El día que mi mamá se tomó una selfie, sabía que había nacido un género. Piénsalo, la selfie de los Premios Oscar, las selfies que luego la imitaron, aquella del hombre cuya avioneta cayó al mar, o la de un astronauta desde el espacio, no son razones tan convincentes de que un género ha permeado en la sociedad con tanta fuerza, como el hecho de que tu madre lo haga, ahí sí, el fenómeno es verdadero.
Las selfies y todas sus variantes no han escapado al análisis de opinólogos de cualquier tipo (esa frase es una selfie de este artículo) que advierten por un lado que nuestra generación narcisista y vanidosa encontró en la selfie el compañero perfecto a nuestra self-centered way of life. Otros más bien hablan de una moda pasajera que se irá cuando la siguiente la empuje al olvido.
No mentiré, me gusta tomarme fotos en el espejo, no sé si ser un selfier te hace un selfish, creo que no, pero sí estoy seguro de que meternos a explorar este fenómeno a la luz de la Historia del Arte, bien nos puede ayudar a descubrir rasgos importantes de nuestra generación. La selfie, comprendida como el acto de tomar una instantánea de sí mismo con un teléfono, tiene el feliz antecedente de la tradición del autorretrato.
El autorretrato, el retrato con cámara o la selfie, a pesar de la diferencia de forma y fondo de cada género, tienen como hilo conductor la autorreferencialidad plástica, un testimonio de la exploración de uno mismo.
Un autorretrato no es automáticamente una muestra de amor a nosotros mismos. En el arte, los autorretratos tienen muchas y muy diversas aplicaciones e intenciones. Algunos se hicieron para demostrar el paso del tiempo en el artista, otros como humilde regalo o para cortejar. Hay los que se hacen por tristeza y los que se hacen para evitar la locura.
Hay que ver por ejemplo el autorretrato pintado por el artista renacentista Parmigianino. Autorretrato en espejo convexo, data de 1524 y es un autorretrato del artista cuando tenía 16 años. Se dice que Parmigianino lo pintó para demostrar a futuros compradores de su arte el talento que tenía.
El cuadro es hermoso y mucho se puede decir al respecto, sin embargo, un detalle salta a la vista inmediatamente: la mano distorsionada, esa misma mano grande que sale en nuestras selfies del siglo XXI. Como lo apuntó, Jerry Salt, el poeta John Ashbery escribió sobre este cuadro algo que se puede decir de todas las selfies: “La mano derecha / más grande que la cabeza, se lanza hacia el que mira / y se aleja luego con suavidad, como protegiendo lo que muestra“.
Goya era fan del autorretrato, dedicó varios años a producir pinturas de sí mismo. Por ejemplo, pintó este autorretrato en 1795 como una buena forma de capturar el proceso de envejecimiento del artista y claro, mostrar su glorioso atuendo. Los ejercicios de Goya bien podrían ser una forma de abordar ese misterio que nos confunde y asusta: el envejecimiento. ¿Estaremos listos a enfrentar que nuestro cuerpo ha dejado de ser ese que vive en la instantánea?
A Joseph Ducreux, por ejemplo, le encantaba pintar a la gente de forma diferente a la acostumbrada en el siglo XVIII.
Y este es su glorioso autorretrato bostezando.
Courbert es uno de los artistas más importantes del siglo XIX. Tal vez más reconocido por su cuadro El origen del mundo . Sin embargo, tiene uno de los más hermosos autorretratos de la época: Le Désespéré. En esta obra, el artista se muestra con ojos desorbitados y las mejillas encendidas. El genio desesperado de los románticos, las locura creadora, y las enfermedades del espíritu se resumen todas en este cuadro, testimonio de una generación que hizo del sufrimiento materia prima de sus creaciones.
A finales del siglo XIX, el psicoanálisis y después las vanguardias, harían que las caras del autorretrato cambiaran radicalmente.
Están por ejemplo los autorretratos de Van Gogh, unos de los más hermosos que hay. Van Gogh fue un alma atormentada, muchas veces tuvo que internarse en clínicas para atacar la depresión y la neurosis. La razón de su muerte sigue siendo un misterio pero a través de las cartas con su hermano y su familia sabemos que el artista intentaba siempre salir de su inestabilidad mental. Acaso sean sus autorretratos un buen testimonio de los claros y oscuros por los que Van Gogh pasaba, una forma de enfrentar el caos que somos nosotros mismos.
Están también los autorretratos de los vanguardistas. Estos resultan todavía más especiales porque, muestran al artista atravesado por los estilos y obsesiones del cubismo, el surrealismo, etc. Cuerpos que han dejado de ser figurativos, laceraciones, miradas perdidas, experimentos sobre uno mismo al fin y al cabo. Tal vez la ansiedad de no saber quiénes somos viene de creer que debemos caber en un molde impartido por la sociedad y esto, por imposible, nos hace vivir en la insatisfacción; los experimentos de las vanguardias precisamente abren las fronteras de lo creemos que somos, y experimentar con esas fronteras cambia la concepción que tenemos de nosotros mismos.
Un bello ejemplo de esto es cuando, en 1995, con 61 años de edad, el artista Utermohlen visitó por primera vez el Grupo de Investigación en Demencias del Instituto de Neurología del University College de Londres. Su esposa, Patricia, notaba que el artista se encontraba cada día más distraído, tenía problemas para abotonarse la camisa, comenzaba a olvidar cosas y le costaba trabajo escribir: el deterioro cognitivo de Utermohlen resultó ser Alzheimer.
El artista se enfrenaba a una terrible realidad, sus capacidades cogniivas, su mente creadora se difuminaría con el tiempo, recluyéndolo a un estado de demencia y alejamiento de la realidad que lo rodeaba.
El arte, él lo sabía muy bien, es principalmente una forma de enfrentarse a la realidad, de aprehenderla en su vastedad y sacar tal vez algunas pálidas luces de lo que somos y lo que nos pasa. Utermohlen se dio a la tarea no solo de seguir con su práctica artística sino de utilizarla como una forma de enfrentarse al hecho de que todo a su alrededor dejaría de ser lo que era, que las formas, los objetos, las personas se irían borrando y la mente del creador se perdería en lugares a los que ya nadie podría acceder y que el mismo no podría comunicar. Decidió pintar autorretratos de su proceso.
Está la bella selfie también de Munch, el autor de El Grito, tomada en un sanatorio à la Marat.
Con la era de la Industria Cultural (cuando los bienes culturales y artísticos se producen en forma masiva), tenemos ejercicios de autoexploración visual interesantes, está los retratos de Kubrick por ejemplo (que ya dibujan las nuevas reglas de la selfie en el espejo), las de Macartney o los Kennedy.
Muchos hablan de que la generación selfie, nuestra generación, está demasiado enamorada de sí misma, solo por el hecho de que se toma muchas selfies. Claro, a simple vista esto parece narcisista, sin embargo, esto interpretarse de forma diferente si pensamos en uno de los rasgos que diferencian a la selfie del autorretrato: las plataformas sociales.
La selfie es una instantánea de nosotros mismos: eternizar el momento es el hechizo de la foto, entonces la selfie es el hechizo de eternizarse a uno mismo pero, siempre, con la finalidad de pasarnos por tribunal, salir a la plaza pública y mostrar lo que tenemos. Un juego de vanidad tan complicado que va más allá de sentirnos bien o mal con nuestra apariencia.
Queremos estar enamorados de nosotros mismos, pero la verdad es que no podemos, al contrario, tal vez la inseguridad que nos provoca nuestro rostro nos lleva a producir instantáneas prefabricadas cuyo número de likes es directamente proporcional al paliativo de la aprobación. Mandamos instantáneas de nosotros mismos, fugaces caras para la aprobación general. Somos nuestro avatar de la red, somos el eterno duckface de la insatisfacción millennial, somos la búsqueda del sentido de nuestros cuerpos en una pantalla.
La selfie no se toma, se actúa. Nos fabricamos un yo para una audiencia. Como señala, Jerry Salt, “de alguna manera, las selfies vienen directamente de la idea de methexis -el momento en el que el actor se dirige a la audiencia directamente, justo como algunos cómicos en la televisión miran a la cámara y le hacen caras“.
Como los cuadros de los grandes artistas utilizan técnicas (contestarias o que imiten), que se explican por la época en los que fueron producidos, así también la selfie tiene condiciones de producción bien delimitadas.
Piensa en el proceso estético de producción de una selfie, abre la app, escoge hacia dónde se tuerce la boca (duck face, sparrow face, mueca, sonrisa) lentes oscuros (yay or nay?), espejo del baño porque vamos a la fiesta, espejo del elevador para que salga todo el outfit, una en el coche porque hay buena luz. Luego tomar por lo menos tres, juzgarlas suficiente y entonces escoger un filtro, escoger una red, escoger una frase: la selfie es la manufactura de nosotros mismos.
Luego, checar y rechecar quién le dio like. Un like de tu mejor amigo no provoca las mismas endorfinas que un like de la persona que te gusta. Aprobación. Fin del proceso artístico.
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Cada generación tiene obsesiones y es muy difícil entenderlas completamente, todavía más cuando hablamos del presente.
La selfie no morirá como no morirá el autorretrato. Lo que sí deberíamos preguntarnos, sin embargo es si la selfie habla de una generación vanidosa o con miedo, que ama sus cuerpos o tal vez les teme, que busca lidiar con el eros o más bien con el tanathos: la selfie será un testimonio lleno de hashtags de qué era nuestra generación.
Por Luis Miguel Albarrán @Perturbator