Por Diego Castañeda
Frente a la tragedia de los últimos días, principalmente el terremoto del 19 de septiembre, pero también el del 7 de septiembre y los otros desastres naturales que han azotado al país (huracanes, tormentas, inundaciones), es evidente que la vida sin Estado —o al menos sin un Estado lo suficientemente funcional para proveer bienes y servicios públicos básicos—es sumamente complicada.
La respuesta de la sociedad civil mexicana ha sido extraordinaria, materia digna de leyenda y que para muchos de los que no vivimos de forma consciente otros desastres, como el sismo de 1985, era en realidad un mito. No obstante, el hecho de que las labores de rescate, los donativos y gran parte de la asistencia esté teniendo que venir por parte de ciudadanos privados, es materia al mismo tiempo de orgullo sobre la solidaridad y civismo de nuestra población y de grave preocupación por el Estado mexicano.
Las funciones fundacionales de los Estados territoriales (estado-nación, países) es proveer de al menos un mínimo de seguridad a sus ciudadanos, proteger su vida y su propiedad, garantizar cierto nivel de bienestar físico, mental y material. Partiendo de este entendimiento sobre el Estado y sus funciones, México está dejando mucho que desear, en especial para un país con nuestro nivel de desarrollo. Que algunas dependencias públicas necesiten hacer peticiones a través de redes sociales sobre materiales (herramientas, medicinas, etc) en lugares afectados en lugar de que dichas instituciones las adquieran por sí mismas, es una muestra de tres cosas posibles y no necesariamente excluyentes entre sí: 1) una gran falta de capacidad estatal, 2) una gran falta de entendimiento sobre las laborales del Estado y 3) un mal uso de los recursos públicos.
Si el Estado no es capaz de usar todos los poderes que tiene para generar una cadena de mando lo suficientemente eficiente para hacer llegar los recursos necesarios de forma expedita a los lugares que lo necesitan, entonces tenemos un Estado menos capaz que lo que nuestro nivel de desarrollo demanda. El Estado no es capaz de pensar en mecanismos tan sencillos como el de la requisa, una figura jurídica contemplada en distintos aspectos de nuestra legislación que permite que en casos de emergencia –tal como un desastre natural o una guerra– para que se tome control de los bienes necesarios para llevar acabo la ayuda requerida. De haberlo hecho así, hubiera sido mucho más eficiente que el Estado mexicano requisara la maquinaria, equipo o servicios que necesita (con su adecuada compensación) y ejecutara rápidamente la tarea necesaria. Por el contrario, al esperar a que la población consiga por sí misma dichos recursos y luego los entregue se pierde tiempo y se impone una carga económica en donde es menos indicado hacerlo. Una economía de nuestro tamaño (entre las 15 más grandes del mundo), con un diseño institucional tan robusto como el que tenemos, tendría que poder hacer mejor uso de sus capacidades.
Un país que tiene una población que supera los 50 millones de pobres multidimensionales (más del 40 por ciento de la población) no debería esperar que muchos de esos ciudadanos financiaran las actividades que son sus obligaciones constitucionales y que son, además, la razón de ser de su existencia.
El presupuesto público en México puede que no sea lo suficientemente grande para proveer todos los servicios y todos los bienes públicos que un país desarrollado tendría y, sin duda, los recursos del Estado mexicano son pequeños si se piensa en lo que deberían ser para un país de nuestro nivel de desarrollo (al menos un 30 por ciento más de lo que hoy tenemos). No obstante, son suficientes para no requerir donativos. Nuestro gasto público es sumamente ineficiente, existen partidas de gasto como las de comunicación social que equivalen a miles de millones de pesos, existen partidas de servicios personales y de materiales que equivalen a puntos del PIB y que fácilmente podrían ser reducidas para liberar recursos para las tareas inmediatas y las que se vendrán en el proceso de reconstrucción.
Sin embargo, todo lo anterior, aunque es deseable, no es nuestra realidad. En los hechos, la ciudadanía se ha tenido que hacer cargo del rescate y el Estado ha mostrado que en algunas áreas criticas sigue teniendo falta de capacidad y en algunos casos extremos quizá ni siquiera existe.
En estos días por las calles de la ciudad se han escuchado muchos comentarios del siguiente tipo: “Imagínense si al país lo gobernaran sus ciudadanos”, “La sociedad no necesita gobierno”. Esos comentarios son una muestra de que la sociedad mexicana se ha acostumbrado por mucho tiempo a un Estado que no responde a sus necesidades, que no cumple muchas de sus tareas básicas, incluso algunas de las que son existenciales. Si las personas hablan gustosas de una sociedad sin Estado no tienen que voltear muy lejos para ver cómo sería, es algo que se parece mucho a lo que vivimos hoy en momentos de crisis, caos, inseguridad e ineficiencias.
Justo para prevenir las anteriores es que los humanos creamos los Estados hace miles de años y es la razón por la que hasta nuestros días siguen existiendo. En México tendríamos que demandar más Estado y con mayor presencia en todos lados, no sólo de forma selectiva o intermitente y con una fuerte capacidad redistributiva. Ésta es probablemente la gran tarea que nuestra generación enfrente, la de construir un Estado fuerte y capaz. Sólo así podremos aspirar a ser un país realmente próspero y como individuos a sentirnos más seguros cuando el desastre llegue a nuestras puertas.
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Diego Castañeda es economista por la University of London.
Twitter: @diegocastaneda