Por Verónica V. Zentella
El hombre moderno ya no es, lamentablemente, un ser razonable.
Porque ha perdido toda su sabiduría.
Hoy es capaz de viajar a la luna,
pero ya no sabe alimentarse.
Michel Montignac
Hubo una época —no muy lejana— en la que el tiempo para la preparación de los alimentos y su consumo era sagrado.
Sin embargo, dentro del paquete de cambios que han traído consigo el neoliberalismo y la globalización, la jornada laboral mide, regula y estructura nuestras prácticas y comportamientos alimentarios. Es decir, nuestra dieta se somete al carácter productivo de la sociedad industrializada, y en nombre de la competitividad y eficiencia, el tiempo es demasiado valioso como para “perderlo” cocinando o comiendo. Las prácticas alimentarias son percibidas como algo que se tiene que hacer entre las otras muchas tareas que demandan nuestra atención, por ello deben compartirse con otras actividades como trabajar en la computadora, leer, ver la televisión, estudiar, hablar por teléfono, caminar, conducir, etc.
Así, en el afán por ser más eficientes, más competitivos y producir más, el tiempo destinado para la ingesta y la preparación de alimentos se ha reducido: en la actualidad se cocina rápido —o no se cocina— y los alimentos se toman de prisa.
Foto: Pixabay
Para ello, el sistema de producción de alimentos se ha encargado de facilitarnos la vida al poner a nuestra disposición comida preparada, enlatada, congelada, envasada o empaquetada; es decir, comida lista para servirse. A cambio de este “ahorro” de tiempo, las emisiones del sistema alimentario alcanzan entre el 21% y el 37% del total de GEI antropogénicos; además, dicho sector es responsable del 60% de la pérdida de biodiversidad a nivel global.
En este sentido, resulta necesario hablar del movimiento Slow Food (comida lenta). Formado en 1986, se alzó como un intento por preservar la producción agrícola local y la cocina regional de cara a la globalización; asimismo, de promover un sentido por el placer y la sociabilización que se logra en torno a la buena mesa local o regional. Para 1989, y en respuesta a su campaña que se oponía a la apertura de franquicias de McDonald’s en Italia, el movimiento Slow Food emergió como una red comunitaria que enfatizaba su oposición no sólo a la comida rápida (fast food), sino al vivir de prisa (fast life).
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El movimiento nos confirma algo que nuestros abuelos ya sabían. Comer es mucho más que poner un pedazo de comida en la boca; es decir, además de ser una actividad biológica, comer es un fenómeno social y cultural. La comida no sólo es imprescindible para la supervivencia física y el bienestar psíquico; además, es fundamental para la reproducción social en tanto que la alimentación es uno de los lenguajes que utiliza el ser humano para expresarse y mantener la vida en sociedad.
Entre las funciones socioculturales de la alimentación podemos mencionar las siguientes: satisfacer el hambre y nutrir el cuerpo; iniciar y mantener relaciones personales; demostrar la naturaleza y extensión de las relaciones sociales; proporcionar un foco para las actividades comunitarias; expresar individualidad; proclamar lo distintivo y la pertenencia a un grupo; hacer frente al estrés psicológico o emocional; reforzar la autoestima; prevenir y tratar enfermedades físicas o mentales; simbolizar experiencias emocionales; manifestar piedad o emoción; expresar amor y cariño.
La alimentación alude, entonces, a la experiencia alimentaria en la cual se apropia y se recrea la dimensión social, la cual constituye un aspecto sustantivo en la formación humana.
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Verónica V. Zentella es Doctora en Pedagogía por la UNAM. Autora y co-autora de libros y artículos varios. Se desempeña como docente universitaria e imparte cursos, talleres y diplomados a maestros de enseñanza básica y superior en México.
Twitter: @verozentella