Por Miguel Cane
Había una vez, hace mucho tiempo, un director de cine llamado Ridley Scott, que parecía ser un posible heredero de la estafeta de Kubrick, cuando éste se retirara del cine — o muriera, lo que finalmente ocurrió después del rodaje de Eyes Wide Shut en 1999—. Un cineasta comprometido con su estilo visual, iconoclasta y visionario.
Su primer largometraje, Los duelistas (1977), se ambientaba en el siglo XIX, y retrataba con belleza la historia de la rivalidad de dos soldados napoleónicos —Keith Carradine y Harvey Keitel — a lo largo de varios años; muchos críticos de la época hallaron vasos comunicantes con Barry Lyndon y a Scott, que hasta entonces había hecho su carrera dirigiendo comerciales para televisión, se le auguró un futuro promisorio. Éste pareció llegar con su siguiente película: Alien, estrenada en 1979. Tomando elementos clásicos de otras cintas de ciencia ficción, contaba la historia de la nave comercial Nostromo —el propio Scott describió a la nave y su tripulación como “traileros en el espacio exterior”—, que es desviada de su ruta para atender una petición de socorro en un planeta deshabitado. Lo que encuentran son los restos de una nave largamente abandonada y una provisión de misteriosos huevos. Lo que se gesta en esos huevos es lo que acabaría por convertirse en una de las figuras más icónicas del cinema moderno; del mismo modo en que Sigourney Weaver, en aquel entonces una joven actriz sin experiencia en cine —aunque sí en teatro—, se convirtió en leyenda.
Después de algunos filmes notables y relevantes, que se asentaron como parte de la historia del cine, como Blade Runner (1982) o Thelma y Louise (1991), Scott empezó a —por ponerlo de un modo amable— perder el estilo. Nada de lo que hizo después, ni siquiera la oscarizada Gladiador (2000) o la popular Hannibal (2001), pedestre secuela de El silencio de los inocentes que Jonathan Demme y Jodie Foster rechazaron por burda, lograron devolverle el brillo ausente a su filmografía, misma que se empezó a salpicar con películas mediocres –como Cruzada (2005) o Robin Hood (2010)— o de plano malas —como la infame El consejero (2013) o Éxodo: Dioses y Reyes (2014), ambas repelentes pese a los elencos involucrados.
Ahora, Scott regresa al espacio exterior; no es un territorio que hubiera abandonado, de hecho. En 2015 presentó The Martian, que de algún modo lo congració con la crítica después de muchos años de extrañamiento y lo volvió a llevar a las listas de mejores películas del año y en 2012 había explorado de nuevo el universo de Alien, con Prometheus, una cinta bellamente ejecutada, con un guión tan confuso que terminaba por desperdiciar a los personajes y hundir el trabajo del director (yo soy de los que culpa de este aborto a Damon Lindelof, que revisó el primer guión creado por Jon Spaiths y lo echó a perder metiéndole una serie de secuencias de acción que tiraron por la borda el desarrollo de personajes y, de paso, salpicándola con rollos dizque New Age).
La cinta que ahora nos ocupa es Alien: Covenant, una secuela directa de Prometheus, pero también sirve como una especie de puente con la franquicia de Alien —que tuvo, hasta ahora, tres secuelas y un par de spin-offs versus Predator, pero no hablaremos de eso, para no causar más confusión.
Hay que partir del hecho de que la cinta, visualmente, es como todas las de Scott —pese a sus guiones y resultados—: impecable. El problema es su crisis de identidad, provocada por el simple hecho de que nada en ella es realmente algo original: la nave colonizadora Covenant viaja por el espacio con la misión de ir a un planeta deshabitado para terraformizarlo y hacerlo habitable; la tripulación está compuesta por parejas — una de ellas homosexual, para que vean lo avanzado que es el asunto— y todos han trabajado antes en la creación de colonias. Lo que sería un trabajo rutinario cambia cuando un ostensible accidente estelar interrumpe su viaje y los pone en contacto con una transmisión perdida de un planeta desconocido. ¿Suena familiar? Pues sí. La cosa es que, como ocurrió con el episodio VII de Star Wars, esta cinta es más un retelling de la trama de Alien para una generación de millenials que no la conocen, que una cinta por derecho propio.
Tenemos incluso los arquetipos: Lope (Demián Bichir) es el sargento valiente, Daniels (Katherine Waterston) es la heroína que, en más de un sentido, es el eco de Ripley —y el hecho de que haya un cierto parecido entre la actriz y Sigourney Weaver cuando era joven, no es ninguna coincidencia— y Michael Fassbender aquí se da vuelo con dos interpretaciones de lo que básicamente es el mismo personaje: Walter y David (que apareció en Prometheus) son los androides creados por la Weyland-Yutani, que forman parte del equipo y son la clave para la aparición del monstruo.
No voy a revelar más elementos de la cinta, porque sería arruinarla; lo cierto es que, para quien ha seguido las cintas de la franquicia con asiduidad, no hay ninguna sorpresa: todo lo hemos visto antes y, aunque está muy bien realizada —de hecho tiene algunas secuencias impresionantes—, Alien: Covenant no tiene una identidad que la distinga; no hay una emoción que trascienda el miedo, ya familiar, a ser cazados y eliminados por la criatura y la posibilidad de conocer algo de su origen es algo que ya conocíamos desde la cinta anterior. Es como un dejà vú.
El ritmo no falla; hay suspenso y terror, aun a costa del desarrollo de personajes —¿se habrán quedado algunas escenas de interés sobre ellos en el proceso de edición?— y las dos horas que dura la película no se sienten excesivamente largas. El problema, básicamente, es que la película se siente como ese juguete que te han prometido por años y, cuando al fin llega, te das cuenta de que el paquete es más vistoso que el contenido y que no es tan entretenido ni tan entrañable como esperabas.
Había una vez un gran cineasta llamado Ridley Scott. Me —nos— dio dos películas que vivirán siempre en la memoria colectiva y la cultura popular: Alien y Blade Runner (que este otoño tendrá su muy postergada secuela a cargo de Denis Villeneuve, el genio detrás de La llegada, y con Harrison Ford de vuelta como Deckard), pero, al parecer, ya perdió el toque.
Es una pena que ésta no se acerque al huevo cinematográfico del que salió.
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Miguel Cane es narrador, periodista cinematográfico, crítico y dramaturgo –desde hace 20 años vive de escribir y no se explica todavía cómo le hace. Es autor de las novelas Todas las fiestas de mañana y Corazón caníbal y las obras Somos eternos, Laura Dieste y Almas perdidas. También del inclasificable Pequeño Diccionario de Cinema para Mitómanos Amateurs. Tiene un gato llamado Llewyn y su película favorita es El bebé de Rosemary (Polanski, 1968).
Twitter: @aliascane