Este domingo, 11 de noviembre, se cumplen 100 años de que terminó la Primera Guerra Mundial. Exactamente a las 11 de la mañana —’a la undécima hora, del undécimo día, del undécimo mes’— en un lunes de otoño de 1918, se confirmó el armisticio que marcaría el fin de uno de los conflictos bélicos más mortales de la historia.
La Gran Guerra, como se conocía inicialmente —con la ingenuidad humana de que no nos pasaría otra vez—, se llevó la vida de alrededor de 18 millones de personas y dejó más de 20 millones de heridos.
En cuatro años y cuatro meses que duró la guerra no se vieron muchas sonrisas por Europa.
Cuando llegó 1918 la situación era ya insostenible en el frente teutón. La ofensiva de la primavera alemana en el frente occidental había fracasado a pesar de un inicio prometedor. Todos los planes que le siguieron también fueron frenados de golpe.
En noviembre, la marina del ejército Alemán se negó a seguir luchando. Una revolución estallaba en Kiel y pronto alcanzaría Berlín.
Con el aviso de la derrota inminente y la población agitada, el 9 de noviembre, abdicaría —¡Santas sobresimplificaciones, Batman!— el Káiser Guillermo II y su príncipe heredero. Horas después, también se bajaba del barco el Canciller Maximiliano.
Había llegado el momento de negociar la derrota.
El 11 de noviembre de 1918, a las 10:50 de la mañana, murió Augustin Trébuchon, el último soldado caído de la Primera Guerra Mundial.
10 minutos después, con el reloj en punto de las 11, las tropas alemanas en el atrincherado y enlodado frente occidental escucharon “Das Ganze Halt”, una canción de trompeta —de solo unas cuantas notas— que significa literalmente “Que se pare todo”. No hubo un solo ruido más.
Escrito en el Registro Histórico del Regimiento de Infantería en Alemania se guarda el diario de un general:
“Exactamente a las 12 del día (diferente huso horario en Alemania), nuestra compañía dejará las trincheras y los búnkers. Al mismo tiempo las trompetas tocarán ‘Das Ganze Halt’ y todos en la línea obedecerán la orden. Las armas están descargadas. Profundo silencio en el frente. No se escuchan más balas. La guerra ha terminado. Claramente ha llegado al final incorrecto, todos lo saben. Sin embargo, nos toma por sorpresa la alegría y nuestras mentes corren con los brazos abiertos hacia nuestros seres queridos en casa”.
El fin de la guerra era ya una realidad.
A los soldados alemanes poco les importaba las condiciones del armisticio. No sentían la pena de tener que abandonar Alsacia, Bélgica y Luxemburgo. Sentían la derrota, sí; pero no se preocupaban por rendirse de las posiciones conquistadas en el río Rin o abandonar los puestos de mando en Maguncia y Colonia. Ni se diga lo insignificante que parecía —en el momento— que su ejército tuviera que entregar 5 mil cañones, 25 mil metralletas, 3 mil morteros, mil 700 aviones, 5 mil locomotoras y casi 150 mil vagones de tren.
Lo que de verdad ocupaba su mente era hacer fogatas.
En el momento en que el cese de armas entró en vigor, los soldados alemanes juntaron madera y aserrín. Hasta el momento, las fogatas habían sido imposibles porque el enemigo los podía encontrar fácilmente. Ahora, tenían una manera de calentarse en un frío día de noviembre.
“Podías ver las fogatas en toda la línea de batalla. Sentados en círculo alrededor del fuego no había expresiones de felicidad, ni llantos de alegría. La situación fue aceptada, no como un desastre, simplemente como el destino”, escribía Theodore Kiefer en sus memorias tituladas ‘El fin de la Guerra’.
En el otro frente, la situación era extrañamente similar.
Los soldados británicos, franceses y americanos, aunque victoriosos, creían que el armisticio sería solo una medida temporal. Mientras se acercaba la noche, “el extraño silencio comenzaba a penetrar sus almas”, contaría años después el Coronel Thomas Gowenlock, un agente de inteligencia del ejército de Estados Unidos.
Sentados a la fogata, como nunca había sucedido durante la guerra, los soldados “ganadores” intentaban asegurarse de que no hubiera espías en las trincheras o que ningún avión bombardero se acercara.
Hablaban en voz baja y caminaban en cuclillas.
Después de meses o años de intenso dolor, de enfrentarse diario al intenso peligro, de que su único pensamiento fuera un volado entre su vida y la del enemigo; el mensaje de paz fue una agonía psicológica.
Algunos sufrieron un colapso nervioso. Los recién llegados —o los que ya tenían el temperamento curtido— comenzaban a pensar en el cansado viaje de regreso. Otros solamente veían las pequeñas cruces que marcaban el descanso final de sus compañeros. Algunos más cayeron en un profundo sueño.
El 11 de noviembre de 1918, el día que terminaron las balas de la Primera Guerra Mundial, la sonrisa de Europa regresó.
El Big Ben sonaba eufórico en la Plaza del Parlamento, miles se juntaron con alegría afuera del Palacio de Buckingham, los niños cubrían con banderas los leones de Trafalgar Square; se destapó la champaña en París. Pero ese mismo día, en el frente, en las trincheras, no hubo celebración.