Por  Andrea Pliego, Regina Gómez,Elisa Caballero y Beatriz Acevedo

La agricultura ha sido el sustento de la vida y la base para la organización sedentaria que detonó nuestro modo de vida actual. El conocimiento sobre el acto de cultivar así como las técnicas que se han desarrollado a lo largo de la historia se han utilizado con el fin de satisfacer las necesidades de alimentación de una población en constante crecimiento. Sin embargo, esta búsqueda se ha dado en un contexto de separación entre los seres humanos y la naturaleza. En él, el paradigma de dominio sobre la vida transformó la agricultura en una industria más.

La agricultura se define de manera sistémica como el conjunto de procesos destinados a obtener alimentos utilizando los recursos naturales y sociales a los que se tiene acceso. Esta producción-distribución-consumo de alimentos se realiza a través de actividades económicas, culturales, políticas y ambientales de manera organizada. Por ello, entender que la agricultura juega un rol fundamental en estos ejes de la vida social nos sirve para entender los valores que la sustentan y los fines a los que atiende, para, así, poder plantear soluciones que vayan a la raíz del problema. 

Una mirada a la agricultura industrial

La agricultura industrial es aquella que busca obtener mayores ganancias con el menor costo posible. Lo cual se logra a partir del uso intensivo de capital como tractores y maquinaria de alta productividad, así como insumos externos como semillas modificadas, fertilizantes e insecticidas sintéticos (Cáceres, 2003). Esto ha generado que la agricultura industrial sea señalada como una de las fuentes de mayor contaminación antropogénica en diferentes sentidos, tales como la generación de gases de efecto invernadero, deforestación y contaminación del agua y el aire por el uso de agroquímicos. 

Es importante señalar que uno de los componentes básicos de la ecología es la existencia de ciclos, donde hay un flujo constante de materia y energía, según el cual un ecosistema no genera residuos netos, ya que la materia circula continuamente a través de la red de la vida (Capra, 2001).

La agricultura industrial no atiende a estos principios ecológicos.

Por ejemplo, todos los nutrientes, que son extraídos de la tierra en forma de alimento para nuestro consumo, son transportados a zonas lejanas de su área de extracción para que, posteriormente, sus residuos sean desechados sin que se reintegren al suelo para continuar con el ciclo de nutrientes.

Por si esto fuera poco, su extensión en el territorio es una de las principales causas de la pérdida de la biodiversidad mundial; tanto por la falta de diversidad genética de los cultivos, ya que se basa en monocultivos que son económicamente convenientes para las personas con recursos monetarios; como por la deforestación masiva que repercute en la erosión de los suelos y la pérdida de especies de flora y fauna, la cual se estima en aproximadamente 25% de todas las especies terrestres y marinas dentro de las décadas por venir (UN, 2019).

La promesa del desarrollo y del avance tecnológico de este sector fue la de alimentar a la población mundial.

Sin embargo, actualmente en el mundo hay alrededor de 795 millones de personas que padecen de hambruna; para el 2050, se estiman 2,000 millones de personas adicionales (Erdman, 2018), a pesar de que la producción total es suficiente para alimentar a 1.5 veces la población total. Aunado a esto, se estima que entre el  30 – 40% de la producción mundial de alimentos se desperdicia a lo largo de la cadena de valor. Lo anterior pone de manifiesto las incongruencias del sistema no sólo agrícola sino económico y político que lo sostienen.

En el presente, las personas que se dedican al campo son parte de los sectores más marginados, con pagos paupérrimos, falta de seguridad social y protección; los bajos costos de nuestros alimentos son a costa de la explotación, denigración y opresión de lxs campesinxs que tienden a estar geopolíticamente posicionados en los países “en vías de desarrollo”. De igual manera, la agricultura industrial ha promovido la pérdida de los conocimientos y métodos ancestrales para cultivar los alimentos. Estos conocimientos buscan proveer de alimentos sin sobre-explotar la tierra; basándose en una agricultura sintrópica, regenerativa, que conserva los ecosistemas existentes. Por todas estas razones y con el paso del tiempo, se han podido observar las consecuencias negativas que ha tenido esta práctica extractiva tanto en el ambiente como en la sociedad.

Otra forma de alimentarnos es posible

A pesar del panorama negativo que enfrentamos, existen alternativas a este modo de producción que tienen el potencial de cubrir nuestra necesidad de alimento y además regenerar la tierra y los ecosistemas. Un ejemplo de ello es la  agroecología; definida como el conjunto de procesos de producción que integra tecnologías basadas en el conocimiento tradicional y científico de los procesos biológicos pero sin implementar agentes que transformen radicalmente ese sistema. Tiene bases en la experiencia milenaria de los agricultores; al mismo tiempo, es innovadora, ya que aplica ecotecnias que han abierto panoramas transformadores para la ciencia. 

Se basa en el principio de que los ecosistemas tienen dinámicas complejas; por lo tanto, toma en cuenta los ciclos energéticos, materiales y las redes de vida que establecen múltiples caminos para obtener abundancia. En este tipo de agricultura no se usan insecticidas o fertilizantes químicos; en su lugar, se implementan estrategias como el uso de abonos y compostas, la interacción entre distintos cultivos, así como la rotación de los mismos para mejorar la calidad del suelo; además, aprovechan los beneficios de la simbiosis de la diversidad de insectos, hongos y otras plantas presentes, entre otras técnicas para así establecer un equilibrio o balance dinámico para mantener los ciclos naturales de la vida.

Foto: Cultivos en Xochimilco | Por Tamara Blazquez Haik

Aunado a los beneficios ecosistémicos que tienen las prácticas agroecológicas, dentro de esta perspectiva se busca también empoderar a productorxs de pequeña y mediana escala, a través de la dignificación de su trabajo así como del desarrollo de capacidades autogestivas que les den soberanía sobre sus producciones. Lo que significa dejar de depender de semillas modificadas o agroquímicos que vulneran su economía y dañan al ambiente.

Recientemente se abrió en la agenda pública el tema del uso de glifosato en el sector agrícola mexicano. Un excelente ejemplo de razones por las cuales es necesario y viable hacer una transición hacia sistemas agroecológicos. 

El glifosato (C3H8NO5P) es un compuesto químico de amplio espectro usado para eliminar hierbas en los cultivos perennes. Está catalogado por la OMS como un posible carcinógeno, lo que se antepone a los 1,108 artículos científicos que lo asocian con múltiples padecimientos. La evidencia es tal que, en diversos países como Australia, Francia, Reino Unido, algunas provincias de Canadá e incluso algunos condados de Estados Unidos, se encuentra en proceso de erradicación, con miras a 2023. En México, el sector de agronegocios privados se verá obligado a cumplir con los estándares internacionales, para continuar presente en los mercados internacionales. El gobierno federal ha establecido prescindir del glifosato en lo que corresponde a sus dependencias, dejando la libertad de aquí al 2024 de erradicar su uso también en el sector privado.

A pesar de su “efectividad” en términos de control de plagas, los costos a los ecosistemas y a nuestra salud han probado ser mayores. Por tanto, actualmente, cerca de  70 millones de hectáreas ya cuentan con certificaciones de producción libre de glifosato (Gómez Tovar, 2020). Asimismo, en México existen alrededor de 215,000 productorxs agroecológicos, quienes han logrado a través de técnicas tales como rastras, chapeaderas, falsa siembra, ácidos grasos y hasta vinagre, combatir eficazmente a las malas hierbas que puedan afectar sus cultivos (Gómez Tovar, 2020). Lo anterior es muestra de que sí es posible continuar alimentando al mundo, prescindiendo de sustancias tan dañinas como ésta. Específicamente en nuestro país, revela la capacidad del campo mexicano para transitar paso a paso hacia los sistemas agroecológicos sintrópicos, que resguarden la biodiversidad y garanticen soberanía alimentaria.

Necesitamos una revolución regenerativa

El origen del pensamiento sistémico deriva de la ecología. El entendimiento de los procesos biológicos no puede estar separado del análisis surgido a partir de la experiencia de los trabajadores de la tierra y de las tradiciones agrícolas ancestrales. Aquí es en donde subyace el potencial transformador de la agroecología.

Un nuevo sistema agroalimentario debe considerar el valor de la diversidad natural y cultural así como sus relaciones. Nosotrxs incluidos, formamos parte de este complejo sistema de vida llamado planeta Tierra. Por ende, es de suma importancia que la agricultura que sostenga nuestro presente y el de futuras generaciones sea una que incorpore los conocimientos milenarios así como los avances en el conocimiento científico, siempre con el cuidado de la vida en el centro,  de manera justa y regulada. La agricultura tiene que dejar de tener como principal motor la acumulación de riqueza monetaria; ser una actividad que nos garantice sustento y bienestar a todas las personas sin distinción de raza, capacidad económica, género o educación.

Para lograr esto, será necesario que los ejes principales sean generar el menor impacto posible y procurar la regeneración y conservación de los ecosistemas.

Sin ecosistemas saludables, tampoco hay vida posible para lxs humanxs. Cada aspecto de nuestra cotidianidad es motivo de transformación; desde cómo nos alimentamos, hasta las estructuras organizativas a las que nos alineamos; la manera en la que habitamos y cohabitamos con otros seres. Por el tiempo que tenemos para cambiar (2030-2050), son motivo de revolución.

Conocer y trabajar la tierra nos puede ayudar a re-interpretarnos como partícipes de la red de la vida; de tal forma, podremos transformar nuestra relación con el entorno y con nosotrxs mismxs. En la naturaleza no hay dominación, las jerarquías se establecen con un fin cooperativo, no hay residuos ni acumulación. La agroecología propone poner en práctica la inteligencia de la naturaleza en los sistemas agrícolas. ¿Por qué no, también, ponerlo en práctica en todos los ámbitos sociales? Ése es el verdadero sentido de una revolución regenerativa.

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Andrea Pliego, Elisa Caballero, Beatriz Acevedo y Regina Gómez son integrantes de Contaminantes Anónimus.

Twitter:@contaminantesa

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Instagram: contaminantes.anonimus

Imagen principal: “Agroecología”, por Jauma Porcel Ontrup (@tintograma)

Fuentes

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