Por Esteban Olhovich
A inicios de este año Oxfam, la confederación internacional de organizaciones no-gubernamentales en contra de la pobreza y la desigualdad, publicó un nuevo informe en el que señala que 82% de la riqueza generada en 2017 terminó en manos del 1% más rico de la población global.
Ya muchos hemos oído hablar de ese famoso uno por ciento. Pero no tantos en México se han atrevido a mencionar el tema. Nuestros políticos y empresarios hablan frecuentemente de la corrupción y la inseguridad, pero difícilmente de la concentración de la riqueza en pocas manos que, de hecho, podría ser una causa principal de esos dos grandes problemas.
En México la gran brecha entre pobres y ricos, la desigualdad económica, es evidente. A los chilangos nos queda claro cuando cruzamos un puente rumbo a Santa Fe y vemos el contraste entre las lujosas torres de departamentos, que se alzan sobre la línea del horizonte, y las laderas de los cerros debajo, llenos de construcciones de tabiques grises. Una imagen que habla por sí sola.
Los informes dan cuenta de esa realidad: de acuerdo con un trabajo realizado por el Dr. Miguel del Castillo, profesor-investigador del ITAM, para la Comisión Económica para América Latina y el Caribe (CEPAL), en México el 10% más rico del país posee dos terceras partes de la riqueza y el 1% de los más acaudalados son dueños de más de un tercio.
Esas cifras coinciden con el hecho de que, como se menciona en un reporte reciente de Oxfam México, la riqueza de los 10 mexicanos más ricos en 2017, 116 mil millones de dólares, equivalía a la riqueza total del 50% más pobre del país. Más aún, un trabajo realizado por el economista Gerardo Esquivel reveló que si bien el número de multimillonarios no ha crecido significativamente en los últimos años, el tamaño de sus fortunas sí: mientras que en 2002 la riqueza de los cuatro mexicanos más ricos —Carlos Slim (América Móvil), Germán Larrea (Grupo México), Alberto Baillères (Grupo Bal) y Ricardo Salinas Pliego (Grupo Salinas)— representaba 2% del producto interno bruto, entre 2003 y 2014 ese porcentaje subió a 9%.
La desigualdad: síntoma de una sociedad enferma
Frente a los números y estadísticas, ¿por qué debería preocuparnos la desigualdad? En primer lugar, seguramente tiene que ver con la economía básica de las personas. Quizás nuestro “sentido común” nos lleve a pensar que si la riqueza se concentra en pocas manos, si los precios suben y los salarios se estancan, para muchos será cada vez más difícil sacar las cuentas del mes.
Pero más allá de la especulación en el ámbito económico, detengámonos a pensar en cómo la desigualdad puede afectar la calidad de las relaciones sociales en un contexto determinado. ¿Cómo afecta socialmente que dos personas, en principio iguales por nacimiento, vivan en condiciones materiales tan distintas? ¿Qué consecuencias puede tener que de un lado del muro haya un fraccionamiento amplio, con muchos árboles y un campo de golf, y del otro lado una colonia sobrepoblada, sin áreas verdes?
En 2009, dos académicos británicos expertos en temas de Salud pública se aventuraron a publicar un trabajo innovador que propone una idea fundamental: en aquellas sociedades donde la desigualdad es mayor, la vida es más difícil para todos. Tras años de investigación rigurosa, los Doctores Richard Wilkinson y Kate Pickett encontraron que una serie de problemas asociados con los estratos más bajos de la sociedad son más comunes en las sociedades con mayor desigualdad: las enfermedades mentales, la drogadicción, la obesidad, los embarazos adolescentes, la pérdida de la vida comunitaria, el encarcelamiento, el bienestar infantil, los delitos violentos, la baja movilidad social, la baja esperanza de vida, el mal desempeño educativo, entre otros, son de dos a diez veces más comunes en sociedades más desiguales.
El libro publicado por los investigadores (que, por cierto, se convirtió en un bestseller) argumenta que la correlación entre las patologías y problemas sociales mencionados, se relaciona con la forma en que las inseguridades sobre el estatus y el cómo nos ven los demás tiene efectos poderosos sobre el estrés, el rendimiento cognitivo y las emociones. En pocas palabras, la baja confianza interpersonal, el clasismo, el racismo y otros fenómenos sociales asociados con la brecha de desigualdad afectan física y emocionalmente a todos los miembros de una sociedad: a ricos y pobres por igual.
El derecho a lo bello
La desigualdad es nociva: separa a las personas y rompe el tejido social. ¿Qué hacer para combatirla? Indudablemente, es indispensable que los gobiernos en México creen políticas públicas para mejorar la seguridad, la educación, la salud, el transporte y demás servicios públicos. También es fundamental construir una política fiscal más equitativa y elevar los salarios de los sectores más vulnerables. Y todo, claro está, pasa por disminuir la corrupción y permitir el buen uso de los recursos públicos.
Estas son, a grandes rasgos, las recomendaciones que suelen hacer los especialistas. Sin embargo, atrevámonos a sugerir eso y, también, algo un poco distinto. ¿Por qué no recurrir a la belleza para hacer de ésta una sociedad más incluyente? ¿Sería muy descabellado construir más parques con árboles, más teatros, más centros culturales y espacios públicos donde todas las personas, sin importar su origen socioeconómico, puedan encontrarse en paz para establecer vínculos de confianza, recrearse y admirar cosas bellas? ¿Acaso sería muy descabellado pintar las casas de colores alegres o pensar en una manera en que los jóvenes y niños de cualquier proveniencia se reúnan para crear música, juntos, en una orquesta?
¿Por qué no reivindicar el derecho de todos a una vida digna y bella? En la lucha contra la desigualdad, estas acciones podrían ayudar a crear comunidad y tejer lazos de confianza entre las personas: elementos no suficientes pero sí necesarios para construir una sociedad verdaderamente democrática.
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Esteban Olhovich es parte de Wikipolítica CDMX, una organización política sin filiaciones partidistas.
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