Esta semana se estrena la cuarta entrega de la legendaria franquicia de George Miller: Mad Max: Fury Road. Puesto que ya es demasiada la espera y la expectativa, les dejamos aquí una reseña sin spoilers para que se animen a ir a ver una película que, sin duda, será considerada como uno de los mejores estrenos de acción veraniegos.

Fury Road retoma, treinta años después de Beyond The Thunderdome, al icónico personaje que volvió famoso un muy joven Mel Gibson antes de que Hollywood lo adoptara. El viejo escenario de Mad Max es ampliamente conocido: en parajes desolados del desierto australiano, Miller mezcló elementos del western para hablar de la locura apocalíptica con desenfreno carretero. Y, aquí, esta tradición continúa.

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En Fury Road se cuenta la historia de la Imperator Furiosa (Charlize Theron), una comandante del ejército del desquiciado Immortan Joe, caudillo de la Citadel –ciudad tallada en piedra que contiene inmensas reservas de agua, aliada del pueblo fabricante de balas y de la ciudad gasolina– que roba a las jóvenes esposas del putrefacto caudillo en un intento por liberarlas –y liberarse de paso– de su tiranía demente. En todo esto se ve mezclado Max quien escapará de las garras de los War Boys (el ejército fanático de Immortan Joe) para ayudar a Furiosa en su escape.

A diferencia de los golpes más cuidados para el público infantil de Avengers, aquí la acción es real y se siente como tal. No hay computadoras para retocar los bordes: en esta película tenemos la pura entrega de persecuciones reales en coches construidos con una minuciosidad increíble; los conductores acrobáticos permiten tomas interiores y exteriores de vehículos que van a una velocidad impresionante; los atropellados son dummies que se destrozan con un realismo impactante…

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De ahí se desgaja buena parte de la violencia de la película, una violencia cruda y sin concesiones que se toma el tiempo de ver sufrir a los sacrificados en pantalla. Y todos pasan bajo las ruedas: desde los bien intencionados hasta las amazonas heroicas y ¿por qué no? una mujer embarazada. No hay concesiones al buen gusto o a las sensibilidades de los espectadores: si vas a ver esta película es para regodearte en la violencia demente de la mitología de Miller que regresa con la venganza de tres décadas de silencio.

Suicidios estruendosos, mutilaciones, partos forzados y doctores sicóticos jugando con cordones umbilicales, explosiones, aplastados, quemados, atropellados, disparos, cuchilladas, ojos ponchados y llantas ponchadas, hombres volando a su muerte en tornados de arena y fuego… Aquí podrían decirme que, cuando hablo de “demasiada acción”, estoy emitiendo un juicio negativo. Nada de eso: ésta no es, en ningún momento, acción gratuita.

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La acción demencial de esta cinta se justifica por la construcción de un mundo que retoma trozos de las anteriores películas: tenemos la historia de formación de Max, de policía a vagabundo desquiciado por la pérdida de su familia que aparece en la primera parte; tenemos la completa locura caótica de un mundo desmoronado que vimos en la segunda entrega; y, finalmente, tenemos la construcción tiránica de una nueva sociedad, con sus reglas y su organización, como en Beyond The Thunderdome. En este sentido, esta cuarta entrega no es ni una continuación, ni un remake, sino la síntesis de toda la mitología de Miller.

El primer paso impresionante en la recreación de este mundo distópico es la increíble belleza visual de la película que juega con una paleta de colores precisa y que explota, a más no poder, la dificultad de la luz natural en la noche y en el día del desierto. Los tonos de la cinta llevan a su extremo los cielos rojos de la segunda entrega expandiendo todo en tonalidades cafés y naranjas de una claridad apabullante. Ésta es una película de acción excepcionalmente filmada, con toda la paciencia de un naturalismo que quiere recrear, con el mundo ficticio al que da vida, todo un ambiente, una sensación ominosa, en una desesperante y hermosa repetición de colores.

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En la organización de este mundo vemos todo el toque de Miller con su vieja afición a la cultura popular de la antigua Roma y alguno que otro delirio de mitologías mezcladas por el azar del fin del mundo. No nada más tenemos nombres que recuerdan lo más decadente del imperio romano, sino que vemos también referencias a la mitología nórdica en la promesa que Immortan Joe hace a sus guerreros: el sacrificio glorioso en la batalla será recompensado con la entrada al Valhalla, el paraíso guerrero. Súmenle a todo eso el honor del sacrificio kamikaze trastocado por la radiación de Fukushima en una melcocha cultural de lo más alucinante, incómoda y efectiva. Ninguna sorpresa: estamos viendo los despojos dementes de nuestro mundo.

Así, lo que sostiene toda esta desquiciada sociedad es el fanatismo con el que Immortan Joe alecciona a sus súbditos: todos los guerreros están dispuestos a sacrificarse por él, tienen códigos de suicidio y en el umbral de la muerte ven cómo se abren las puertas de un paraíso prometido en pura sugestión. Porque el tiempo y el espacio, la vida y la muerte no valen nada para estos hijos enfermos de la catástrofe nuclear, jóvenes perdidos, cadavéricos, plagados de tumores y fiebres (como Nix interpretado a la perfección por Nicholas Hoult –sí, el niño de About a Boy–). Los nuevos dioses sirven para infundir vida a estos muertos vivientes: se reza al líder tiránico, se reza a la guerra, al sacrificio guerrero y, claro, se reza al V8.

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Todo en los atuendos, el comportamiento y los artefactos de esta tribu guerrera, violenta, nacida del reciclaje de un mundo muerto, es excesivo. El hecho de traer para las batallas un carro con bocinas y a un esclavo deforme tocando sin piedad acordes de guitarra eléctrica con tambores de guerra muestra la misma brutalidad que los helicópteros recetando Wagner con napalm en Apocalypse Now. Nada que no hayamos visto en la historia, sea cual sea su interpretación; nada que parezca más extravagante que las guerras que ya conocemos; todo compactado en la estética del “demasiado” en la que se complace Miller y en la que nos maravillamos como espectadores. Las batallas responden a esta locura desmedida con coreografías complejas y máquinas asesinas de toda calaña, con hombres cegados disparando metralletas mientras gritan “¡Yo soy la justicia!”, con lanzas explosivas, guerreros motociclistas y autos-puercoespín.

En la locura de este mundo enfermo todo es deforme, todo es feo y miserable, hay ampollas y crecimientos anómalos, deformaciones y engendros, lepras y aparatos respiratorios grotescos. En medio de todo esto, cuando en una escena Max ve por primera vez a las jóvenes esposas de Immortan Joe, el tiempo se paraliza dentro y fuera de la pantalla: con los brillos del agua sobre el horizonte desértico, se ve, envuelta en turbantes blancos e inmaculados, algo de la belleza humana en formas femeninas. La hermosura se vuelve más hermosa frente a la fealdad del mundo. Los guerreros deformes giran en torno a las esposas de Immortan Joe como moscas sobre una luz pura.

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Al igual que la belleza contrasta en la fealdad del mundo, la increíble concepción sonora de la película crea efectos alucinantes en torno al mítico soundtrack de Junkie XL. Entre todo el estruendo operístico de la música orquestal de pronto hay silencios que crean una tensión particular en un mundo sin animales, sin más ruido que el viento y el graznido ocasional de un cuervo desesperado. Todo este arreglo sonoro logra acompasar la acción con completa furia y descargar momentos únicos de tensión con estos silencios medidos, inquietantes y terribles que nos echan en cara la extrañeza de un planeta abandonado por la esperanza.

El que nos guía en esta ruta demencial es la figura de Max interpretada con sutileza silenciosa por Tom Hardy. El loco Max sigue aquí un camino interno. Cuando lo vemos en la primera escena de la película es un ser abandonado, de pelo y barba crecidos a la extensión de un hermitaño loco, devorando lagartijas de dos cabezas como si de alegrías se tratara. Es una figura animalesca, sin ninguna humanidad, salvaje y transtornada. Una vez prisionero, se convierte en ganado, en bolsa de sangre para alimentar la enfermedad de guerreros fanáticos. ¿Y después? Después está toda la tosca progresión hacia la conquista de una humanidad perdida: poco a poco, Max recupera la capacidad de hablar, ablanda los instintos tensos de supervivencia, se permite mostrar algo de ternura en esos ojos irritados por la arena.

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En Fury Road, la locura del mundo, como bien corresponde a las creaciones anteriores de Miller, se refleja en la locura de Max. Pero, si Max recupera en el camino algo de su humanidad perdida, no se paga su redención con algún final feliz. En esto Miller se mantuvo fiel a su creación: la película es la historia de una persecución frenética, de una ida y de un regreso, de un final a medias y de la victoria en una batalla que no augura nada para el fin de la guerra. La condena de Max se mantiene, como se mantuvo en las tres películas anteriores: el punto final no es la redención completa, ni el alivio feliz de las penas sino el eterno retorno al destino interminable de la carretera.

Max es el verdadero inmortal en todo esto: su regreso está pactado como el destino trágico que lo amarra a las líneas blancas del pavimento. Y bueno, si Miller continúa sobre esta base sólida su saga, podemos estar seguros de que Mad Max seguirá construyendo también la genial mitología violenta que representa ahora, con esta cinta, en inusual belleza y atinada inteligencia.

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Para todo aquel que no está familiarizado con el personaje, ésta será una película de acción de lo más divertida en el homenaje excesivo a una vieja tradición independiente de la serie-B australiana. Para todos los otros que, como yo, admiran profundamente las creaciones de Miller, esto será un reencuentro más que grato, un volver a vivir, para otra generación, los mitos que nos formaron. No nos queda más que gritarle larga vida al guerrero del camino y admirar profundamente lo que, entre sangre y arena, nos sigue ofreciendo, a sus más de setenta años, uno de los genios modernos de la acción en ciencia ficción.

Miller superó todas las expectativas: logró regresar sus clásicos a la pantalla con todo el mérito de una cinta que se sostiene en sus propios logros. Lo suyo es exceso de confianza, exceso de experiencia y exceso de ambición. Y ninguno de esos excesos se va por mal camino. En mi opinión, esta película será igualmente satisfactoria para fanáticos del género como para espectadores despistados: su impacto visual y fluidez narrativa tienen poca competencia en el cine de acción actual. Sea como sea, plazca a quien le plazca, éste es un evento fílmico único que, estoy seguro, será recordado hasta que el desierto se coma nuestras canciones de guerra. 

Por: Nicolás Ruiz (@pez_out)

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