Por Carlos Monroy

Este domingo (por fin) fueron las elecciones en el Estado de México. Los resultados son agridulces (más agrios que dulces). Primero, hablemos de las pocas buenas noticias: éstas han sido las elecciones más competidas en este estado desde hace ocho décadas. A pesar de todo el dinero invertido por el gobierno federal y a pesar de las giras diarias del gabinete presidencial en el estado, la diferencia entre el PRI y MORENA fue menor a cinco puntos, es decir, menos de 200 mil votos. La otra buena noticia es que la izquierda, representada por MORENA, nunca había sido tan competitiva localmente como hasta ahora.

Después de estos breves comentarios optimistas, vayamos a lo obvio: todo parece indicar que el PRI gobernará el Estado de México otros seis años. Peor aún, estas elecciones revivieron escenas propias de las décadas de 1980 y 1990 que creíamos olvidadas. El Estado de México encabezó el número de denuncias por irregularidades en los tres estados donde hubo elecciones.

Las “irregularidades” (un eufemismo que nuestras autoridades usan para designar delitos en las elecciones) fueron muchas. Éstas fueron desde amenazas contra la oposición, como las cabezas de cerdo afuera de la sede de Morena en Tlalnepantla, hasta agresiones directas como el envío de golpeadores del PRI a un hotel en Ecatepec donde se alojaban representantes de Morena. También presenciamos el uso descarado de dinero público para promover el voto en favor del PRI por parte de funcionarios de alto nivel del gobierno federal y estatal. Para resumir: el domingo fuimos testigos del peor PRI, aquél que, con tal de ganar y sin importar el daño a las instituciones amedrenta, compra votos y usa la maquinaria del Estado para aplastar a la oposición.

Foto: Notimex/Francisco Estrada

Lo más preocupante es que estas elecciones eran la gran prueba para partidos, gobierno y autoridades electorales hacia las elecciones federales del próximo año. Después del enorme gasto para mantener la burocracia electoral y después de reformas electorales cada dos años parece que no sólo no hemos avanzado desde hace diecisiete años, sino que estamos retrocediendo. No olvidemos que en 2014 nuestros legisladores transformaron el Instituto Federal Electoral en nacional, por lo que centralizaron aún más la toma de decisiones en el ámbito electoral. Quizás, el problema no sea sólo tener autoridades electorales (especialmente a nivel local) ineficientes, sino que el gobierno haya renunciado a hacer cumplir el estado de derecho y ha transmitido esta exigencia al INE, un organismo autónomo.

La violencia y la corrupción rampantes que asolan a nuestro país tienen varias causas, pero la más importante es la espiral de impunidad en la que vivimos. Los delincuentes cometen crímenes porque saben que no serán castigados. En los estados tenemos Duartes y Borges (capturado en la madrugada del lunes, por cierto, muy oportuno) a los que se les permitió robar impunemente durante su mandato, porque en lo más alto del poder tenemos un presidente con una casa blanca. No es extraño que, al conocerse los resultados en el Edomex, las acciones de OHL se dispararon en México.

Como ciudadanía debemos exigir romper con esa espiral de impunidad. Exijamos que los delitos que se cometieron durante esta elección sean castigados. Habrá que recordar al INE y al Tribunal Electoral que la legitimidad de las instituciones se gana con acciones reales y no sólo con palabras y spots publicitarios. Castigar los delitos electorales, y que éstos tengan consecuencias va más allá de una candidata o un partido, es comenzar a castigar la corrupción desde el nivel más alto.

Me quedo con lo que un amigo que vigiló casillas en Ecatepec, y que sufrió en persona los ataques de los golpeadores priistas, me dijo: “el Edomex es todo lo que está mal en una nuez; mientras exista un Estado de México con estos niveles de impunidad y de corrupción, un proyecto de nación hacia el futuro será imposible”.

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Carlos Monroy es politólogo.

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