Por Aline Salazar
El otro día alguien se negó a cederme su asiento en el metrobús. “Tú no estás embarazada”, me dijo una señora de frente sudorosa que cargaba bolsas del supermercado. “No es lonja, es bebé”, le contesté. Finalmente, un chamaco se levantó para que yo me sentara. Para quien nunca lo ha experimentado, los problemas de movilidad a los que nos enfrentamos las mujeres embarazadas en una ciudad tan grande y complicada parecen frívolos.
Al fin y al cabo, sólo tenemos una panza. Basta con que nos pongamos ropa holgada y caminemos despacio. Lo que he descubierto es que muchas actividades cotidianas se convierten en un reto, desde subir las escaleras del metro Auditorio (tres juegos de escaleras en la línea más profunda del sistema) y encontrar un asiento reservado que no esté ocupado por algún fino caballero que se haga el dormido para no ceder el asiento, hasta caminar por las calles parchadas de plastas de chapopote, con temor a caerme, y buscar baños como adolescente enganchada con Pokémon Go.
Tanto las personas que estamos en estado de ingravidez (¿por qué tiene nombre de enfermedad?, ¿por eso dicen que una “se alivia”?) como quienes tienen alguna discapacidad física nos enfrentamos no sólo a una infraestructura que no está pensada para nuestras necesidades, sino a la incomprensión de la gente que cada 10 de mayo entona con dulce fervor “Señora, señora” de Denise de Kalafe, pero que no logra empatizar con el embarazo. Caminar con un chamaco en la panza tiene sus propios retos, y nuestros tomadores de decisiones y planeadores de ciudades –en su mayoría hombres– no logran imaginar la corporalidad de una mujer embarazada.
Pero el embarazo no se limita por estas épocas solamente a mi movilidad en esta ciudad, sino que mi vida profesional entra en un limbo. México, a pesar de tener 8.8 millones de hogares que están encabezados por mujeres, es un país que no se preocupa por el bienestar de las embarazadas ni de procurar condiciones favorables para la maternidad. La Ciudad de México, donde casi 4 de cada 10 hogares los sostiene una mujer, no es excepción.
Como tantas mujeres de mi edad, confieso mi condición de freelancera (“chambitas” o “mil usos”, como Héctor Suárez en la película más triste de la historia de México, o como prefieran) y, aunque sé que por una parte eso me dará la libertad de organizar mi tiempo para poder estar cerca de mi hijo (viviendo en la ilusión de un permiso de maternidad estilo finlandés o sueco), también estoy consciente de que eso me coloca en una posición vulnerable y de que la incertidumbre laboral que estoy experimentando será parte de la experiencia. Temo perder un proyecto de trabajo que ya tenía apalabrado porque hay que caminar mucho y en tus circunstancias no es posible. En realidad, el trabajo es de planeación y estrategia digital, los recorridos sólo son una parte del trabajo. Le ofrecí una solución. Todavía sigo esperando una respuesta.
Durante estos meses, y por bastantes años más, me voy a dar muchos frentazos. Pero al menos esto me ha enseñado la importancia de que reflexionemos sobre cómo abordar el embarazo y la maternidad en una ciudad tan grande y tan caótica como la nuestra.
Ahorita, como sea, todavía pasa por lonja.
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Aline Salazar es fotógrafa, comunicóloga y futura mamá de una criatura, esperamos, no tan desagradable.
Al fondo y a la izquierda es el espacio en Sopitas de Ala Izquierda, una organización política de la sociedad civil cuyo objetivo es la incidencia política, social, cultural y económica en México. Pugnamos por una democracia incluyente y deliberativa, un sistema de partidos abierto e izquierdas plurales en México. @AlaIzqMX