El 21 de enero de 1950, a los 46 años, murió el escritor inglés Eric Arthur Blair, mejor conocido por el seudónimo de George Orwell.
Recordar a Orwell es pensar, irremediablemente, en la pesadilla distópica 1984, su última novela, considerada por muchos la más brillante que escribiera.
Entre esas páginas se esconden terribles figuras: los ministerios del Socialismo Inglés, cuyo trabajo consiste en mantener a un país de irreconocibles fronteras en la más profunda escasez; una paranoia colectiva sistemática suministrada a través de libros de historia y periódicos que se reescriben constantemente; la vigilancia masiva a través de las megapantallas interactivas, macabro antecedente literario del internet; el control de la vida sexual y, por supuesto, la fidelidad casi religiosa al líder del partido, dueño del sueño y la vigilia: El Gran Hermano.
John Hurt interpreta a Winston Smith en la adaptación cinematográfica de 1984. A sus espaldas, el Gran Hermano lo vigila.
Aunque todos estos elementos son memorables y habrían bastado para hacer de 1984 la distopía perfecta, no se comparan con la más terrible de las ideas orwellianas: la neolengua.
La neolengua es el brillante atisbo que Orwell tuvo sobre el peor de los mundos posibles: uno en el que lo terrible no puede ser nombrado.
A modo de apéndice, 1984 incluye una reflexión del autor en torno a la ocurrencia de la neolengua. Se trata nada menos que del único lenguaje que, con el pasar de los años, no se enriquece, sino que pierde palabras, imágenes, conceptos, usos. La idea es simple y estremecedora: encontrar la herramienta definitiva para no volver a tener ideas.
Acosado por el Estado, el protagonista de 1984, Winston Smith, comienza ahí donde las narraciones sobre futuros apocalípticos suelen terminar: lo han dejado sin ninguna clase de libertad, pero aún pede atesorar su capacidad de juicio, su discernimiento. Todavía puede decidir no abrazar al Gran Hermano en su mente, pese a ser obligado a amarlo en el mundo.
Winston Smith evita la mirada del ministerio para escribir en un pequeño diario.
Mente y mundo, sin embargo, no son universos separados y el Socialismo Inglés lo sabe. El genio de Orwell consiste en haber imaginado un sistema que hace mucho más que doblegar a sus ciudadanos. Doblegar es suprimir la acción de la voluntad, encerrarla, mancillarla, impedir su acción. El ataque que el Socing realiza sobre el protagonista en la novela consiste, por encima de todo aquello, en llevar su voluntad al límite de la locura y de ahí, un paso más adelante, a la muerte en vida.
Apresado y encerrado en las temibles mazmorras del Ministerio del Amor, en donde el tiempo se vuelve inaprensible y el espacio inhabitable a base de tortura, Winston Smith es enfrentado a su pasado, a sus miedos y a su propia humanidad hasta reconocer a cada uno de estos elementos como el enemigo y, lo que es más, hasta no reconocerlos en lo absoluto.
La neolengua que se habla en las calles, en la oficina, en la cama, en la escuela no es muy diferente de aquél proceso dramático vivido por Smith durante su encierro. Las constantes mutilaciones que sufre el lenguaje se traducen en la desaparición misma de la imaginación. El control ya no necesita cerrar las puertas con candados, porque nadie puede reconocer más dónde están las puertas.
El temible funcionario O’Brien, a cuyo cuidado queda el lavado de cerebro de Winston Smith, es interpretado por Richard Burton.
Si los libros, las redes de comunicación, las plazas públicas, los pasillos de cualquier lugar son los espacios en los que la imaginación figura nuevas posibilidades, entonces existe algo peor que ver estos espacios destruidos: perder la imaginación con los que los llenamos.
Lo verdaderamente orwelliano no es el dramático totalitarismo de una gigantesca maquinaria estatal, sino el peligro, siempre latente, de un día no poder imaginar un mundo mejor al que podamos aspirar, o uno peor que debamos, a toda costa, evitar.
El legado de Orwell en 1984 es una advertencia: la de revisar constantemente los límites de nuestra imaginación antes de que ésta muera. Antes de dejar de ser hombres.
José Manuel de León Lara para @plumasatómicas