El Festival Proyecta 2013 en Oaxaca se presentó este fin de semana en el Jardín Etnobotánico del centro de la ciudad, entre su principales artistas se encontraban AntiVJ, Dr. Lakra y Mr. Kone. Lo que ahí ocurrió sin embargo, pudo haber sido algo más que una experiencia terrenal.
Desde la carretera, Oaxaca ya ofrece paisajes marcianos: piedras rojas en tierra tan seca que es casi blanca, casi polvo. Iba en la camioneta de prensa hacia el festival Proyecta en Oaxaca, dormitaba en el trayecto y el paisaje me engañaba: ni bosque ni desierto, ni verde ni café. Me sorprendía lo rápido que cambiaba todo, como si recorriéramos miles de kilómetros en apenas minutos, como si luego de cerrar los ojos ya estuviéramos en otro mundo.
Había leído acerca de los artistas que se presentarían, y al principio pensé en cualquier festival de arte, diseño, y luces, sin embargo, cuando me enteré de que el festival sería en un jardín etnobotánico, me decidí a viajar para ver de qué se trataba realmente: quién diría que lo que pasó en Proyecta 2013 fue más que un festival, fue una intervención lumínica-vegetal, un cuasi alienígena espectáculo en donde lo orgánico y lo técnico se abrazaron en la luz.
Cuando llegamos a comer, nuestros guías, (personas que a pesar de ser amables en extremo no eran nada ingenuos) me dijeron repetidamente que Oaxaca no se desprendería de sus tradiciones, que sí nos ofrecían wifi en el hotel pero que el mezcal seguía acariciando con fuego la garganta como hace cientos de años y que los muchos moles sonreían con sus numerosos colores de antaño también. Los oaxaqueños y sus costumbres siguen bien vivos, tanto que nos dieron a probar una sal que tenía gusano de maguey molido; sí, a los oaxaqueños no se los comen los gusanos, ellos se comen a los gusanos.
Cuando llegamos al Jardín Etnobotánico nos esperaban arañas, torres curvas, pequeños planetas con miles de picos: cactus todos, protuberancias de la tierra que amenazaban con espinas. Sabía que AntiVJ ya había intervenido con luz otros edificios, pero esto se trataba de un jardín compuesto en su mayoría por cientos de especies de cactus. Al mismo tiempo, artistas mexicanos como Mr. Kone o Dr. Lakra se encargaron de preparar piezas que se proyectaron en los edificios del Jardín Etnobotánico. El resultado fue alucinante.
AntiVJ se encargó de inaugurar este festival. Anocheció de repente, como si alguien hubiera apretado el apagador cósmico. La primer pieza se proyectó en una pared dividida en dos, de cuyo fondo oscuro emergían cuadros. No dejé de pensar en esas negras paredes como un pequeño universo cuyo ritmo parece simple por repetitivo pero cuya complejidad está realmente en las interacciones entre los elementos, los dos colores apenas, el tamaño de los cuadros, el ritmo de su baile hipnótico.
Yo estaba seguro de que esas paredes eran puertas y de que habíamos sido transportados a otro lugar, que esas luces te hacían entregarte al viaje. Se lo dije al fotógrafo que me acompañaba y sonrió preguntándome cuánto mezcal había tomado.
Avanzamos por oscuros pasillos hacia las piezas siguientes. Teníamos cuidado de no salir del camino; yo sabía que si tropezaba iría a parar a un abismo de oscuridad y cactus del que ya no saldría.
Llegamos a la segunda pieza, el colectivo AntiVJ intervino algunos de los altos cactus del jardín. Fue aquí cuando nos dimos cuenta de una tensión que gobernaría todo el espectáculo, todo el viaje en realidad: la tensión entre lo orgánico y lo técnico. Ahí estaban esas luces, que provenían de lasers ocultos y que seguían el ritmo de música electrónica en el sentido más evidente de la palabra, música que nos decía a gritos que provenía de una computadora pero fue ahí cuando nos percatamos que, ocultas en ese sonido, se escuchaban criaturas; algo reptaba desde el fondo de la máquina.
Traté de escuchar qué criaturas podían sonar tan amenazantes y miré la cara algo preocupada de mi camarógrafo, aún bajo el hechizo de la luz. Nos dimos cuenta de que las criaturas estaban en los cactús, de que se los comían en una danza frenética. Abajo la tierra o el agua, los elementales testigos de una unión extraterrestre, del abrazo entre lo orgánico y lo electrónico.
Todos sonreíamos para convencernos de que todo estaba bien, de que acudíamos a un bonito espectáculo pero las luces empezaban a aparentar una vida más real de la que estábamos dispuestos a concederles. Parecía que los grandes cactus se reían de nosotros, de nuestra cara de susto por el rito alienígena que presenciábamos.
No recuerdo bien si pasó un día, el mezcal y las experiencias ultraterrenas son mejores amigos. El caso es que, mientras el camarógrafo insistía (algo indeciso) en que había pasado ya un día, el siguiente evento comenzó.
Las obras de los artistas mexicanos se proyectaban ya en las paredes del recinto. Rendidos en el suelo, el público fue presa primero de visiones terribles en donde cienpiés gigantes entraban en las ventanas de piedra del edificio, para dar paso a un desfile surreal. Bocas y ojos era lo único que nos parecía conocido, apenas y lográbamos enfocar la mirada en alguna de estas criaturas tratando de grabar en la mirada todos sus coloridos detalles, otra vez habíamos caído en el hechizo.
Finalmente, ya entregados a ese otro mundo, en el centro que formábamos, una bola de espejos comenzó a brillar. Espejos que eran ojos mirándonos con la luz de su mirada: otra máquina animal hecha de plumas y ojos pero espejos y metal. Supe que ésa era una nave nodriza definitivamente, un transporte a otro lugar y justo cuando me convencí de que era inútil luchar, las luces se apagaron y otra vez estábamos en la tierra. Apenas en un segundo, volvimos de un viaje cuya duración, como la de las borracheras, nunca podrá ser medido.
Salimos del jardín el camarógrafo y yo, sonriendo nerviosos, avergonzados de dejarnos afectar tanto por un simple espectáculo. ¿Todo bien? Le pregunté, como me imagino preguntan los que han sido intervenidos y saben que ya nada será igual. Sí, me respondió él, confirmando que no, que nada sería igual.
Por Luis Miguel Albarrán @Perturbator