Por José Ignacio Lanzagorta García

Viernes en la noche y la Zona Rosa, la calle de República de Cuba, un par de antros en Polanco y alguno que otro viejo y nuevo enclave por aquí y por allá, están vibrando. Es innegable que ser gay en la Ciudad de México y en otros territorios urbanos del país se ha vuelto menos difícil que hace 10, que hace 20, que hace 30 años, que hace más, cuando ni siquiera nos llamábamos “gay”. Hoy, incluso, en algunos circuitos, “gay” empieza a ser una mala palabra, no por marginación, sino por desprecio a la hegemonía que ha conseguido en el mercado. Por mainstream, pues.

Las embestidas conservadoras, embestidas de muerte con grotescos disfraces de una fe torcida, ya no son suficientes para desarmar a quien consiga los recursos para separarse de una familia a la que avergüenza, de una ciudad o poblado que lo amenaza, de un grupo de amigos que le da la espalda. El simple acceso a internet ofrece un mundo más inmediato de contactos, de lazos que van desde el candente desfogue sexual hasta la formación de una nueva familia, una que sí esté basada en el amor; un mundo de información sobre sitios y formas de vivir su diferencia, un mundo donde su estigma no existe sino que es otra cosa. Si aquellos quieren marchar por la familia que segrega y odia, por supuestos valores que son más bien disciplinas, por la muerte en vida: que marchen, que tomen las calles, que se regodeen en su antinatural monocromía; ya saldremos en junio, otra vez, a escandalizarlos semidesnudas, borrachas, solas, en parejas, en tríos, en bola, en cuero, en drag, en disfraz y abanderadas con ese arcoíris de vida que significa la transgresión. Saldremos a escandalizarlos y a escandalizarnos más.

Foto: Getty Images

“Se pone mejor”, dice la campaña estadounidense que, a base de testimonios personales, pretende entusiasmar a jóvenes diferentes a asumir su diferencia, a hacerla pública, a echar a andar sus vidas, a celebrar sus cuerpos y sus mentes como son o como quieren que sean. Seguimos necesitando decirlo y escucharlo. En el último año, la sórdida embestida conservadora ha luchado para que nuestra existencia siga sin llegar a los libros de textos. Para los más pequeños, continúa el temor de comunicarle a su entorno inmediato que no sienten lo que dicen que deben sentir, que no desean lo que dicen que deben desear. La ausencia de toda referencia de normalidad, de que todo va a estar bien, de que no están solos, los calla, los segrega, los deprime, los aísla… los pone a esperar. Y la vida de nadie es un paraíso, pero sí, se pone mejor. Mucho mejor. Mejor de lo que se ha puesto antes nunca. Y tenemos esto. Tenemos que yo pueda escribir esto aquí. Tenemos este día contra las fobias que, a pesar incluso del esfuerzo del ex presidente Felipe Calderón por impedirlo, ya lo reconoce hasta el Estado.

La libertad no ha cesado de complejizarnos. Hoy disputamos nuestros pendientes y, sobre todo, nuestro legado. Disputamos nuestras fronteras con los heterosexuales. Disputamos nuestras cosas entre la L, la G, la B y las Ts. Nos damos con todo. Si dijimos esta palabra somos cómplices de tal o cual odio. Si omitimos esta otra, también. Incluimos y excluimos. Disputamos si la hegemonía lentamente conquistada por unas formas de ser nosotros significa la opresión a la alteridad de los otros. Disputamos si sí somos una comunidad. Disputamos si las nuevas agendas de unos significan antagonizar las de otras. Disputamos si las estructuras dominantes de la norma heterosexual nos cooptaron en esto o en aquello. Seguimos discutiendo si veníamos a evidenciar la decadencia del matrimonio monógamo como institución burguesa o si tal vez solo nos queríamos casar. Disputamos si queríamos desencializar y pulverizar lo que significa ser hombre y ser mujer o si sólo lo estamos retraduciendo a otros términos igualmente binarios. Disputamos como nunca el papel de las otras intersecciones de clase y étnicas, que también nos cruzan. Qué gran privilegio gozamos quienes podemos ser parte de estas generaciones, librando estas disputas.

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No hay marcha atrás (espero). Pero sí mucha marcha por delante. Y el año pasado aprendimos que esto no puede tomarse a la ligera. La irresponsabilidad del presidente Enrique Peña Nieto de impulsar improvisada y sólo mediáticamente parte de nuestras agendas logró poco y, en cambio, despertó y organizó al Leviatán del conservadurismo. No queda, pues, sólo el gozo de las disputas, sino que la lucha sigue. Por las y los que no tienen los recursos para huir o protegerse de los idiotas. Por las y los que son hostigados en la escuela, en la calle, en la familia o despedidos de su trabajo a causa de su orientación sexual o identidad transgenérica. Por asesinatos a causa de homofobia o transfobia. Por la igualdad de derechos civiles en todos lados. Por el acceso a medicamentos, información y la desestigmatización del VIH y otras enfermedades de transmisión sexual. Por la visibilidad de otros cuerpos, de otras formas de organizar y vivir el deseo, el amor, la familia o la falta de ésta. Por revelar nuestra existencia en planes escolares.

La embestida contra la homofobia, bifobia y transfobia ahí está. Tenemos en puerta una importante elección estatal en la que nuevamente aparecimos en la agenda y, como históricamente ha sido, salvo uno de izquierda, ninguno de los candidatos punteros es nuestro aliado: ni el de la mafia que controla el estado, ni la puntera de izquierda, ni la de derecha. De hecho, abiertamente, son nuestros enemigos.

La(s) lucha(s) sigue(n).

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

Imagen principal: Getty Images

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