Por Guillermo Núñez
Nuestra época adora un viejo mito, la desmaterialización. A pesar de los periodicazos y el descontento continuo, por alguna razón se siguen cacareando las bondades de las “economías compartidas” de “servicios” como Uber o Airbnb. Pero al margen de las especificidades de estos negocios, tengo la impresión de que se acepta sin fricción una curiosa ideología: se usan sin chistar términos como “nube” y en lugar de adquirir objetos se paga por el “derecho” a acceder a los archivos en línea de Netflix o Spotify. No lo niego, estos productos y “servicios” son cómodos, pero también es cómoda la mentira que nos tragamos: que son transacciones sin roces, más o menos etéreas, como si en efecto el sistema financiero global hubiera prescindido de la materia. Por alguna razón ponemos entre paréntesis todo el sustento real –en plástico, acero y hectáreas– que implica el funcionamiento de esas empresas globales: las granjas de servidores, la energía y combustible que consumen, las horas nalga de trabajadores.
Pero el mito de la desmaterialización no es nuevo, tampoco. Y va más atrás en el tiempo que, digamos, los inicios de Amazon, una de las empresas que creó un imperio “inmaterial” a partir de la venta de, irónicamente, libros físicos. Me lo recordó una visita reciente al MUAC, en la Ciudad de México, donde continúa (y así será hasta agosto) la exposición Oscar Masotta. La teoría como acción, curada por Ana Longoni. Yo no soy, claro, crítico de arte, pero debo decir que se trata de una muestra interesante pero abrumadora: finalmente, Masotta no fue precisamente un artista, y la muestra parece colgar más bien fotocopias en los muros (uno tiene la impresión de que se cansaría menos leyendo un libro de Masotta que recorriendo la muestra, intentando leer los archivos documentales que puntean las salas siete y ocho del recinto universitario). Afortunadamente, se entera uno, hay una publicación de 272 páginas que acompaña la exposición (de título homónimo, cuenta con textos de Olivier Debroise, Manuel Hernández, Cloe y Oscar Masotta, y la curadora). Pero a lo que iba es que entre los muchos documentos incluidos en la muestra se encuentra –detrás de una vitrina– un número de la New Left Review (el 41, de 1967), donde se reproduce un texto del artista ruso El Listiski (1890-1941), titulado “El futuro del libro”, original de 1926.
Esto que escribió Lisitski viene a cuento: “La idea que mueve hoy a las masas se llama materialismo, pero la desmaterialización es la característica de la época. Por ejemplo, crece la correspondencia, así como el número de cartas, la cantidad de papel para escribir, se expande la masa de material consumido, hasta que se alivia por el teléfono”. El argumento de Lisitski, que está ahí para ilustrar los avances en la tipografía y la composición en mor de las publicaciones periódicas (fue, después de todo, uno de los vanguardistas del diseño editorial), sigue más o menos así: se subraya un exceso que algún avance tecnológico “alivia” (siempre poniendo en paréntesis que ese alivio también implica nueva “masa de material” para ser consumida).
Sé que la discusión sobre el futuro del libro (cuando el Kindle ya se antoja anacrónico) está… ¿agotada? Pero es interesante –creo– cómo a principios de este siglo se rumiaron los mismos pastos que los del siglo pasado. Por ejemplo, más adelante escribe Lisitski: “Nos regocijamos en los nuevos medios que la técnica ha puesto en nuestras manos. Ahora sabemos que su vínculo con la coyuntura, el incremento continuo de la sensibilidad de nuestros nervios ópticos, la velocidad rompe-récords del desarrollo social, nuestro imperio sobre el material plástico, la reconstrucción del plano y su espacio, y la impresionante fuerza de la innovación nos han permitido darle al libro nuevo poder como una obra de arte”. Del artículo se desprende que los “libros del futuro” imaginados por Lisitski lograrían empatar el tiempo acelerado del siglo XX, incluso si ello implicaba estar diseñados para que las grandes masas no educadas fueran capaces de comprenderlos. En este sentido, me temo que Lisitski fue visionario: no sólo en lo que respecta a libros baratos (como los que lanzaría la Penguin en la década de 1930), sino en la disminución de exigencia en contenidos (como cualquier lector contemporáneo pero postalfabético puede constatar). El mito de la desmaterialización tiene un reverso verdadero (que sí supo ver Lisitski): en el caso del libro, la desmaterialización implica reducir la materia del seso.
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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.
Twitter: @guillermoinj
Imágenes: The Future of Books, de Kyle Bean