Todo parecía viento en popa para que este texto hiciera eco del tren en redes sociales sobre la venidera consulta del Nuevo Aeropuerto de la Ciudad de México; o algún nuevo (des)atino semanal de Andrés Manuel. Sin embargo, el pasado viernes miles de personas en Tecún Umán, Guatemala, atrajeron la atención nacional e internacional después de entrar a territorio mexicano a pesar de la hostil bienvenida de gases lacrimógenos de más de 200 elementos de la Policía Federal. Las autoridades del municipio fronterizo de Suchiate hablaron en un principio de cuatro mil personas entrando al país, pero conforme ha avanzado el tiempo la cifra podría rondar las siete mil. Se presume que la mayoría de ellas son de Honduras y que en menor proporción estarían acompañadas de gente de Guatemala, El Salvador y Nicaragua.
A pesar de la beligerancia tuitera de Trump (macabramente coincidente con las elecciones intermedias en Estados Unidos) y para la sorpresa de algunas personas, ésta no es ni la primera ni la última caravana que entra/rá a México. En realidad, es sólo la versión más frontal y multitudinaria de un fenómeno que ha incrementado en los últimos años a medida que se profundiza el deterioro casi generalizado de Centroamérica. Tal es la situación, que desde 2013 y hasta 2017 el número de solicitudes de refugio de las nacionalidades participantes en la caravana se incrementó casi al 1000% y que, según El Universal, ya hace de México un país que deporta más personas migrantes que Estados Unidos. Según datos del Observatorio Consular y Migratorio de Honduras, al 12 de octubre de 2018, 60,014 personas fueron deportadas desde México y Estados Unidos, lo que representa un éxodo diario de, al menos, 210 personas: 80 más que el promedio diario de todo 2017.
La situación del norte de Centroamérica es de particular inestabilidad política con la corrupción empañando las venideras elecciones en Guatemala y El Salvador y la sostenida represión y persecusión política de la oposición en Nicaragua. No obstante, es Honduras quien padece un deterioro más profundo desde hace años. En 2009, el país vivió un golpe de Estado apoyado por los militares que depuso al presidente Zelaya y estableció un interinato que llegó a suspender la constitución con tal de contener las protestas. De acuerdo con Insight Crime, este acontecimiento fue un parteaguas para la ya de por sí golpeada situación social, económica y política de aquel país. Entonces, los grupos criminales aprovecharon el caos para instaurar nuevas rutas de droga y acumular una riqueza equivalente a aproximadamente la mitad del total anual de la principal exportación del país: el café. A pesar de lo familiar que pueda resonar eso en México, en 2016 Honduras tuvo una tasa de homicidios 3.5 veces superior a la de nuestro país: la peor de Latinoamérica sólo después de su vecino El Salvador. Además, ahí la violencia es normalidad. El 75% de las veces se mata con arma de fuego. Así, la violencia desplaza al interior de sus fronteras a miles de personas.
La represión del Estado volvió en 2017 con el llamado fraude electoral que reeligió al actual presidente y que terminó en decenas de muertes y miles de detenciones, algunas con tortura, durante las manifestaciones. Incluso, hasta las empresas hacen su agosto en Honduras. Según Global Witness, desde 2010 Honduras ha sido sostenidamente el país más peligroso del mundo para defender la tierra. Esta defensa no ha sido contra el narco, sino contra proyectos vinculados a la élite política en minería, presas, tala, turismo y agricultura de gran escala: dejando a su paso la mayor cifra de muertes per cápita del mundo. Además, nos resta sumar que 7.4 personas de cada 10 en Honduras viven por debajo del umbral de la pobreza (50% más que México) en un país donde se estima que el 4.3% de su PIB se pierde en corrupción y hasta el 95% de estas pérdidas vienen del saqueo al Instituto Hondureño de Seguridad Social que, justamente, debería ser uno de los instrumentos para atacar la miseria.
Habiendo mencionado estas desgracias, no es de sorprender que desde Honduras lleguen masivamente personas a nuestras fronteras. En un mundo ideal, los recursos del Estado y de las organizaciones de defensa de derechos humanos no sólo permitirían atender al migrante, sino que entrarle más profundamente a las causas de violencia, desigualdad y pobreza que los orillaron al desplazamiento en primer lugar. Pero en el plano más terrenal, ¿qué podemos hacer dado el complejo panorama que enfrentan? No necesitamos enviar masivos fondos en infraestructura o aventarnos el rediseño de su país. Sólo necesitamos dejarles pasar. Hay quienes sostienen que no hay mayor ayuda para los países pobres, ni humana ni institucional, que recibir a sus migrantes. En última instancia, el envío de dinero de inmigrantes a sus familiares en Honduras representó poco menos del 20% de los ingresos de ese país en 2016; al ser los más vulnerables quienes emigran, eso contribuye a combatir la desigualdad. Condenados a la violencia y la pobreza, en buena medida sólo por la latitud donde nacieron, no debería ser gran lío recibirles para todo aquel o aquella persona dispuesta a hacer de este mundo un lugar un poco más justo.
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Guillermo Rodríguez es integrante de Wikipolítica CDMX, una organización política sin filiaciones partidistas .
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