Por José Ignacio Lanzagorta García
Antes de marcharse de la jefatura de gobierno para ser premiado por su sensacional gestión con un escaño en el Senado, Miguel Ángel Mancera nos dejó un último regalo. En marzo firmó la expropiación del predio de Álvaro Obregón 286, donde cayó el edificio cuyo colapso cobró el mayor número de vidas en el terremoto del 19 de septiembre del año pasado. Pagó 46 millones de pesos a sus propietarios. También lanzó una convocatoria para hacer ahí un… un… bueno, como han dicho los arquitectos Alejandro Hernández y Sergio Beltrán García, no está claro qué es exactamente lo que quiere hacer, pero que, en cualquier caso, será un “memorial” del sismo. Para ello asignó 14 millones de pesos. En total, el gobierno de Mancera destinará 60 millones de pesos a algo relacionado con el terremoto que no contribuye en nada a paliar a quienes continúan siendo sus damnificados. La frivolidad del jefe de gobierno que puso al centro de su administración la imagen de la ciudad, antes que a sus ciudadanos, no deja hacerse patente.
Es curiosa la producción de memoriales en la ciudad porque implica una serie de disputas: sus características y su ubicación, lo que se representa y lo que se deja fuera, su sobriedad o su “buen gusto”, los usos que tendrá como objeto contemplativo o lúdico, la vanidad del gobernante que lo propone y el gasto presupuestario que se asigna, la participación de aquellos que tienen más legitimidad para conmemorar lo que se conmemore o la glorificación de algún arquitecto ya glorificado. Y también se disputa, por supuesto, el tiempo apropiado para hacerlo: ¿qué tan cerca o qué tan lejos del evento a conmemorar es prudente o correcto hacerlo? En el caso del memorial de Mancera, esta última disputa es la que resulta particularmente incómoda.
La producción de memoriales, sin embargo, no tiene por qué significar una frivolidad. Son resultado de un tiempo en el que una sociedad elije materializar un recuerdo, un trauma, una experiencia colectiva que los une, que los llena de significado. Los memoriales son poderosos. Por eso los gobiernos autoritarios se apuran a producir monumentos por doquier con la esperanza de que veamos en ellos el significado del progreso o la gloria que en su vanidad quieren que asignemos a sus administraciones. Estatuas, palacios, avenidas, que nos hagan a las siguientes generaciones recordarlos con nostalgia. Alguna vez alguien me dijo que lo mejor del patrimonio lo habían dejado “los villanos” de la historia de México. Tal vez tiene razón. Los héroes, en cambio, se concentraron en dejarnos instituciones. Pero cuando un memorial no responde la maquinación artificial del sátrapa, sino a un imaginario colectivo que necesita recordar, tenemos, tal vez, el mejor de los memoriales.
Una mirada inquisitiva de quien merodea la ciudad de México sabrá que no contamos con memoriales suntuosos de nuestro otro 19 de septiembre, el de 1985, que fue aún más devastador en más de un sentido. Algunos de sus edificios caídos se convirtieron en parques con bustos de personajes, pero, como memoriales, a mi mente apenas vienen dos: el gigantesco reloj de sol que se colocó donde colapsó el edificio Nuevo León de Tlatelolco y el Parque de la Solidaridad en Avenida Hidalgo, donde colapsó el Hotel Regis. Para quien transite por ahí sin saberlo, ninguno de los dos resulta evidente como espacio memorial, a menos que uno se acerque a leer la pequeña placa de una escultura que hay en el segundo o el texto de un busto dedicado a Plácido Domingo en Tlatelolco donde cuenta que ahí estaba el edificio Nuevo León y que el tenor asistió con las labores de rescate. Pero del reloj nada.
Pero esta discreción no fue intencionada, al menos, desde el inicio. Como narra la académica Sara Makowski en un artículo, tan pronto como enero de 1986, a casi cuatro meses del terremoto, había ya una convocatoria para hacer del predio donde se encontraba el Hotel Regis, pero también los edificios contiguos (donde hoy está el popular “Barrio Alameda”, además del de la cafetería Trevi), un memorial. El concurso lo ganó el arquitecto Luis Vicente Flores y consistía en levantar un edificio, digamos, tipo el “pantalón” de Santa Fe, que gracias a este “agujero”, integrara lo que hoy es el parque de la Solidaridad y con el antiguo templo de San Diego, hoy el Laboratorio Arte Alameda. En el parque de la Solidaridad, en vez de un jardín, habría un espacio ceremonial con un conjunto de pilares en rotonda y que proyectarían, cada uno, un rayo de luz láser hacia el cielo donde todos los haces convergerían en uno solo y se podría ver desde distintos puntos de la ciudad.
No sonaba mal… salvo porque la ciudad seguía devastada, había damnificados en las calles, había infraestructuras destrozadas. Era un gran proyecto. Era un gasto estúpido por parte del Estado. Y las protestas finalmente lo detuvieron. La expropiación sólo se limitó al terreno del Hotel Regis y se convirtió en el jardín que hoy vemos donde, por cierto, por muchos años se refugiaron algunos damnificados e indigentes. La emergencia no daba para más que lo que hoy vemos, que, con el tiempo, ya alejados de la fecha fatídica, se le han hecho mejoras. Es lo que hay.
Entonces, volvemos a Mancera. ¿Es prudente invertir ya en un memorial? ¿Si los damnificados pudieran escoger entre tomar esos recursos para restituir en alguna parte de lo posible su patrimonio perdido y ver un bello espacio público, de diseño, chic, con volumétricos “CDMX” en la colonia Roma que alude a la desgracia donde lo perdieron todo? El presupuesto ya está aprobado, el concurso ya se publicó en la Gaceta. Mancera se ha ido del gobierno de la ciudad. Queda siempre la puerta de la protesta. Sin embargo, hay un colectivo que tiene una interesante propuesta de protesta y memorial. Se trata de un colectivo bajo la etiqueta #NuestroMemorial19S. Su idea es que, a través de una nutrida participación, se empleen esos recursos no para un espacio contemplativo, sino uno que sirva de plataforma para exigir al gobierno transparencia y acelerar la reconstrucción, así como para capacitar a la ciudadanía para reaccionar en caso de sismos. Vale la pena acercarse a ellos. Ahora mismo están recibiendo propuestas rumbo a afinar un proyecto para el 30 de abril. Se trata de que el memorial no sea de Mancera, sino nuestro.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito