¿Cómo es vivir en el fin del mundo?

Seguramente es una pregunta que muchos nos hemos hecho; al menos en mi caso, ha pasado por mi mente en repetidas ocasiones, de ahí que cuando surgió la oportunidad de conocer un lugar que no es tan fácil de imaginar, no dudé en subirme al avión y comenzar esta larga expedición.

De entrada, debo aclarar que cuando digo que las Islas Falkland son un territorio que resulta difícil de imaginar, lo digo con toda honestidad y es que, desde que tengo uso de razón, lo único que sabemos (y que los medios nos han mostrado) de estas islas es el enredado conflicto geopolítico que las rodea, a tal grado, que resulta complicado referirnos a ellas por su nombre, sin que alguien asuma que tomamos partido.

Personalmente les llamo Islas Falkland y no Malvinas, no porque esté más a favor de un país que del otro, sino por que así les llaman las personas que viven aquí. De hecho, este era una de los temas que más curiosidad me causaba y es que todos estos años, cada vez que escuchamos del conflicto de las islas, sólo nos llegan las posturas oficiales, lo que dicen los políticos y sus gobiernos, pero nunca podemos saber lo que siente la gente real, lo que dicen esos 2,950 habitantes que, a final de cuentas, son los que viven, sufren y disfrutan de todas esas decisiones que, hasta hace unos años, se tomaban a cientos de kilómetros de sus vidas.

Sí, leyeron bien: 2,950 habitantes.  En términos prácticos, podemos decir que hay más gente en un lleno del Teatro Metropólitan, que en el sorprendente archipiélago.

Llegar a las Falkland no es nada sencillo, al menos por la vía aérea, donde sólo un avión comercial entra y sale de las islas cada fin de semana.  Así, para llegar aquí desde la Ciudad de México uno debe tomar un avión rumbo a Santiago, pernoctar  en la capital chilena y madrugar al día siguiente para continuar la misión en un nuevo vuelo que hará otra escala en Punta Arenas, pasar migración y finalmente dirigirse a Mount Pleasant, el modesto aeropuerto  militar donde aterrizan todos los vuelos que llegan a estas islas, además, de ahí todavía habrá que hacer un recorrido por tierra antes de llegar a Stanley, la capital de las Falklands, un pequeño poblado donde vive la mayor parte de la población de este territorio (dos mil de los 2,950 habitantes) y donde también se encuentra la principal infraestructura de las islas:  dos escuelas, un hospital,  un supermercado y por supuesto, la asamblea legislativa y  la casa de gobierno desde donde se gobierna a las islas de manera autónoma desde el 2009. 

Es mi primera noche en “el fin del mundo”, y una de las primeras cosas más impactantes cuando se llega a las Islas es la facilidad que uno tiene para disfrutar del paisaje y perderse en el horizonte.  Parece una tarea sencilla y cursi hasta cierto punto,  pero en una época en donde las grandes construcciones y los rascacielos se multiplican por doquier, encontrarme en un lugar en donde no hay ni edificios ni árboles que estorben la panorámica, resulta tan encantador como sorprendente.  Hay pastos, musgos, arbustos y flores, ¡pero no árboles! según cuentan los locales, se debe a que el viento no lo permite.

Pero  ¿cómo es vivir en el fin del mundo?  Cómo viven los pescadores, cocineros, deportistas y comerciantes.  En los próximos días, espero no sólo descubrirlo, sino también poder compartirlo con ustedes.

Cambio y fuera desde el fin del mundo.

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