Por Guillermo Núñez Jáuregui

Fue a mediados de mi educación universitaria que comencé a experimentar la angustia neurótica de la vida administrada. No eran sólo los horarios, sino la expectativa por los fines de semana y los periodos vacacionales. Mi calendario de pronto se punteaba con fechas tanto significativas (los cumpleaños de amistades o familiares, por ejemplo) como banales (inmerso en la ubicuidad de la publicidad, las fechas en que se estrenaría la próxima película taquillera se añadían al lento pasar de los días). Con el tiempo aprendí a vivir en esta realidad, pero el ruido y el malestar siguen ahí: una vida marcada no por el exceso de presente sino por las fantasmagorías de las fechas de compromisos o futuros gozos. Las mismas fantasmagorías, vampíricas, que le chupan la gracia a lo que tenemos frente a nosotros.

El otro día fui al cine, vi Ghost in the Shell (2017, La vengadora del futuro) de Rupert Sanders, adaptación del manga y animé japonés al lenguaje hollywoodense. Es una peliculita con un presupuesto estimado de $110, 000,000 que ni fu ni fa. Pero se han escrito cosas interesantes sobre ella, como “La ciudad y sus fantasmas”, de Pedro Hernández, publicada a principios de mes en el sitio de Arquine, donde, entre otras cosas, se subraya la manera en que el capital, a través de la publicidad, se inmiscuye en la traza urbana a niveles monumentales para alterar el paisaje (es como el reverso monstruoso de la proyección invasiva y futurista de la publicidad que se presentó en Minority Report: sentencia previa, de 2002).

Hay algo de esa película que, a la distancia, vuelve para molestarme. Sí, por un lado está el escándalo conocido: un personaje japonés debe ser representado por una actriz no asiática para que resulte agradable a la mirada del público. Además, esto otro: como la mirada que más se toma en cuenta es la masculina, cada que el personaje en cuestión se encuere será para desplegar una escena violenta. Opera entonces un juego tenso donde se ve y no se ve; aunque la silueta de Major (Scarlett Johansson) está ahí, reconocible, uno se percata de que es un cuerpo erotizado pero no sexual (parecido, en este sentido, a la voz sin cuerpo de Her o al cuerpo sin órganos internos de Bajo la piel, también interpretados por Johansson). Y aún más: aunque es erótico y violento, el cuerpo está cubierto por un “termo-traje” que lo vuelve invisible. ¿No es un juego similar al patetismo que se vende en Hooters, restaurante burgués y de ambiente familiar que, sin embargo, también es, y entrecomillo, “erótico”? Encuentro en esto una paradoja que dice mucho: a las mujeres atractivas se les erotiza pero se les invisibiliza (no se reconoce su sexualidad ni su placer), un poco como ocurre con Sue Storm, de los Cuatro Fantásticos.

Tal vez la razón por la que esta nueva iteración de Ghost in the Shell no conectó con su público es que ya resulta un tanto anacrónica: y no conecta porque el mismo público está tan desconectado de su entorno como el personaje interpretado por Johansson (para el caso, Bajo la piel, en la que no hay heroísmos pero sí una ansiedad transhumanista, es más puntual). ¿Desconectados? O conectados en exceso, si se quiere, pero siempre a través de una pantalla o algún dispositivo, pero rara vez en persona o con el gozo de la piel. Y cuando finalmente es así, siempre estamos descolocados y en riesgo (pues corremos riesgos cuando se habla de sexo y amor; es parte del trato). Si la sensibilidad y el erotismo son los nuevos campos de batalla políticos, como ha señalado Franco Berardi “Bifo”, debemos reconocer que vamos perdiendo: no sólo se nos ha dicho cómo administrar nuestro tiempo sino cómo sentirnos al respecto. Vivir es increíble, nos recuerda una compañía de seguros; en familia, en pareja o con amigos inseparables, siempre habrá una buena razón para disfrutar una Coca-Cola, nos dice la refresquera (“Destapa la felicidad”).

Desaprovecharía la oportunidad de mencionar, en un texto titulado “gozo fantasma”, al síndrome del miembro fantasma (o su actualización, el síndrome de vibración fantasma). Para evitar el chiste fácil, Joseph Sheridan Le Fanu (1814-1873) viene en mi ayuda. El autor irlandés, quien fue un precedente importante para Bram Stoker (famosamente Carmilla dio pie a Drácula, así como “Relación de unas extrañas anormalidades en la calle Aungier” permitió que se escribiera “La casa del juez”, relato que invoqué previamente aquí) también se interesó por los singulares gozos de los espectros, como la extremidad titular de su relato “La mano fantasma”.

Como la mayoría de los fantasmas, esta mano se divierte molestando a los vivos (tocando ventanas, arrastrándose por las alfombras). A pesar de sus gozos, sin embargo, debe recordarse: se trata de un alma en pena (hay que insistir en la idea clásica pero radical, la felicidad es un asunto muy distinto al placer). Para anécdota, “La mano fantasma” no vale mucho: de eso se trata, una mano –separada de un cuerpo– se aparece en una casa para molestar a sus habitantes. Pero hay unas líneas en el relato que, me parece, dejan una buena lección. Hacia el final del cuento, el narrador, a la luz de los extraños sucesos ocasionados por la mano fantasma, anota a su vez un pequeño cuento dentro del cuento: un tal James Prosser, de niño, había dormido durante algún tiempo en una habitación que su madre decía que estaba hechizada. Cuando era atacado por la fiebre, una visión muy detallada y recurrente de un hombre severo volvía para atacarlo. Y Le Fanu anota que es un “ejemplo de una clase de pesadilla curiosamente monótona, individualizada y persistente”.

La primera vez que leí el relato me parecía que este añadido no casaba muy bien con el resto del cuento. En realidad es la conclusión inevitable para una historia sobre un fantasma desmembrado. Como nosotros, desconectados del cuerpo social al que, sin embargo, seguimos unidos por los espectros de las tecnologías de la comunicación, la mano fantasma inspira horrores angustiantes, y todos son monótonos, individualizados y persistentes, como los tristes gozos que hemos logrado imaginar. Piense en esto la próxima vez que pague para divertirse.

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Guillermo Núñez Jáuregui es filósofo y escritor. Es jefe de redacción en Caín y colaborador en La Tempestad.

Twitter: @guillermoinj

Imágenes: Shutterstock

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