Por Andrea González Márquez

¿Cómo te has sentido en el último año? ¿Has experimentado angustia, rabia, hartazgo, agotamiento, tristeza o desesperación? Aunque estas emociones son normales, en épocas estresantes o difíciles pueden volverse mucho más comunes e intensas. Cuando esto sucede, debemos observarlas como algo que va más allá de nosotros mismos para entender sus causas profundas, pues si no lo hacemos, caeremos en la negación, la culpa o la parálisis.

Y a todo esto, ¿cuál es el impacto emocional de la emergencia climática y ambiental? El tema no es nuevo, pero se habla muy poco de él, pese a ser algo que nos afecta a todos sin excepción. Más aún, entender este impacto es una cuestión completamente fundamental para atender la problemática socioambiental, para evitar que se haga más grande, para pasar a la acción y para trabajar de modo colectivo en soluciones y alternativas.

Nuevas palabras para nuevas circunstancias

El cambio climático, el rebasamiento de los límites planetarios, la acelerada destrucción de los ecosistemas que mantienen la vida en la Tierra, la extinción masiva de especies, la multiplicación de los conflictos socioambientales, la escasez de agua y los grandes retos que se avecinan, bien pensados, podrían ocasionarle un ataque de pánico a cualquiera. Sin embargo, ni siquiera es necesario pensar en ellos para estar siendo afectado por sus consecuencias.

La “solastalgia”, término acuñado por el filósofo Glenn Albrecht, describe la angustia o el estrés mental ocasionado por la problemática ambiental en sus múltiples manifestaciones. Palabras y expresiones similares que se han popularizado recientemente son: “ansiedad climática”, “ecoansiedad”, “ecotrauma”, “ecoluto”, “ecoduelo” y “ecorrabia”.

Esto es la solastalgia: el dolor ocasionado por la pérdida del confort ambiental o climático, sentirse temeroso, culpable, impotente, abrumado o paralizado, o caer en la negación como mecanismo de defensa. Hoy la gran mayoría experimentamos algún grado de negación y, por ello, solastalgia también es vivir inmersos en ella y no saber cómo nombrarla. Esto explica a su vez el que muchos medios no quieran publicar artículos de medio ambiente y el que exista una aversión generalizada a hablar de dichos temas. No es extraño que nos sintamos abrumados. El problema es que la negación no solucionará nada. Debemos actuar y, para actuar, primero es necesario sentir.

Sentir, pensar y actuar frente a la emergencia climática

Un libro reciente, necesario y de descarga gratuita es Sentir, pensar y actuar frente a la emergencia climática (2021). Sus autores son los investigadores Alice Poma, del Instituto de Investigaciones Sociales de la UNAM, y Tommaso Gravante, del Centro de Investigaciones Interdisciplinarias en Ciencias y Humanidades de esta misma universidad. Poma y Gravante resumen los conocimientos de las ciencias sociales sobre la respuesta frente a la emergencia climática y socioambiental, con miras a descubrir nuestro papel y a comprender cómo podemos pasar a la acción.

Los investigadores señalan, por un lado, que tanto con la pandemia como con la crisis climática ha sido difícil admitir nuestra vulnerabilidad. Esto se debe a que distintas personas percibimos distintos grados de vulnerabilidad, a que en muchos casos no reconocemos el riesgo porque está normalizado, y a que para identificar una amenaza hay que sentir la necesidad inmediata de hacer algo para enfrentarla, pero la lentitud e inexorabilidad del cambio climático hacen que nos acostumbremos lentamente a él. Según los autores, los anteriores son ejemplos del síndrome de la rana que se cuece en el agua hirviendo.

Por otro lado, ahora que ya casi nadie pone en duda la existencia del calentamiento global, más que por aberrantes intereses económicos, es muy interesante su clasificación, explicación y refutación de los argumentos más comunes en la negación climática. Son seis: (1) “el clima siempre ha cambiado”, con el que se ignora por completo el conocimiento científico que demuestra la rapidez innatural del calentamiento global y su origen antropogénico; (2) “a mí no me va a afectar”, que expone una posición egoísta y carente de empatía por el sufrimiento de millones de personas y especies en el planeta, así como un ingenuo optimismo en la propia suerte; (3) “puede ser beneficioso para la economía”, que presenta una actitud narcisista, rayana en el pensamiento mágico; (4) “a mí me gusta el calorcito”, que tras una apariencia inocua e incluso divertida encubre o bien un profundo miedo o una postura tanto egoísta como narcisista; (5) “encontrarán una tecnología que lo resolverá”, argumento derivado del tecno-optimismo que implica el riesgo de actuar rápidamente sin cumplir con el principio de precaución o delega para el futuro acciones que deben realizarse urgentemente ahora, negando nuestra responsabilidad; y (6) “yo no puedo hacer nada al respecto” o “ya es demasiado tarde”, derivado de la resignación, con el que se niegan el impacto y el alcance de las acciones colectivas e individuales. Poma y Gravante enfatizan que estos argumentos no surgen de los individuos, por lo que la intención no debe ser señalarlos. El enfoque debe colocarse en superar las causas que llevan al rechazo de la existencia del problema.

Se defiende lo que se ama

En palabras de Poma y Gravante, la empatía es un superpoder y sólo se defiende lo que se ama. Lo que nos corresponde ahora es sentir y transformar emociones incómodas como la impotencia y la culpa en emociones movilizadoras como la rabia y la indignación. En este sentido, superar la emergencia climática implica no sólo reducir las emisiones de gases de efecto invernadero, sino cultivar capacidades como la empatía; para ello, la organización y la participación en acciones colectivas es imprescindible.

El antídoto para la solastalgia es la acción climática y ambiental. Múltiples expertos coinciden en que lo primero es aceptar las emociones negativas y reconocer que así como su origen no es individual su solución tampoco puede serlo. Debemos entonces conectar con personas que compartan las mismas preocupaciones y tomar acciones para generar un impacto positivo, restablecer la confianza y hacer o exigir reparaciones. Aunque la cultura dominante nos empuje a ignorar nuestra fragilidad, una salud mental fuerte y robusta se encuentra en la capacidad de admitir nuestra necesidad de cuidados a nivel individual, social, ecosistémico y planetario.

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Andrea González Márquez es maestra en Estudios Culturales. Se especializa en divulgación científica y cultural, con un enfoque en temas de medio ambiente.

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