Por José Ignacio Lanzagorta García
Estando en medio de la tempestad es difícil saber qué consecuencias tendrá, pero hace algún tiempo que se ven señales de que este proceso electoral está recolocando y reorganizando el espectro ideológico político nacional en una forma que tal vez no habíamos visto en 30 años. Los dos temas que nos han atravesado como electorado en estas décadas ahí siguen: el priismo versus el antipriisimo y la izquierda versus la derecha. Pero la dotación de sentido y contenido que damos a cada una de estas posiciones parece transformarse, si no de forma radical, sí en algunos temas y asuntos que resultan novedosos o extraños. Y no son sólo las posturas de los candidatos, tampoco son sólo los intensos intercambios y tránsitos de figuras con distintas posiciones políticas entre los diferentes partidos y coaliciones, sino que muchos de sus simpatizantes han estado a cargo de producir nuevas retóricas, nuevas narrativas sobre la forma en la que pensamos y acomodamos lo político en México.
Aunque no es el único –la idea de lo que están llamando “estatismo” versus algo que llaman “liberalismo” como conglomerados ideológicos que no embonan perfectamente con la “izquierda” y la “derecha”, por ejemplo–, el tema más notable y sorprendente es la presencia de lo religioso en la esfera pública. Mientras que el PRI mantenía una relación casi orgánica de separación, negociación e intercambio con lo religioso y el ejercicio del estado laico, para la oposición de izquierda la posición era, con pocas excepciones, de confrontación y repulsión. Así, mientras que el triunfo de la derecha en 2000 a nivel nacional amenazaba el orden laical del régimen priista, el triunfo de la izquierda en la Ciudad de México abrió paso a agendas progresistas separadas de lo confesional.
De Fox mirábamos con repele cualquiera de sus gestos religiosos: que si tomó un estandarte de la Virgen de Guadalupe, que si besó el anillo del Papa. Y, sin embargo, la cosa quedó ahí: en un par de símbolos que, sepultados en un mar de críticas y señalamientos, no parecen haber minado en forma alguna el laicismo. Sus gestos se limitaron a algo que no estábamos acostumbrados: un Presidente que no oculta la fe que profesa. Aún así, nuestra suspicacia estaba encendida contra todo lo que pudiera sonar a una invasión al estado laico como cuando el entonces secretario del Trabajo, Carlos Abascal, buscaba censurar la lectura de Aura en la escuela privada y católica a la que asistía su hija. Las alarmas estaban encendidas. De un caso anecdótico hicimos un merecido incendio: la derecha no debía imponer el ejercicio del poder desde la fe.
Calderón se preocupó menos por estos símbolos. En cambio, él sí buscó combatir el matrimonio igualitario en la Ciudad de México; él sí buscó, desde su fe, invadir lo público. Y tal vez por las alarmas vistas en la administración anterior, Calderón y buena parte de su partido se cuidaron de hacerlo desde el lenguaje del Estado, es decir, no aludiendo a creencias personales. De alguna manera, Calderón respetó el pacto laico, utilizó las instituciones en sus términos y éstas respondieron de acuerdo a su diseño: el matrimonio igualitario en la Ciudad de México continuó y más adelante la Suprema Corte lo haría posible con o sin amparo, para todo el país.
Algo ha ocurrido en los últimos años, sin embargo. Y no sólo tiene que ver con López Obrador o la izquierda. Y, parece, no sólo tiene que ver con México: lo religioso está regresando a la esfera pública en el continente y México no está exento. Desde la llegada de gobiernos divididos a las cámaras de los estados, se vio que la posición del PRI con el estado laico era oportunista: votarían en contra de la interrupción legal del embarazo si de eso dependía mantenerse en el poder. Su Presidente podría presentar una batería de iniciativas para beneficiar a minorías sexogenéricas, pero igualmente su partido podría repelerlas cuando les fue “necesario”. Hoy, vemos a su candidato, José Antonio Meade, diciendo que sus valores son los del Frente Nacional de la Familia o, peor, al candidato en la ciudad de México, Mikel Arriola, enarbolar abiertamente una campaña confesional que ni siquiera el PAN hasta hace hace 15 años se hubiera atrevido a enmarcar en esos términos tan explícitos. Hoy, ni a los candidatos del PRI ni del PAN (aliado con una reminiscencia de la izquierda) se les puede arrancar fácilmente declaraciones explícitas de compromiso con el laicismo.
Pero lo más desesperanzador es que ante la nueva presencia de lo confesional en la derecha y el priismo, no queda la izquierda como contrapeso. La moral, siendo un ingrediente fundacional de la izquierda, estaba garantizada a través del principio de justicia social. Al menos en el caso mexicano, ese principio no necesitaba alimentarse de valores revelados. Hoy, la izquierda se alía innecesariamente con un pequeño partido cuya agenda legislativa sólo ha consistido en impulsar temas confesionales en los que ha contado con el apoyo, en parte o total, de todas las fuerzas políticas relevantes. Hoy, integrantes de otros partidos que han mantenido las posturas confesionales más rabiosas dentro de la derecha se sienten cómodos integrándose al proyecto de López Obrador. Hoy, este candidato puede citar a los liberales del XIX y decir que “se hinca donde el pueblo se hinca”… pues tal parece que ha desarrollado un gusto particular por hincarse. En la producción retórica de los simpatizantes de este proyecto, encuentran señales de compromiso con minorías sexuales y agenda de las mujeres que no ven en los otros partidos. Y seguro tienen razón, pero es que estas agendas no son lo único que está en juego, sino este viraje en hablarle a un electorado de creyentes, en vez de ciudadanos.
En México no construíamos mayorías apelando a su fe. Hablábamos de las condiciones materiales, de derechos políticos y civiles, de si el Estado debía garantizar tal o cual cosa o mantenerse al margen. En México nos manteníamos con mucha cautela sobre el poder político que podían tener las iglesias, sobre todo la Católica, sobre sus fieles y por eso décadas atrás renunciamos a movilizar al electorado desde sus creencias, porque podía significar compartir el poder con quienes luego sería difícil limitar. En México sabíamos que la izquierda –e incluso el priismo–, eran guardianes del laicismo. Hoy empieza a parecer que el gran acuerdo político e incluso cultural del espacio que ocupa la fe en la arena pública se ha desplazado. Estamos ante un cambio no menor en el espectro político mexicano.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito