Por José Acévez
Posterior al temblor del pasado 19 de septiembre que sacudió diversas ciudades del centro y sureste del país, circularon algunos textos sobre lo sorpresivo que resultó la actitud solidaria de los jóvenes mexicanos ante la catástrofe. Contra todo diagnóstico, los “millennials” demostramos que no somos esa generación apática, hedonista y ensimismada que tanto se criticó, y que fuimos capaces de reaccionar, organizarnos y resolver ante la tragedia. Esta postura reactivó las lecturas de que un futuro mejor ya viene, pues los jóvenes ya comenzamos a hacernos cargo de los males que aquejan a nuestra sociedad y pronto tendremos un país en condiciones más dignas.
Sin embargo, encuentro en esta esperanza dos problemas que pueden resultar contraproducentes para los ánimos de cambio que se viven a partir del horror de hace unas semanas: por un lado, referirnos a la cultura juvenil contemporánea como “millennial” y, por otro, lo inmovilizador que puede resultar adjudicarle a los jóvenes el peso de un futuro mejor.
El término “millennial” se ha vuelto tremendamente popular en años recientes; ayudó a comprender (tanto para quienes entramos en la etiqueta como para quienes no) ciertas generalidades de una generación que vivió dos procesos internacionales sumamente complejos: la masificación de internet y la consolidación del neoliberalismo como modelo económico mundial. Estas generalidades, como suele suceder con explicaciones tan abarcadoras, no contemplan matices ni contextos, convirtiendo a la juventud en una masa amorfa que se compone de igual forma en donde sea que se le mire.
Otro gran problema de esta categoría es que, si bien surgió como una reflexión histórica, se afianzó y masificó gracias a la mercadotecnia, cuando en 1993, la revista especializada en publicidad AdAge publicó en su carta editorial una deliberación al respecto de quienes ya no se correspondían con los valores de los baby boomers (generación conformada por aquellos nacidos posterior a la Segunda Guerra Mundial y que vivieron una revolución cultural intersectada en la Guerra Fría, la obtención de derechos civiles, la recomposición demográfica y los avances médicos, en especial la popularización de métodos para el control natal).
Así, hablar de “millennials” es referirnos a preceptos mercadológicos (formulados y discutidos desde Estados Unidos y algunos otros países anglosajones) que anulan las diferencias y que buscan encasillar actitudes juveniles a partir de su relación con el mercado y el consumo. Esto resulta problemático cuando queremos comprender cómo funcionan políticamente las lógicas, movimientos, resistencia y negociaciones de los jóvenes. Si bien resulta conveniente ver en las descripciones de los “millennials” algunas premisas claras (como la facilidad de adaptación, la apertura moral, el desencanto religioso, el manejo de la inmediatez y la consciencia ecológica), reducirnos a ver el futuro mexicano en manos de una generación que comparte estigmas que vienen de fuera, nos dificulta ver motivos políticos que, además de trastocar identidades, estructuran relaciones sociales asimétricas.
Esto me conecta con el segundo problema que encuentro al ver en la juventud el único medio para alcanzar futuros más prósperos. Con esta idea, pareciera que los mayores de treinta años quedan justificados en su apatía, en su hartazgo y en su corrupción. Pareciera que, por haber saturado su paciencia y esperanza, dejan el camino libre para que otros, los jóvenes, sean los encargados de lograr lo que ellos no pudieron.
Como bien reflexiona la socióloga experta en culturas juveniles, Rossana Reguillo: “el Estado, la familia y la escuela siguen pensando a la juventud como una categoría de tránsito, como una etapa de preparación para lo que sí vale: la juventud como futuro, valorada por lo que será o dejará de ser; mientras que, para los jóvenes, el mundo está anclado en el presente, situación que ha sido finamente captada por el mercado”. Esta potente idea nos debe recordar que categorizar algo como “juvenil” corre el riesgo de establecerlo como transitorio, como una etapa por suceder; cuando lo cierto es que debería estar sucediendo en este momento, deberíamos estar buscando soluciones y resoluciones para un país más justo y menos corrompido, sin importar si tenemos 17 o 59 años.
Porque, además, ese juicio de “salvación” que se cuaja en la vitalidad juvenil, desconsidera las problemáticas actuales a las que debemos enfrentarnos los jóvenes: la precariedad laboral, la desconfianza absoluta de las instituciones públicas (y privadas), la imposibilidad de hacer patrimonio, el terror medioambiental, la constante competencia y la tensión de ver cómo se acostumbra la gente tan rápido a la corrupción.
No es que quiera culpar a otras generaciones por estos declives, pero como “jóvenes” nos movemos en los márgenes de lo que otros se encargaron de hacer: naciones ya solidificadas, prácticas políticas internalizadas, instituciones viejas y cupulares, patrimonios que trazaron ciudades y desigualdades socioeconómicas, un pasado al que debemos cuestionar su conservación. En este interesante y provocador texto, Jorge Cano Febles invita a ver que el conflicto intergeneracional que hoy vivimos no es para edificar, sino para disentir. Ahí sí vale la pena ser joven y cuestionar cuál futuro merecemos. Construirlo es trabajo de todos.
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José Acévez cursa la maestría en Comunicación de la Universidad de Guadalajara. Escribe para el blog del Huffington Post México y colabora con la edición web de la revista Artes de México.
Twitter: @joseantesyois
Foto principal: Miguel Tovar/LatinContent/Getty Images