Por Esteban Illades

En las últimas dos semanas han sido detenidos dos de los cuatro exgobernadores que estaban prófugos de la justicia (hay varios más bajo sospecha, pero sólo cuatro con orden de aprehensión: Tomás Yarrington, César Duarte, Javier Duarte y Eugenio Hernández).

Del primero, Tomás Yarrington, ya no muchos se acordaban. Llevaba huyendo desde 2012, por lo menos, cuando el gobierno de Felipe Calderón lo acusó de ser parte del crimen organizado. Cinco años más tarde apareció, con varias cirugías plásticas de por medio, al grado de que sólo se pudo confirmar su identidad a través de huellas digitales.

A Yarrington, detenido en Italia, no lo encontró la policía mexicana. Lo hizo el gobierno estadounidense, en conjunto con Interpol. Tan distraído estaba nuestro gobierno que Estados Unidos ya había pedido su extradición antes de que en la procuraduría pudieran decir mu.

A Javier Duarte, en cambio, parece ser que sí fue la Procuraduría General de la República (PGR) quien dio con su paradero. De acuerdo con las versiones difundidas hasta ahora, y dignas de un “Hola, señor Thompson”, a Duarte lo capturaron porque a su concuño, Armando Rodríguez, le pareció una buena y nada sospechosa idea utilizar un avión de la compañía de la que son dueños ambos para viajar a Guatemala con los tres hijos del exgobernador.

 

Sí, así se dice que fue. El avión salió de Acapulco, se detuvo en Toluca, donde se le incautaron billetes en distinta moneda a Rodríguez y después lo dejaron seguir su camino. O el cinismo llegó a niveles increíbles o todo es más primitivo de lo que se piensa: la familia de Duarte viajó a Guatemala usando sus nombres verdaderos y la PGR siguió el avión.

Tres días después, en el hotel más lujoso de Panajachel, un pueblo turístico a poco más de 130 kilómetros de la capital de ese país, la policía tenía acorralado al exgobernador de Veracruz, quien, según la Auditoría Superior de la Federación –el organismo que analiza las cuentas públicas federales y de los estados–, tiene el récord nacional en desvío de dinero: 55 mil millones de pesos.

A Duarte se le preguntó si era él. Dijo que no. A su esposa se le preguntó que si se llamaba Karime. Dijo que su nombre era Karina. Señor Thompson en verdad.

El exgobernador de Veracruz ahora estará detenido en Guatemala hasta 60 días, que es el período que tiene el gobierno mexicano para pedir su extradición. De proceder, vendrá a México para enfrentar varias acusaciones; entre ellas, enriquecimiento ilícito (según el artículo 224 del Código Penal Federal es no poder acreditar el aumento de su patrimonio) y peculado (según el artículo 223 del mismo código, es desviar dinero público).

El problema será, claro, que la PGR pueda demostrar que Duarte en efecto hizo eso. ¿Por qué? Por varios motivos. El primero es, sin duda, que comprobar delitos financieros es complicado y el gobierno tiene poca experiencia en eso: se tiene que vincular una ruta clara entre la salida del dinero y su destino. Se tiene que probar que Duarte lo ordenó o lo supervisó. Tiene que haber un papel firmado –cosa que es casi imposible– por él, o una llamada intervenida –legalmente– en la que Duarte hable de estas operaciones. O, si no, se tiene que voltear a algún otro detenido: que confiese e implique a Duarte a cambio de algún tipo de beneficio.

Eso es bajo la suposición de que el caso esté bien armado. Porque –y ejemplos abundan– las autoridades mexicanas no se caracterizan por su buen actuar. Amistades o ineptitud, sea cual sea el motivo, la posibilidad de que Duarte se mantenga poco tiempo tras las rejas es alta.

O si no pregúntenle a Amado Yáñez, dueño de Oceanografía y acusado de defraudar a Banamex por 500 millones de dólares. Yáñez hoy enfrenta su proceso en libertad, pues pagó una fianza de 7.5 millones de pesos, cifra que para Duarte seguro es de risa.

¿En dónde nos deja como país el caso Duarte?

A diferencia de otras ocasiones, como cuando se recapturó a Joaquín “El Chapo” Guzmán y el gabinete se felicitaba a sí mismo porque alguien que les había cavado un túnel kilométrico bajo sus narices estaba de regreso en prisión, esta vez el ánimo en el gobierno federal fue mucho más tranquilo.

El presidente no tuiteó nada, en el PRI se limitaron a “reconocer” el trabajo de la PGR y no pasó a más. Esto porque Duarte militó en el partido por 21 años, y sólo se le expulsó cuando se dio a la fuga. Aunque muchos, muchos, digan que esto es una estrategia electoral –dos gobernadores detenidos a menos de dos meses de la elección en el Estado de México–, la realidad es que el gobierno federal no tiene para dónde hacerse. Permitió que Duarte, Roberto Borge, el otro Duarte, César, y muchos otros gobernadores desviaran dinero a diestra y siniestra sin siquiera llamarles la atención.

Vaya, cuando salieron las primeras acusaciones contra Javidú, el castigo del presidente fue sentarlo al final de una mesa en un acto público. Eso fue todo. Más que otra cosa, parecía que el presidente no quería tomarse una foto con el exgobernador, no se la fueran a echar en cara después.

Y es que la detención de Duarte no es un triunfo para nadie. Aunque Miguel Ángel Yunes, gobernador de Veracruz, haga el ridículo diciendo que es una promesa cumplida de su campaña.

Al contrario, la captura de Duarte muestra a México tal y como es, o al menos a su gobierno. Desde su primer año como gobernador se le señaló por el incremento de violencia en el estado. Por la cantidad de periodistas asesinados. Por el dinero desaparecido. Pero nadie hizo nada. No hay que olvidar que incluso cuando le llegó el agua al cuello –en gran parte por el excelente trabajo de Animal Político, que documentó de manera sólida los desvíos de Duarte y compañía– lo intentaron ayudar. Un día antes de que se fugara, se reunió con el secretario de Gobernación. Repitámoslo: un día antes de darse a la fuga se reunió con Miguel Ángel Osorio Chong.

No sería hasta más de seis meses después que lo volviéramos a ver. Y, aun así, Duarte sonreía. Hacía chistes. Se mostraba tranquilo a pesar de todo. Como si estuviera orgulloso de lo que hizo.

¿Por qué? Porque sabe que el gobierno que lo dejó hacer esto, que lo dejó escapar, que permitió que los demás gobernadores endeudaran a sus estados por miles de millones de pesos no le puede hacer mucho.

Lo podrán encarcelar. Podrán quitarle algunos de los millones que se robó. Pero Duarte siempre tendrá la ventaja: fue detenido en un país donde, como dice Alejandro Hope, “la corrupción no es un problema del sistema, es el sistema”.

Es el México de Paloma Merodio, el México donde los candidatos a fiscal anticorrupción copian en el examen para obtener el puesto, donde un gobernador prófugo tiene escoltas estatales mientras está desaparecido, donde un juez dice que no hay pederastia porque el abusador no obtuvo placer, donde alguien puede esconderse en la Cámara de Diputados en lo que obtiene un amparo,  donde… la lista es infinita. A ese México regresa Javier Duarte. ¿Celebrar? No hay ningún motivo para hacerlo.

Se capturó a un delincuente, sí. Pero, si las instituciones de este país en verdad funcionaran, no tendríamos veracruzanos que recibieron pruebas falsas de VIH sólo porque la codicia de un hombre llamado Javier Duarte no tuvo límite alguno durante casi seis años y porque un gobierno igual de corrupto le permitió salirse con la suya hasta que la liga se rompió.

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Esteban Illades

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