Por José Ignacio Lanzagorta García

Quién sabe cuántas vaquitas marinas quedan en el planeta, pero probablemente no más de 20. Por una demanda de grupos ambientalistas estadounidenses, la Corte Internacional de Comercio de Estados Unidos ha ordenado a la administración de este país levantar un embargo pesquero contra México, prohibiendo la compra de camarón y otras especies, pues es en las redes en las que se capturan estos bichos que la vaquita ha sucumbido.  Dicen que a pesar de lo “doloroso” del embargo, su costo no se compara al de perder la vaquita. Dicen que ésta es la última oportunidad para salvarla. De fallar, México quedará como el responsable de su extinción.

La vaquita marina es un ser peculiar. Es la especie de marsopa –digamos, por practicidad, que es un tipo especial de ballenita- más pequeña del mundo. Con o sin humanos, su existencia es también una de las más frágiles del planeta. De entrada, porque su hábitat es también muy pequeño: sólo se le ha visto en las turbias aguas del extremo norte del Golfo de Baja California y nada más. Al parecer, tiene dificultades para adaptarse a cualquier otra cosa. Para colmo, su capacidad reproductiva es también muy lenta y limitada. Digamos que cualquier cambio en su hábitat significaría un seguro camino a una extinción. Lo que no sabíamos es qué tan rápido o lento.

La primera transformación más grande a su hábitat ocurrió, de hecho, antes de que supiéramos bien a bien que la vaquita existía. En la década de 1930, construyeron en Estados Unidos una gigantesca presa sobre el río Colorado, ésa que a veces sale en las películas de Las Vegas. Esto debe haber cambiado algunas condiciones del agua del Alto Golfo donde la desembocadura de ese río marcaba algunos equilibrios. ¿Qué habrá cambiado? Quién sabe. ¿Habrá afectado la existencia de la vaquita? Tampoco lo sabemos, probablemente sí. Es seguro que en ese entonces los pescadores del desierto la conocerían, pero nadie había estudiado a la vaquita marina. Apenas la catalogaron hasta 1958 y prácticamente enseguida se concluyó que estaba amenazada.

Estamos salvando a la vaquita desde que la conocemos. Quien esto escribe hizo una pequeña investigación hace 12 años al respecto. Quedaban alrededor de 600 ejemplares y entonces e incluso algunos años atrás, algunos biólogos aseguraban que no había mucho por hacer, que la vaquita estaba condenada a la extinción. Dada su incapacidad para adaptarse a otros hábitat, la lentitud de sus tiempos y tasas reproductivas y su bajo número de población, cualquier nueva alteración a su entorno sería letal. Sólo nos quedaba acompañarla hasta su extinción y despedirla como una curiosidad de este planeta. Hoy sólo quedan alrededor de 20 o menos –algunos dicen que siete-. Se acabó. Fuera de cautiverio es impensable que en dos años sigan existiendo las vaquitas. Sin embargo, en todas estas décadas y más a la luz de la decisión de la corte estadounidense siempre nos ha acompañado un problema ético: ¿debíamos preservar la vida de la vaquita el mayor tiempo posible o seguir con nuestra rapaz existencia aunque esto implicara un rápido aceleramiento en su extinción?

Foto: Shutterstock

La respuesta a ese problema es rara. Claro que todos decimos que sí, que se conserve y que en una de ésas y hasta nos hace el milagrito de desarrollar alguna adaptación y subsistir. El problema llega a la hora de tomar decisiones. En todo este tiempo, la amenaza más grande para la vaquita siempre hemos sido nosotros: la pesca de camarón y, de paso, la de la totoaba que también está en peligro de extinción, es lo que ha acelerado todo. Se había intentado desarrollar y cambiar redes de pesca por unas en las que no cayeran las vaquitas, pero no, la verdad es que lo único eficaz para prolongar la extinción es prohibir la pesca y hacerlo en un perímetro alto. Esto, dicen la Corte de Estados Unidos y los ambientalistas, tiene menos costos que el de la extinción de la vaquita. ¿Sí? ¿Por qué? ¿O cómo?

En cualquier caso, fracasamos. A pesar de los perímetros de veda, la vigilancia y las negociaciones con los pescadores es la incapacidad de monitorear permanentemente todo el perímetro, la corrupción y la simple dinámica natural de la vaquita las que impusieron el ritmo de la extinción. Fracasamos, no hay más. Pero el problema ético sigue: ¿vale la pena un embargo que tendrá un impacto en la economía de una región mucho más amplia porque la existencia de la vaquita se prolongue un par de años más?

Yo no lo sé. Me inclino a pensar que todo esfuerzo para preservar los equilibrios ambientales que la actividad humana trastoca son valiosos. Pero es imposible también observar que las ambivalencias, ambigüedades y hasta la forma en la que se posicionan estos esfuerzos, irrelevantes o no, tienen implicaciones de poder en nuestras relaciones sociales y culturales. Estados Unidos ha levantado un embargo inútil en la recta final de la vaquita. Llega tarde y mal. No sólo afectará la economía local, sino que cuando inevitablemente la vaquita sucumba, el saldo será que el providencial gobierno estadounidense heroicamente hizo hasta lo imposible por salvarla y el subdesarrollado gobierno mexicano aniquiló una especie carismática. ¿Se acuerdan que comenzamos hablando de cómo una presa en el río Colorado pudo haber comenzado todo? Es incluso en un asunto así que estas posiciones entre el Norte y el Sur, entre el Desarrollado y el Subdesarrollado, el Primer Mundo y el Tercero, se reproducen una y otra vez.

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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.

Twitter: @jicito

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