Por George R. R. Martin
Una parvada de cuervos remontó el vuelo desde las retorcidas torres de Harrenhal.
En el Forca Roja, lord Jason Lannister se encontró frente al anciano Petyr Piper, señor de la Princesa Rosada, y Tristan Vance, señor de Descanso del Caminante. Aunque los occidentales superaban en número al enemigo, los señores de los Ríos conocían el terreno. Tres veces intentaron cruzar los Lannister, y tres veces los rechazaron; en el último intento, lord Jason recibió una herida mortal a manos de un escudero encanecido, Pate de Hojaluenga. Lord Piper en persona lo armó caballero y le dio el nombre de Hojaluenga el Mataleones. En el cuarto ataque, sin embargo, los Lannister consiguieron llegar a los vados; fue el turno de lord Vance de caer ante ser Adrian Tarbeck, que se había puesto al mando de la hueste occidental. Tarbeck y un centenar de caballeros selectos se quitaron las pesadas armaduras, remontaron el río a nado hasta dejar atrás la batalla y volvieron dando un rodeo para sorprender a los hombres de lord Vance por la retaguardia. Las filas de los señores de los Ríos se desmembraron, y los occiden tales cruzaron el Forca Roja en tropel e irrumpieron a millares.
Mientras tanto, sin que el moribundo lord Jason ni sus banderizos llegaran a enterarse, flotas de barcoluengos de las Islas del Hierro cayeron sobre las costas de las tierras de los Lannister con Dalton Greyjoy de Pyke al frente. Cortejado por ambos aspirantes al Trono de Hierro, el Kraken Rojo ya había tomado una decisión. Sus hombres del hierro no serían capaces de entrar en Roca Casterly en el momento en que lady Johanna asegurara las puertas, pero se apoderaron de tres cuartas partes de los barcos que había en el puerto, hundieron el resto, cruzaron la muralla de Lannisport como un enjambre y saquearon la ciudad; se hicieron con incontables riquezas y se llevaron a más de seiscientas mujeres y niñas, incluidas la amante favorita de lord Jason y sus hijas naturales.
En otra parte del reino, lord Walys Mooton, al frente de un centenar de caballeros de Poza de la Doncella, se unió a los Crabb y los Brune, las casas medio salvajes de Punta Zarpa Rota, y a los Celtigar de Isla Zarpa. Cruzaron bosques de pinos y colinas brumosas a toda prisa con destino a Reposo del Grajo, donde su repentina llegada tomó por sorpresa a la guarnición. Tras reconquistar el castillo, lord Mooton condujo a sus hombres más valientes al campo de cenizas que se extendía al oeste para acabar con el dragón Fuegosolar.
Los aspirantes a matadragones sortearon con facilidad el cordón de guardias que lo alimentaban, atendían y protegían, pero Fuegosolar resultó más duro de roer de lo que esperaban. Los dragones son criaturas torpes en tierra, y el desgarrón del ala impedía a la gran bestia dorada alzar el vuelo. Los atacantes confiaban en hallarlo moribundo; lo encontraron dormido, pero el choque de espadas y el estampido de caballos lo despertaron enseguida, y la primera lanza que lo atacó lo puso furioso. Resbaladizo de fango, retorciéndose entre los huesos de incontables ovejas, Fuegosolar se enroscó como una serpiente, al tiempo que asestaba latigazos con la cola y lanzaba ráfagas de fuego dorado a sus atacantes, sin dejar de intentar remontarse. Tres veces se elevó y tres veces volvió a caer a tierra. Los hombres de Mooton se arracimaron a su alrededor con espadas, lanzas y hachas, y le infligieron abundantes y dolorosas heridas, pero el único efecto parecía ser encolerizarlo más. Ya había más de medio centenar de muertos cuando el restó huyó.
Entre los caídos estaba Walys Mooton, señor de Poza de la Doncella. Cuando su hermano Manfyrd encontró su cadáver una quincena después, en la armadura fundida no quedaba sino carne carbonizada repleta de gusanos. Sin embargo, en aquel campo de cenizas alfombrado con huesos de valientes y los despojos quemados e hinchados de un centenar de caballos, lord Manfyrd no encontró ni rastro del dragón de Aegon. No había huellas, como cabría esperar si se hubiera marchado a rastras. Aparentemente, Fuegosolar el Dorado había vuelto a volar, si bien no quedaba con vida nadie que pudiera decir en qué dirección.
Entretanto, el príncipe Daemon Targaryen se dirigía al sur a toda prisa a lomos de Caraxes, su dragón. Sobrevoló la orilla occidental del Ojo de Dioses, bien apartado de la línea de avance de ser Criston; esquivó la hueste enemiga, cruzó el Aguasnegras, giró al este y siguió el curso del río hacia Desembarco del Rey. En Rocadragón, Rhaenyra Targaryen se puso una armadura de relucientes escamas negras, montó en Syrax y alzó el vuelo en medio de una tormenta que azotaba las aguas de la bahía del Aguasnegras. La reina y su príncipe consorte se reunieron muy por encima de la ciudad, trazando círculos sobre la Colina Alta de Aegon.
La visión desató el pánico en las calles, ya que el pueblo comprendió enseguida que había llegado el tan temido ataque. El príncipe Aemond y ser Criston habían despojado a Desembarco del Rey de sus defensas cuando partieron a reconquistar Harrenhal, y el Matasangre se había llevado a Vhagar, la temible bestia, dejando solo a Fuegoensueño y un puñado de crías inmaduras para hacer frente a los dragones de la reina. Los dragones jóvenes nunca habían tenido jinete, y la de Fuegoensueño, la reina Helaena, era una mujer destrozada; podría decirse que la ciudad no contaba con dragones.
Millares de personas salieron como una riada por las puertas de la ciudad, con sus hijos y sus posesiones mundanas a la espalda, en busca de la seguridad de la campiña. Otros cavaron pozos y túneles bajo sus casuchas, agujeros lóbregos, fríos y húmedos donde confiaban guarecerse cuando ardiera la ciudad (el gran maestre Munkun nos informa de que muchos de los pasadizos y sótanos secretos del subsuelo de Desembarco del Rey datan de esa fecha). En el Lecho de Pulgas se desencadenaron disturbios. Cuando por el este se avistaron las velas de los barcos de la Serpiente Marina, que surcaban la bahía del Aguasnegras rumbo al río, sonaron las campanas de todos los septos de la ciudad y las muchedumbres tomaron las calles, entregadas al saqueo. Cuando los capas doradas lograron restablecer la paz, los muertos se contaban por decenas.
Con el lord Protector y la Mano del Rey ausentes, y el rey Aegon lleno de quemaduras, postrado en el lecho y perdido en sueños de amapola, le tocó a su madre, la reina viuda Alicent, organizar la defensa de la ciudad. La reina estuvo a la altura: cerró las puertas del castillo y la ciudad, envió a los capas doradas a la muralla y mandó jinetes en caballos veloces a buscar al príncipe Aemond para que regresara.
También ordenó al gran maestre Orwyle enviar cuervos a «todos los señores que nos son leales» para que acudieran a defender a su verdadero rey. Sin embargo, cuando el apresurado Orwyle llegó a sus aposentos, se encontró con cuatro capas doradas que lo esperaban. Uno ahogó sus gritos mientras los demás lo golpeaban y ataban; luego le cubrieron la cabeza con un saco y lo escoltaron a las celdas negras.
Los jinetes de la reina Alicent no pasaron de las puertas, donde los capturaron otros capas doradas. A espaldas de la reina, los siete capitanes que guardaban las puertas, elegidos por su lealtad al rey Aegon, habían caído prisioneros o muertos en el momento en que Caraxes apareció en el cielo sobrevolando la Fortaleza Roja, porque los miembros rasos de la Guardia de la Ciudad seguían teniendo en alta estima a Daemon Targaryen, el Príncipe de la Ciudad, su antiguo comandante.
Ser Gwayne Hightower, hermano de la reina Alicent y segundo al mando de los capas doradas, corrió a los establos a dar la alarma, pero lo capturaron, lo desarmaron y lo llevaron a rastras ante el comandante, Luthor Largent. Cuando Hightower lo acusó de cambiacapas, ser Luthor se rio. «Estas capas nos las dio Daemon —dijo—, y no cambian; son doradas por los dos lados.» Entonces atravesó el vientre de ser Gwayne con la espada y ordenó que abrieran las puertas de la ciudad para que entraran los hombres que desembarcaban de las naves de la Serpiente Marina.
A pesar de la tan proclamada fuerza de su muralla, Desembarco del Rey cayó en menos de un día. Se produjo una batalla corta y sangrienta en la Puerta del Río, donde trece caballeros de los Hightower y un centenar de soldados rechazaron a los capas doradas y resistieron casi ocho horas contra los ataques procedentes de dentro y fuera de la ciudad. Pero su heroicidad fue en vano, porque los soldados de Rhaenyra entraron en tropel por las otras seis puertas, sin impedimento alguno. La visión de los dragones de la reina surcando el cielo descorazonó a los defensores, y los leales al rey Aegon que quedaban se escondieron, huyeron o hincaron la rodilla.
Uno por uno, los dragones descendieron. El Ladrón de Ovejas aterrizó en la Colina de Visenya, y Ala de Plata y Vermithor, en la de Rhaenys, delante de Pozo Dragón. El príncipe Daemon trazó un círculo alrededor de las torres de la Fortaleza Roja antes de bajar con Caraxes al patio exterior, y esperó a tener la certeza de que los defensores no le infligirían daño alguno para indicar por señas a su esposa, la reina, que Syrax y ella podían bajar. Addam Velaryon se quedó en el aire, volando con Bruma en torno a la muralla, para que el aleteo de las amplias alas coriáceas de su dragón sirviese de advertencia a los de abajo de que cualquier desafío se cortaría con fuego.
Al comprender que era inútil resistirse, la reina viuda Alicent salió del Torreón de Maegor con ser Otto Hightower, su padre, en compañía de ser Tyland Lannister y lord Jasper Wylde, Vara de Hierro. (Lord Larys Strong, el consejero de los rumores, no estaba con ellos; se las había ingeniado para desaparecer.) El septón Eustace, que presenció aquella escena, nos dice que la reina Alicent intentó llegar a un acuerdo con su hijastra. «Convoquemos un Gran Consejo, como hizo antaño el Viejo Rey, y planteemos la cuestión de la sucesión ante los señores del reino.» Pero la reina Rhaenyra se burló de la propuesta: «¿Me tomas por Champiñón? Las dos sabemos qué decidiría ese consejo». Entonces ofreció dos opciones a su madrastra: rendirse o morir quemada.
Con la cabeza gacha por la derrota, la reina Alicent entregó las llaves del castillo y ordenó a sus caballeros y soldados deponer las espadas. «La ciudad es vuestra, princesa —se cuenta que dijo—, pero no la conservaréis mucho tiempo. Cuando el gato no está, los ratones bailan, pero mi hijo Aemond volverá con fuego y sangre.»
Los hombres de Rhaenyra encontraron a la reina loca Helaena, la esposa de su rival, encerrada en su cámara, pero cuando derribaron las puertas de los aposentos del rey solo vieron «la cama vacía y la bacinilla llena». Aegon II había escapado, así como sus hijos menores, la princesa Jaehaera, de seis años, y el príncipe Maelor, de dos, junto con Willis Fell y Rickard Thorne, de la Guardia Real. Ni la reina viuda parecía saber adónde habían ido, y Luthor Largent juró que nadie había cruzado las puertas de la ciudad.
Pero no había manera de escamotear el Trono de Hierro, y Rhaenyra no pegaría ojo hasta haber reclamado el asiento de su padre, de modo que se encendieron las antorchas del salón del trono, y la reina subió los escalones de hierro para sentarse donde antes se había sentado el rey Viserys, y el Viejo Rey antes que él, y Maegor, Aenys y Aegon el Dragón en días pretéritos. Ocupó su lugar elevado con semblante adusto, vestida aún de armadura, y todos los hombres y mujeres de la Fortaleza Roja fueron llevados ante ella y obligados a arrodillarse, suplicar su perdón, jurarle sus espadas y sus vidas, y rendirle homenaje como soberana.
El septón Eustace narra que la ceremonia se prolongó toda la noche. Ya hacía tiempo que había amanecido cuando Rhaenyra Targaryen se levantó y bajó los escalones. «Cuando el príncipe Daemon, su esposo, la acompañó para salir de la estancia, pudo verse que su alteza tenía cortes en las piernas y en la palma de la mano izquierda —escribió Eustace—. Fue dejando un reguero de sangre a su paso, y las personas juiciosas cruzaron miradas, aunque nadie osó decir la verdad en voz alta: el Trono de Hierro la había rechazado y sus días en él serían breves.»
El anterior es un fragmento de Fuego y sangre, nuevo libro de George R. R. Martin que narra la fascinante historia de los Targaryen, la dinastía que reinó en Poniente trescientos años antes del inicio de “Canción de hielo y fuego”, que comenzó la saga de Juego de tronos.
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George R. R. Martin vendió su primer relato en 1971 y desde entonces se ha dedicado profesionalmente a la escritura. En novelas como La muerte de la luz (1977), Refugio del viento(1981), Sueño del Fevre (1982), El Rag del Armagedón (1983) o Los viajes de Tuf (1987) cultivó los géneros fantástico, de terror y la ciencia ficción, que también frecuentó en sus numerosos relatos, recogidos en volúmenes como Una canción para Lya (1976) o Canciones que cantan los muertos (1983). Tras trabajar como guionista y productor en Hollywood durante la década de los 80, a mediados de la década de los 90 volvió a la narrativa. Entonces comenzó su saga de novelas de fantasía épica “Canción de hielo y fuego”, de las que hasta ahora se han publicado: Juego de Tronos, Choque de reyes, Tormenta de espadas, Festín de cuervos y Danza de dragones. A este ciclo también pertenecen las novelas cortas “El caballero errante”, “La espada leal” y “El caballero misterioso”, relatos compilados por Plaza & Janés bajo el nombre El caballero de los Siete Reinos.