Por Esteban Olhovich
En las últimas semanas hemos atestiguado un “enfrentamiento” entre el candidato presidencial que puntea en las encuestas y algunos de los empresarios más importantes del país que han sugerido no votar por él. Ésta no es la primera vez que se complica la relación de AMLO con este sector de la sociedad mexicana, pues recordemos que, en 2006, el Consejo Coordinador Empresarial (CCE) llevó a cabo una campaña para etiquetar al entonces también candidato como un “peligro para México”.
Cuando se analizan temas como éste es fácil adoptar una posición polarizada en favor de alguna de las partes en conflicto. Sin embargo, lo cierto es que se trata de un asunto complejo que puede analizarse de manera más objetiva.
La relación de los empresarios mexicanos con la esfera política
En los últimos cien años, el poder político y el poder económico se han relacionado de manera ambivalente. Después de la Revolución mexicana, el Estado mexicano no persiguió a los empresarios y, de hecho, contribuyó a su desarrollo. Si bien algunas voces revolucionarias buscaron repartir la riqueza de manera más radical, lo cierto es que se creó un sistema político donde se incluyó a la clase empresarial como un actor clave en la modernización del país.
La buena relación entre el Estado y los empresarios llegó a su fin en la década de 1970, cuando el gobierno de Luis Echeverría, ante una crisis económica inminente, decidió intervenir de manera directa y creciente en la economía. Fue entonces que los empresarios, decididos a defender sus intereses, buscaron organizarse y participar abiertamente en la política. Hasta ese momento, si bien tenían interlocución con las altas esferas del gobierno, no tenían mayor representación en el partido oficial, en el Congreso o en los gobiernos locales (como sí era el caso de las corporaciones obreras y campesinas).
En 1976, se fundó el CCE como una respuesta a la “creciente intervención del gobierno en la economía y la aplicación de medidas claramente populistas”. En adelante, el sector determinó involucrarse sobre todo en el Partido Acción Nacional, que cada vez crecía como la mayor fuerza de oposición. Ese momento coincidió con el ascenso de la política neoliberal en el mundo, la cual promovería el libre comercio y la disminución del sector público en las actividades económicas.
A partir de los años ochenta, y hasta hoy, la clase empresarial ha logrado posicionarse en puestos gubernamentales y obtenido, con base en acciones políticas, grandes beneficios. La privatización de empresas estatales y la apertura de ámbitos económicos antes reservados sólo para el Estado les ha permitido acumular riqueza en grandes proporciones. Más aún, se han aprobado reformas legales que flexibilizan las condiciones de empleo y hacen más sencillo sortear la responsabilidad de otorgar derechos laborales a los trabajadores.
¿Rapaces o creadores de 9 de cada 10 empleos?
Recientemente, el Presidente del CCE, recordó en un foro que los empresarios son parte de la sociedad y generan 9 de cada 10 empleos del país. Y es cierto: el sector empresarial produce millones de empleos y además crea riqueza, atrae inversiones, tiene responsabilidad social, promueve la innovación y dota a las personas de habilidades profesionales. No son, para decirlo rápido, una minoría rapaz.
Ahora bien, esta narrativa positiva propia del neoliberalismo, que repiten personas de negocios, algunos políticos y opinólogos por igual, no es del todo falsa, pero tampoco es del todo precisa, pues no permite ver que no todos los empresarios tienen el mismo nivel de oportunidades, apoyos y representación en las organizaciones empresariales. Es decir, no son un grupo monolítico y homogéneo con los mismas posibilidades e intereses. Más aún, tampoco refleja el hecho de que en muchos sectores de la economía prevalecen situaciones oligopólicas en las que una o dos empresas controlan más de 50% de un solo mercado y se dedican a actividades extractivas, como la minería, que difícilmente contribuyen al desarrollo de la innovación. Asimismo, obvia que hay empresas que evaden impuestos, causan desastres ecológicos, no respetan los derechos de sus trabajadores, mantienen salarios bajos, no reparten utilidades y obtienen concesiones del gobierno sin rendir cuentas.
Es evidente que no todos los empresarios mantienen vínculos cercanos con figuras del poder político y que además no todos cuentan con recursos para financiar campañas políticas, pagar por espacios en medios de comunicación o contratar servicios de empresas cabilderas (ámbito aún no bien regulado, por cierto) que les ayuden a avanzar sus intereses.
Y es quizás ahí donde se puede aventurar un argumento: así como la política no puede estar controlada por un grupo de políticos tradicionales —que compiten por cargos y poder ignorando a los ciudadanos—, los empresarios tampoco pueden concentrar el poder económico en pocas manos, muchas veces con la complicidad del Estado, y además ignorar a sus consumidores.
Sobra decir que oponer una “contra-élite” a la élite que hoy se señala como culpable de muchos males del país, difícilmente ayudará a que el poder político mantenga una sana distancia frente al económico o que el poder de uno y otro ámbitos pueda desconcentrarse y repartirse entre más personas.
La conclusión es sencilla: deber haber pluralismo, inclusión, transparencia, y equidad no sólo en la política, sino también en la economía. Porque las decisiones de grupos económicos afectan la vida de todas las personas tanto como las acciones políticas. Quizás algunos empresarios continúen con la práctica paternalista de decirle a sus empleados por quién votar, pero deberán afrontar las críticas por una acción tan cuestionable (por no decir delictiva).
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Esteban Olhovich es parte de Wikipolítica CDMX, una organización política sin filiaciones partidistas.
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