Por Mariana Castro Azpíroz
Sólo en este 2020: incendios forestales en Australia que duraron 79 días, la tasa de deforestación más alta registrada para el Amazonas, inundaciones letales en África y el inminente ataque de las avispas asesinas. Parece el tráiler de una película post-apocalíptica; lamentablemente, son los titulares que han llenado los noticieros en lo que ni siquiera es la primera mitad del año. Ahora, inmersos en una pandemia causada por el nuevo coronavirus (SARS-CoV-2), nos preguntamos cómo llegamos a este escenario que parece el fin del mundo. Si algo tienen en común todos estos eventos es que narran una catástrofe ecológica, a cuyas consecuencias no les hemos dado la importancia que se merecen.
En busca del culpable
Al inicio de la emergencia sanitaria, se rumoraba que alguien se comió una sopita de murciélago en China y así se comenzó a propagar la enfermedad. Los murciélagos tienen un sistema inmune muy curioso. Necesitan producir muchísima energía para volar, lo cual genera un exceso de las llamadas especies reactivas de oxígeno que, entre otras cosas, producen inflamación. Por ello, la respuesta inflamatoria de estos animales es notablemente baja. Lo interesante es que muchos de los síntomas que se presentan en una enfermedad viral no son causados directamente por el virus, sino por la inflamación que se produce cuando el sistema inmune combate el ataque; por ejemplo, la neumonía que padecen algunos pacientes con COVID-19.
Esto significa que los murciélagos, al tener una respuesta inflamatoria reducida, pueden tener virus replicándose dentro de ellos y nunca presentar como tal una enfermedad, lo cual los convierte en un excelente centro de diversificación para los virus. Además, tienen mecanismos muy potentes para acabar con una infección viral antes de que crezca. Si los virus que se adaptan para sobrevivir en estas condiciones llegan a transmitirse a otra especie, ahora son más poderosos y es más probable que provoquen enfermedades más agresivas. El punto clave aquí es que los humanos hemos fomentado contactos adicionales entre especies, debido a su comercio ilegal, introducción de especies no nativas y destrucción de hábitats. Esto hace que sea mucho más sencillo que se transmitan enfermedades de una especie a otra (zoonosis).
Murciélago: el héroe que el mundo no se merece, pero que necesita ahora
Pintar al murciélago como el villano de la historia generó mucha desinformación y condujo a acciones tan drásticas como que pobladores peruanos intentaran quemar a estos animales, por miedo a que propagaran el nuevo coronavirus. Pero, para empezar, es poco probable que los murciélagos hayan contagiado directamente a los humanos. En epidemias pasadas, hemos visto que el virus debe pasar antes por un intermediario, como lo fue la civeta en el caso del SARS; y el camello, en el de MERS.
En realidad, atacar a los murciélagos es contraproducente porque tienen un papel crucial para mantener el balance ecológico. Ayudan a fertilizar la tierra y reforestar. Son controladores de plagas. El 70% de las especies de murciélagos se alimentan de insectos, incluidos muchos que dañan la agricultura o propagan enfermedades, como el mosquito del dengue. Y los que comen fruta son polinizadores: a ellos les debemos no solamente semillas y frutas que consumimos, sino otros productos derivados de plantas, como fibras, maderas, aceites y medicinas. ¡Sin murciélagos no tendríamos plátanos ni tequila!
Pangolín: el nuevo sospechoso
Recientemente se ha especulado que la especie intermediaria en esta pandemia fue el pangolín: un pequeño mamífero que luce como un oso hormiguero con escamas de armadillo, y que está en peligro de extinción. ¿Cómo transmitió este virus a los humanos? La respuesta es el comercio y consumo de especies exóticas. Los pangolines se consideran el animal más traficado a nivel mundial: se extraen 100,000 ejemplares al año de su hábitat natural. Después, son transportados en condiciones de hacinamiento y pésima higiene para venderlos en Asia para el consumo de su carne como comida gourmet y de sus escamas para medicina tradicional china. Así que no fue sopita de murciélago, sino de pangolín.
La pérdida de especies es muy preocupante y además genera otros problemas cuyas consecuencias no siempre tenemos en mente. Los virus se adaptan para replicarse en una especie en específico. Si infectan a una especie distinta, muchas veces no sobreviven. Pero si les damos suficientes oportunidades para que lo vuelvan a intentar, mutan hasta ser infecciosos en su nuevo huésped. Si se encuentran en un ecosistema donde hay gran biodiversidad, será más difícil que salten las suficientes veces a la misma especie como para que se adapten. A esto se le conoce como efecto de dilución. Sin embargo, la reducción de diversidad biológica hace que haya una mayor probabilidad de que ocurra una zoonosis.
Más factores agravantes
Todo lo anterior combinado con la fragmentación y pérdida de hábitats promueve la selección de especies invasoras que toleran el ambiente urbano, lo que significa más contagios en las ciudades. De hecho, la deforestación es la primera causa de enfermedades emergentes. Y para empeorar la situación, la contaminación del aire fomenta complicaciones de salud consideradas factores de riesgo para el coronavirus. Las partículas tóxicas que respiramos debilitan el sistema inmune; además, promueven inflamación del sistema respiratorio; igualmente, hacen que uno sea más propenso tanto a contraer la enfermedad como a que ésta escale y se presenten síntomas severos.
En resumen, hemos dejado a nuestro planeta en condiciones insalubres, tanto para nosotros como para las demás especies. A través de cambios de uso de suelo, destrucción de ecosistemas y un mal manejo de especies, los humanos fomentamos un desequilibrio biológico que trae como consecuencia, entre muchas cosas, pandemias como la que vivimos hoy. La situación actual es una llamada de atención para tomar acciones contundentes; tanto a nivel sociedad como a nivel personal, urge adoptar un estilo de vida mucho más amigable con el ambiente.
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Mariana Castro Azpíroz estudió biología molecular en la UAM Cuajimalpa.