Por Mariana Pedroza

Vivimos en una sociedad en la que el dinero es un bien altamente codiciado. ¿Quién, por ejemplo, rechazaría un premio de lotería? Salvo contadas excepciones que pudieran tener opiniones político-económicas muy específicas sobre la sobreabundancia, la injusticia social o el «dinero sin esfuerzo», prácticamente nadie se negaría a tal fortuna.

La pregunta es: ¿por qué queremos ser ricos? La cuestión –me parece– va mucho más allá de los coches y los aperitivos servidos en bandeja de oro: si la fantasía de ser rico es tan común es porque detrás subyace el deseo de liberar nuestro tiempo del yugo del trabajo y poder delegarle a alguien más cualquier tarea que nos resulte incómoda para, así, poder usar nuestros días en lo que más nos satisfaga: viajar, convivir con nuestros seres queridos o simplemente quedarnos echados en el sillón.

En otras palabras, queremos ser ricos para recuperar el ocio. Varios autores se han encargado de reivindicar la ociosidad y criticar la enajenación que produce el trabajo. Pienso en Marx, por supuesto, pero también en ese gran ensayo de Russell llamado «Elogio a la ociosidad». De la ociosidad, dice Russell, nace la cultura. Sin personas con tiempo libre nunca se habrían cultivado las artes ni descubierto las ciencias; no se habrían escrito libros, inventado máquinas o refinado las relaciones sociales.

Russel, sin embargo, distingue entre dos tipos de ocio: el activo y el pasivo; no es lo mismo ver la televisión que ensayar un baile, por ejemplo. En este punto resuena Marx: cuando el trabajo drena todas nuestras energías, usamos nuestro tiempo libre sólo para reponer fuerzas; es decir, nos entregamos exclusivamente al ocio pasivo. Si además consideramos que rara vez nos identificamos con nuestro trabajo, pues no gozamos siquiera directamente de sus frutos —no comemos lo que sembramos–, el resultado es desastroso: no tenemos tiempo para ser nosotros mismos y, cuando lo tenemos, apenas lo podemos ocupar para atender nuestras necesidades más básicas. En consecuencia, nuestra identidad queda reducida al mínimo y, desde ahí, es difícil hacer la revolución, generar reflexiones propias o entregarnos a actividades que nutran nuestro espíritu.

La crítica social que de esto emana podemos dejarla para otro momento. Es cierto que el sistema capitalista es abusivo y requiere urgentemente un contrapeso no sólo desde lo individual sino desde lo colectivo, no sólo desde lo ideológico sino desde lo material. No obstante, me parece que hay un tipo de resistencia que comienza con un cambio de cosmovisión: hace falta reformular nuestra relación con el esfuerzo y, desde ahí, hacer resurgir el ocio activo que pueda dar pie a otro tipo de relaciones, de formas de organización y de apropiación de nuestras inquietudes.

En esta era de consumismo, recibimos comúnmente el mensaje de que una vida deseable es aquella en la que no requerimos esforzarnos. Muchos comerciales tienen ese formato, desde el hombre echado en un camastro en la playa tomando una cerveza, hasta la mujer del infomercial que luego de batallar por bajar de peso o limpiar su casa, encuentra el producto que la hará obtener los beneficios deseados sin mover un dedo. Hemos comprado la fantasía hedonista del no-hacer y por añadidura vivimos con desagrado cualquier tarea de nuestra vida que requiera esfuerzo, como el chiste que cuenta que el hombre rico, cansado de las desavenencias del amor, mandó a su sirviente a enamorarse por él.

Pero si de verdad el placer fuera el único bien intrínseco, entonces todos cambiaríamos –de poder hacerlo– nuestra vida humana por la vida de un cerdo, afirmaba Carlyle, pensador escocés y crítico del hedonismo. Si no queremos ser cerdos es porque intuimos que hay otra clase de bienes que pueden ser displanceteros en ocasiones pero que contribuyen en un nivel superior a nuestra felicidad, como puede ser alimentar una vocación, aprender algo difícil, ayudar al otro o tener familia.

Temo ser la vocera de la decepción, pero si, como soñamos, obtuviéramos una gran fortuna de golpe, eso tampoco solucionaría nuestros problemas, pues aunque pudiera darnos un mayor margen de maniobra para invertir mejor nuestro tiempo y obtener más placer, la búsqueda de una realización auténtica, así como de relaciones de calidad, siempre va a requerir esfuerzo.

Tal vez peco de exceso de optimismo, pero me parece que abandonar esa fantasía ya de entrada cambia algo: no se trata de tener más sino de necesitar menos; no se trata de no hacer nada sino de sincronizar nuestros esfuerzos con nuestras búsquedas. Reconciliarse con el esfuerzo es generar autonomía y recuperar un monto importante de pulsión de vida; reconciliarse con cierta austeridad es volver menos seductor al monstruo del consumo y, en el mejor de los casos, aflojar nuestros yugos.

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Mariana Pedroza es filósofa y psicoanalista.

Twitter: @nereisima

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