Por José Ignacio Lanzagorta García
Siempre pensamos, y no sin razón, que la comunicación oficial es engañosa o, por lo menos, incompleta. Que el mensaje por sí solo de quien nos gobierna siempre revelará poco de cómo piensa, de lo que realmente pasa o de los problemas del país. Que el mensaje sólo busca sembrarnos, sin un sustento completo, una valoración o una emoción positiva sobre la gestión o sobre las virtudes del gobernante. Muy rara vez en ella se atiende frontalmente alguna crítica o cuestionamiento que, sólo por aludirlo, se correría el riesgo de legitimarlo.
Los políticos que logran sortear nuestro escepticismo a la comunicación oficial y logran transmitir ese entusiasmo que tanto anhelan, lo hacen a través de atributos carismáticos. No son decenas de miles de spots con paisajes y sonrisas de gente “de a pie” donde “se cuenta lo bueno” los que consiguen que una periodista no pueda separar el profesionalismo en su trabajo de su fanatismo con el Primer Ministro canadiense, por ejemplo. El carisma de Trudeau le brinda una gran docilidad por parte de interlocutores que debieran serle críticos. Supongo que cualquier político le envidiará eso y algunos pagarán millones a consultores para simular el carisma con el que no nacieron.
Para nadie es sorpresa que nuestro Presidente es uno de los que intentan comprar carisma. Lleva más de 12 años financiando la imagen de la estrella pop con la que Trudeau, con un par de sonrisas, se blinda del desencanto. La sospecha es si en todos estos años ese carisma artificial alguna vez lució; si ese fue el factor crucial que le dio la victoria electoral en 2012; si con ese carisma se concretó la alianza legislativa que aprobó el paquete de reformas que su partido había bloqueado en legislaturas anteriores. El tiempo y el escepticismo rápido apuntó hacia el mayor peso de otros factores, entre ellos, sí, el control de medios pero no tanto en torno a la producción de una figura carismática sino más bien al silencio de sus críticas y a la demonización de sus detractores. El tiempo fue revelando, también, la inexistencia de ese carisma: bastaba ver cualquier momento sin teleprompter para corroborar que la estrella pop nunca existió.
Y entonces nos quedamos con el asfixiante océano de la comunicación oficial. En ausencia de carisma, tenemos un gobierno que destina miles de millones de pesos del erario a emitir esos mensajes que nos son más bien irrelevantes. Tres televisoras, decenas de periódicos, algunas emisoras de radio, sitios de internet: todas beneficiarias de la excedida partida presupuestal en comunicación para entrevistas complacientes, notas elogiosas, reproducción de boletines sin corroboración alguna, ausencia de crítica. Un armónico silencio.
A la vista de todos está la ausencia de la contraparte. La comunicación oficial deja de ser hueca cuando finalmente se cuestiona, cuando se contrasta con las preguntas de los periodistas, con el contrapeso de la oposición, con los señalamientos de órganos reguladores. Pero de esto último sólo hemos tenido atisbos. Y, sin sorpresa, es en este silencio en el que empezamos a encontrar las respuestas al estudio del Pew Hispanic Research Center que señaló que 93% de los mexicanos estamos desencantados con nuestra democracia; que sólo 2% confía “mucho” en el gobierno actual.
Los síntomas son más graves de lo que algunos pensábamos: somos el país más desencantado con su democracia, dice el estudio. Pero el diagnóstico es más que evidente y conocido: corrupción e impunidad, inseguridad y violencia, estancamiento económico, pobres mecanismos de representación política. No hay spot oficial que nos aminore el diagnóstico. Y, para colmo, rumbo a la próxima elección la continuidad del mismo proyecto tiene todavía altas posibilidades. Sírvanme dos más de desencanto.
“Sin sorpresas”, he dicho. Uno pensaría que esta perspectiva la compartimos todos, empezando justamente por el gobierno. La meta de sepultarnos diariamente con esa comunicación, la meta de intervenir organismos autónomos y la meta de garantizar una maquinaria electoral, responden a que conocen que de otra manera no podrían resistir el peso de la crítica, del escrutinio, de la justicia y, finalmente, de los votos.
Pero luego escuchamos al Presidente, una vez más, fastidiado porque no hemos logrado asimilar su comunicación oficial…
Dentro de todo el acartonamiento permanente en la figura del presidencial, el lunes pasado se dejó entrever una transparencia poco común. En ella pareció genuino el fastidio del presidente hablando de nuestra obsesión con la corrupción. Genuinamente concibe que el socavón del Paso Exprés fue un mero accidente para el que ni siquiera atendiendo los reportes que su administración ignoró, hubiera ocurrido. Genuinamente cree que no hay nada qué investigar ante los derrumbes del terremoto: seguir o no los reglamentos es irrelevante ante la fuerza de la naturaleza. Genuinamente cree que es incorrecto buscar responsables cuando algo falla.
El Presidente no consigue encontrar las causas del desencanto si su gestión es genuinamente magnífica para él. Al Presidente le fastidia que miles de millones de pesos gastados en contarnos lo verdaderamente bueno de su administración se hacen añicos ante la malicia de sus detractores en insistirnos en lo malo. Y, peor, el Presidente no concibe que pueda tener cualquier responsabilidad sobre lo malo. A mayor denuncias de corrupción, sólo nos responde con más cifras sobre crecimiento de empleo formal. No debiera haber más discusión. La corrupción es natural, la corrupción es cultural, la corrupción simplemente es. Somos ingratos para el Presidente.
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José Ignacio Lanzagorta es politólogo y antropólogo social.
Twitter: @jicito