Por David Lameiras

El planeta que habitamos se ha formado en un lapso de 4,500 millones de años. A lo largo de ese tiempo, diversos eventos y procesos han moldeado nuestra roca espacial y cambiado sus características. Para registrar y entender esa trayectoria, de la disciplina de la geología surgieron categorías de tiempo: los eones, eras, periodos, épocas y edades; se utilizan para clasificar la dinámica terrestre en lapsos de millones de años. Como muñecas rusas, el eón contiene la era, que contiene el periodo, que contiene la época, que contiene la edad.

No me detendré a desglosar cada una de ellas, sólo les diré que hoy nos encontramos en la edad megalayense (que se estima comenzó hace 4,200 años con una sequía de dos siglos), de la época holoceno (que se estima comenzó hace 11 mil años con el último deshielo), del periodo cuaternario (que se estima comenzó hace 2 y medio millones de años, con el ciclo reciente de glaciaciones) de la era cenozoica (que se estima comenzó hace ~66 millones de años con el famosísimo asteroide mata-dinos), en el eón fanerozoico (que se estima comenzó hace ~540 millones de años con la separación de la masa continental Pannotia/Gondwana).

El propósito de ubicarnos en la escala del tiempo geológico no es dejar de utilizar el calendario gregoriano, más bien nos ayuda a dimensionar los drásticos cambios que existen entre una y otra etapa. Por ejemplo, el comienzo de la época holoceno significó la estabilización de la concentración de dióxido de carbono (CO2) en la atmósfera, permitiendo también mantener la temperatura del planeta en el rango al que todas las especies estamos hoy acostumbradas. El ejemplo del comienzo de la era cenozoica también es ilustrativo; el impacto del asteroide causó la quinta extinción masiva de la que se tenga registro, cambiando el flujo evolutivo en la Tierra de manera drástica. Se puede ver que los eventos o procesos que marcan los cambios no sólo importan por su magnitud en sí misma, sino por los grandes cambios planetarios a los que dan origen.

La humanidad como fuerza geológica

Comparto el anterior breviario técnico para entrar a uno de los temas más importantes que debemos tratar como colectividad humana: ¿cómo nos relacionamos entre nosotras/os y con el planeta que nos alberga? 

Debido a la tecnología humana, se han modificado irreversiblemente la superficie de la Tierra y los diversos ecosistemas que existen en ella. Como nunca antes, proliferan materiales como concreto, plástico y aluminio; partículas de hidrocarburos, plaguicidas, metales pesados y residuos de la actividad nuclear se pueden encontrar en sedimento y en las capas de hielo; la flora y fauna se han homogeneizado en función de la industria agropecuaria… ¿Cómo se ha modificado el territorio mexicano? Señalaré solamente la desaparición por actividad minera del cerro de San Pedro, en San Luis Potosí, y la constante erosión del suelo por la deforestación y la agricultura de monocultivo híper-fertilizada.

Imagen: Pete Linforth | Pixabay

Esta efectiva capacidad de transformar el entorno dejará secuelas como la sexta extinción masiva y un incremento en la temperatura media del planeta de entre 1 y 4 grados centígrados, entre otras que no se pueden ver con claridad en el presente. Por eso se ha propuesto integrar una nueva época a la escala de tiempo geológica: el antropoceno, que con su etimología hace referencia a la fuerza que nuestra especie ha ejercido para moldear el planeta.

Por la complejidad del concepto, aún no hay consenso científico en torno a esta nueva época, incluso aún se debate cuál podría ser el marcador de inicio: ¿será la revolución industrial del siglo XVIII y su carrera por el uso de recursos fósiles para transformar otros recursos no-fósiles? ¿Será la década de 1950 con la motorización y el comienzo del uso de tecnología nuclear a gran escala? ¿O será el cambio a asentamientos de base agrícola hace más de 11 mil años? A pesar de lo difuso de su comienzo, basta mirar por la ventana o echar un ojo al google earth para notar “nuestra” fuerza en acción. 

¿La humanidad es el virus?

Se podría pensar que el Antropoceno es el nombre del victimario, víctima y del crimen. ¡Y cómo no pensarlo! ¿No es por causa nuestra la crisis actual si el aumento en la temperatura global y la deforestación potencian la transmisión de enfermedades infecciosas entre animales humanos y no-humanos? 

Pero la humanidad no es ni virus ni parásito; no necesariamente tiende a la destrucción de su entorno. Prueba de ello es la milpa. Un sistema de siembra que asocia especies para beneficiarse una de la otra; fortaleciendo el suelo y la biodiversidad a la vez que da sustento a la cultura. Otra prueba es la terra preta, un tipo de suelo del Amazonas cuya composición de carbono, minerales y microorganismos no se encuentra en otro lado. ¿Qué secreto la hace tan bondadosa? El composteo de caca, práctica anterior a la colonización. Las comunidades indígenas de esa zona no echaban su caca al agua, sino que la re-integraban al suelo para darle vida a la vida

¿Qué mensaje nos traen al 2020 estos ejemplos?

Al día de hoy, el Antropoceno significa la angustia de pensar que nuestro destino es causar-observar el colapso de lo que conocemos: agua dulce entubada y agotada; bosques enfermos y arrasados; cultivos envenenados y sin biodiversidad, y los fósiles y demás materia vegetal convertida en carbono gaseoso, entre otros hábitos aparentemente suicidas. Pero si podemos aprender algo de nuestro pasado y de las resistencias del presente es que la habilidad e inventiva humana no tienen que dirigirse por ley natural a la idea y práctica capitalista-imperialista del dominio de la gente y los recursos en pos del consumo y del “crecimiento”. Por el contrario, si orientamos nuestra energía colectiva a la reproducción de la vida, podremos manifestar nuestra fuerza geológica en comunidades que florecen y evolucionan junto con los ecosistemas que las sostienen.

Imagen: annca | Pixabay

Ésta es, pues, la misión: resignificar el Antropoceno, orientando la actividad humana hacia la regeneración del sistema-Tierra y de los sistemas sociales. Un paso primero que hay que dar en ese camino es adoptar la noción de la condición ecológica o la “pertenencia a la naturaleza”: somos parte de la red de la vida que ha evolucionado junto con esta roca del espacio, y por tanto el cuidado de esa red es el cuidado de uno mismo y de la colectividad humana. Entonces, para que nuestra fuerza se manifieste como regeneradora y evolutiva, nuestra ética y la economía deben estar en función de esta noción, y no en función del dominio, la explotación y la acumulación. Así, la agencia y conciencia de la humanidad quedarían al servicio de esta misma red, cultivando las relaciones y la diversidad de la vida… tomar esa vía es cuestión de decidir hacerlo.

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David Lameiras es activista medioambiental.

Twitter:  @lameirasb 

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