Por Aurelia Cortés Peyron
Desde la comodidad del privilegio, el feminismo ya está superado para algunos; para otros, es un capricho, un divertimento o simplemente algo innecesario, pues el papel de la mujer en la sociedad es incuestionablemente el de complacer y someterse. Éstos son dos extremos de un mismo espectro, pero ambas son formas de violencia en tanto que no reconocen el problema como tal; en palabras de Irasema Fernández, una de las colaboradoras de la exposición de Estereotipas en la galería Vértigo: “la invisibilización es igual de grave que la burla y el desprestigio”. Ainhoa Suárez Gómez propone como una acepción del verbo “ilustrar”: “Hablar de la condescendencia, la denostación, la ofensa y la no inclusión como formas de violencia simbólica”. Éstas son sólo dos voces de las treinta que se expresan en esta exposición en contra, a contrapelo o a pesar, de los estereotipos que pesan sobre la mujer artista.
Sobra decir –pero hay que repetirlo– que la discriminación de género está muy arraigada en el medio artístico en México. La mezcla de factores es compleja e involucra, entre otras cosas, la edad: una mujer joven está en una situación muy adversa a la hora de forjar un estilo, ejercer su profesión e ir creando una obra; desde el acoso y la discriminación hasta un comentario dicho al aire y, supuestamente, sin afán de ofender, el machismo ha marcado las carreras de la mayoría de las participantes.
Históricamente, a las mujeres nos han situado al margen de cualquier canon, sea artístico, científico o en otras ramas profesionales; nuestro desempeño –intelectual e incluso físico– se ha considerado a veces como una curiosidad (“y también es poeta”) un plus (“además, es inteligente”) o dentro de una escala aparte (“de las mujeres, es buena pintora”), como si fueran ligas menores, pero nunca como algo inherente, como una cualidad central: se puede reconocer la dedicación en una mujer, pero en estas profesiones, la brillantez o genialidad están casi siempre reservadas para los hombres.
En la pintura y la escultura, el cuerpo femenino siempre estuvo al centro de las representaciones visuales como objeto de contemplación o de deseo, casi nunca frente al caballete o empuñando un cincel. La figura femenina formaba y forma parte del culto a la belleza, encarnaba ideales y fantasías –la humanidad es tan paradójica que los pintores a veces contrataban prostitutas como modelos para los estudios de un retrato de la Virgen–, y, finalmente, era parte del entretenimiento. Con intenciones incluso educativas, muchos circos y museos en el siglo XIX exhibían al lado de mujeres obesas, mujeres barbadas y otros freaks, mujeres hermosas –según una idea homogénea de lo que es hermoso–, por el simple hecho de serlo. La belleza de la mujer siempre ha sido un espectáculo.
Todos estos hechos hablan de una sola cosa: sobre el escenario y en la vida cotidiana, desde hace siglos y hasta la fecha, las mujeres estamos siempre en un aparador: la mirada masculina o de la mercadotecnia (que suele ser la misma) juzga y fiscaliza nuestro cuerpo constantemente. Lo aprueba con un piropo o lo mide a ojo de buen cubero, sin consentimiento, en espacios públicos. Lo obliga. Lo vende. Y cuando estamos del otro lado, como artistas, es difícil quitarse de encima esta mirada que sexualiza todo lo que toca y que reproduce un esquema patriarcal. En palabras de Irasema, y para trazar un vínculo con la situación actual de las artistas: “la historia de la cultura se consume en masculino, se cree que el producto artístico creado por mujeres tiene menos valor intelectual que el de nuestro pares”.
En pleno siglo XXI escuchamos que a una cinefotógrafa le niegan un trabajo porque suponen que no podrá cargar su propia cámara o les preocupa que tenga que orinar entre los árboles; que los miembros de diversas Academias, donde las mujeres son minoría, bostezan y hacen muecas como niños de primaria en una junta con la directora; que los directores “progre” de un festival de documental olvidaron seleccionar películas con protagonistas mujeres en su sección LGBTTIQ. Quisiera que fueran ejemplos hiperbólicos, hipotéticos, y que terminaran aquí, pero –todavía– no es posible. Quiero creer, sin embargo, junto con Alejandra Moffat, que las cosas están cambiando, como expresa en su texto, donde le describe a su abuela el trabajo de sus colegas ilustradoras: “Te encantaría verlos. / Ellas no dirían que te falta técnica ni que tienes que mejorar tu pulso. / Te incentivarían a dejar rastros en las servilletas y las boletas usadas. / Y tú gozarías de este vértigo revolucionario”.
En los muros de la galería Vértigo se entretejen todos estos temas. Desde el pago diferenciado hasta el gaslighting, desde un gesto de solidaridad –la mujer taxista que dice “te espero hasta que entres” en la pieza de Jazmín Varela– hasta el constante escrutinio por parte del canon masculino, que evoca la ilustración de Mariana Villanueva. Desde una vida interior embrujada, en las piezas de Gala Navarro –“una hilera de diablos diminutos que, al atravesar un anillo sostenido entre un dedo índice y un pulgar, se convierten en gatos”, en palabras de Úrsula Fuentesberain– hasta los trazos fluidos, en apariencia inocentes y sencillos, de Abril Castillo, a los que se llega después de muchos años, cuando ya nadie nos obliga a usar sólo una gama de colores y de cortes de pelo.
Aunque los estilos, aspiraciones, técnicas y trayectorias de las ilustradoras son diversos, los temas en que convergen están anclados en una sola sensación: el hartazgo del deber ser de “lo femenino”. Y una sola urgencia: combatirlo. En el trabajo bordado de Inés Da Luz Andrea Chapela ve el origen de un reducto de libertad: mientras que, durante muchos siglos, bordar fue una actividad que complementaba las habilidades que debía adquirir toda mujer digna de casarse –una de las metas principales de su vida y necesaria para la más importante, ser madre–, más tarde, gracias a ese espacio de convivencia y comunidad, el bordado “pasó a ser un vehículo subversivo porque las mujeres sufragistas bordaban sus banderas y estandartes pidiendo el voto”.
Bordar dejó de ser estar encerradas decorando un estereotipo de hogar. Y así, en la exposición, vemos cuerpos femeninos en acción, fuera de la expectativa de género y fuera de la imagen de la mujer yacente, lista para complacer, la mujer en el aparador: en colores y trazos muy distintos, vemos mujeres en las calles, andando en bici o en scooter, nadando en ríos o en albercas olímpicas. Cuerpos que son galaxias, tatuados, que en sus momentos íntimos no se desnudan para el voyeur. Cuerpos distintos. Mujeres que no son sólo la representación idealizada de la naturaleza y la fertilidad, pero que no niegan la diferencia, que no aspiran a imitar la visión masculina para lograr la aceptación. Vemos desmantelado el halo de misterio que rodeaba a la idea de una “dama”, cuya bolsa no hay que esculcar, como leemos en el texto de Isabel Zapata. Vemos los resultados de una primera incursión en el mercado del arte: “Así fue mi primer trabajo como ilustradora: hecho por una niña, para otra niña y pagado por una mujer”, en palabras de María José Ramírez. Vemos asociadas a la obra de las artistas palabras –“fuerte”, “perverso”, “atroz”– que sólo se reservaban para artistas “serios”, nunca para la experiencia “delicada” de una mujer. Vemos mujeres que navegan del mundo editorial al de la ilustración, las artes visuales, el cómic y la literatura infantil, sin que estas categorías sean prisiones.
En resumen: la exposición de Estereotipas es una invitación a conocer mejor el trabajo de ilustradoras y escritoras mexicanas y argentinas, y verlo con una mirada distinta, que tome en cuenta el contexto y las sociedades en que emergen. Es una invitación a divertirse, a seguir trabajando, a compartir experiencias de todos tipos; una invitación a la sororidad, a hacer comunidad, a revisar privilegios, dogmas, expectativas y estereotipos.
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ESTEREOTIPAS es una exposición colectiva que reúne el trabajo de más de 30 ilustradoras de México y Argentina. A toda la obra expuesta la acompañan textos de reconocidas escritoras quienes a modo de breves ensayos reflexionan sobre los estereotipos en la ilustración, la mujer y su capacidad creadora, y las posibilidades y opciones que hoy tienen las ilustradoras para desarrollar un trabajo más libre y abierto.
Esta exposición estará en la galería Vértigo del 6 de diciembre al 10 de febrero, donde las ilustraciones están a la venta.
Ilustran
México: Daniela Soto, Jimena Estíbaliz, Elisa Malo, Emilia Schettino, Estelí Meza, Gala Navarro, Inés de Antuñano, Chiquita Milagro, John Marceline, Lore Mondragón, Mariana Villanueva, Natalia Gurovich, Pamela Medina, Amanda Mijangos, Srita. Cobra, Liz Meville, Cecilia Ruiz, Inés Da Luz, Nuria Mel, Abril Castillo, Flavia Zorilla y Ericka Martínez.
Argentina: Jazmín Varela, Alina Calzadilla, Carla Colombo, Estefanía Clotti, Lía Vites, Lucía Seisas, María Luque, Pipah, Romina Biassoni, María Victoria Rodríguez.
Escriben: Andrea Fuentes, Andrea Chapela, Isabel Zapata, Úrsula Fuentesberain, Dulce Aguirre, Valentina Winocur, María José Ramírez, Irasema Fernández, Alejandra Moffat, Ainhoa Suárez, Idalia Sautto y Abril Castillo.
Curaduría: Abril Castillo y Clarisa Moura
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Aurelia Cortés Peyron es poeta y traductora. Estudió Letras Hispánicas en la UNAM y cursó una maestría en Creative Writing en SFSU. Actualmente es becaria del FONCA.