es porque no se le da la gana sino porque es una maldita “terf”. Según esta idea tan progre, una lesbiana tendría que aceptar como parejas sexuales a hombres que se dicen mujeres… así sean mujeres con pene y barba. A 39 años de aquella primera marcha del orgullo homosexual en esta ciudad, hay hombres heterosexuales que se dicen lesbianas marchando al frente de grupos lésbicos… y  lesbianas que les siguen la corriente y se dejan liderar por ellos.

Tanto la militancia lésbica como lesbianas y bisexuales en lo personal tienen que volver a abrazar el feminismo, a menos que prefieran seguir quedando relegadas de facto en la marcha de las letras. Sería deseable que el movimiento LGBT fuera feminista, pero eso no va a pasar pronto. En vista de la marginación y el silenciamiento bajita la mano dentro de un movimiento que se suponía también nuestro, el futuro del lesbianismo es feminista o, literalmente, no será.

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Laura Lecuona estudió Filosofía en la UNAM y un máster en Literatura Infantil y Juvenil en la Universidad Autónoma de Barcelona. Ha dedicado toda su vida profesional al mundo de la edición. Es autora de Las mujeres son seres humanos (Secretaría de Cultura, 2016).

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